Reportage

El doble estándar de Egipto para acoger a sus “huéspedes” sudaneses

Desde el comienzo de la guerra civil en Sudán, en abril de 2023, miles de personas abandonaron el país para refugiarse en el exterior, especialmente en Egipto. Poco a poco, las autoridades de El Cairo endurecieron las condiciones de ingreso, y ahora los sudaneses exiliados se topan con serias complicaciones en el día a día, como dificultades administrativas, precariedad social y racismo.

Refugiados sudaneses llegan al puerto terrestre de Qastal, paso fronterizo entre Egipto y Sudán, el 13 de mayo de 2023.
Khaled Desouki/AFP

La mujer relata su historia con una necesidad de testimoniar irreprimible: desde la irrupción de los combates violentos en su barrio apacible y la dificultosa evacuación de su ciudad, hasta su instalación en Egipto, plagada de complicaciones. Fai tenía muchas esperanzas en su país, sobre todo durante el perído en el que integraba el equipo de comunicación del primer ministro Abdalla Hamdok, hasta que llegó el golpe de Estado de octubre de 2021. La joven, de casi 30 años, no es de ningún modo representativa de la población sudanesa, pero su perfil corresponde bien con el de la primera ola de migrantes que llegó a Egipto durante las primeras semanas del conflicto.

Una población atrapada

El sábado 15 de abril de 2023, Fai se despertó por unas violentas explosiones. Estaban bombardeando varios puntos estratégicos de Jartum, como el aeropuerto situado en cercanías del barrio residencial donde Fai vivía con su madre y su hermana. Las tres mujeres se atrincheraron y empezaron a vivir de sus reservas de alimentos y de agua. A los bombardeos nocturnos les seguían, durante el día, los incesantes estallidos de las armas de fuego. El hermano de una amiga recibió una herida mortal en su automóvil, al pie del edificio donde vivía. Sus familiares tardaron varios días en recuperar el cuerpo debido a la intensidad de los combates. Ese acontecimiento y los relatos aterradores que les llegaban disuadieron a las tres mujeres de huir en su automóvil personal. Amnesty International ha reportado entradas por la fuerza, robos, violaciones y homicidios. A pesar de que existen cifras oficiales, es imposible calcular la cantidad de víctimas civiles.

El 23 de abril, se alcanzó un tímido alto el fuego entre los beligerantes, lo que permitió una primera evacuación. La familia de Fai se sumó a un convoy de la ONU y llegó a Puerto Sudán tras un viaje de 35 horas en autobús. Los nacionales no sudaneses embarcaban rumbo a Yidda, desde donde podían regresar a su país. Pero las autoridades saudíes rechazaban el ingreso de los nacionales sudaneses. Las tres mujeres, bloqueadas en un hotel sórdido que pagaban casi 100 euros por noche, decidieron partir a Egipto.

Desde mediados de abril, en Sudán, se han visto forzadas a huir más de 3,5 millones de personas, las tres cuartas partes de las cuales se desplazaron a las regiones del país que no están afectadas por el conflicto. El resto cruzó la frontera. Chad, que ya contaba con 250.000 refugiados exiliados del Darfur desde el comienzo de los ingresos por la fuerza, en 2004, tuvo que hacerle frente a la llegada otros 350.000. Casi 200.000 de los nacionales de Sudán del Sur regresaron a su país. Hacia el norte, 280.000 personas cruzaron la frontera con Egipto.

Condiciones de entrada más restrictivas

Los jartumitas que se exilian eligen Egipto porque es un país que conocen bien: allí muchos hicieron sus estudios, se atendieron en centros médicos o pasaron sus vacaciones. Como el aeropuerto internacional está cerrado, llegan al puesto fronterizo de Argeen por una ruta de casi 1.000 kilómetros. A veces tienen que pagar varios miles de euros para salir de la capital sudanesa. Fai pagó casi 1.500 euros el autobús de Puerto Sudán a Argeen, un trayecto de 17 horas que antes de la guerra costaba cerca de 40 euros.

Luego de decenas de horas de espera, las tres mujeres entraron oficialmente en Egipto, a pie. Agotadas, intentaron recuperar algunos instantes de sueño, acostadas hasta en cartones en el suelo. A la madrugada, un autobús las llevó al embarcadero en la orilla este del lago Nasser, y luego un ferri las transportó hasta Abu Simbel, en la otra orilla. Otro autobús luego las llevó a Asuan, donde tomaron el tren para El Cairo.

A pesar de las horas de espera, el calor y la incomodidad, las tres mujeres cruzaron la frontera en un momento donde el paso a Egipto todavía era relativamente sencillo. Solo los hombres de 16 a 50 años tenían que obtener una visa expedida por el consulado de Egipto en Wadi Halfa, a 25 kilómetros de la frontera. El resto solo tenía que presentar en la aduana un pasaporte que incluso podía estar vencido o un documento de viaje provisorio. Pero debido a la ola de refugiados, los plazos de obtención de las visas se demoran cada vez más. A tal punto que las familias no tienen más opción que separarse, mientras los hombres terminan de arreglar sus trámites administrativos.

El 25 de mayo, Egipto endureció las condiciones de entrada al exigir un pasaporte válido para todos los nuevos ingresantes, incluidos los niños. En El Cairo, un oficial de protección del Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR) nos informa que halló desigualdades en la aplicación de los procedimientos. Mientras algunos cruzan la frontera sin tener los documentos exigidos, otros, a pesar de tener los papeles en regla, se quedan bloqueados, en particular los refugiados sirios y los eritreos.

Si bien 250.000 sudaneses y cerca de 5.600 de otras nacionalidades habían cruzado la frontera en los dos meses posteriores al comienzo del conflicto, esa cantidad se redujo diez veces entre mediados de junio y fines de julio. Los sudaneses siguen queriendo irse del país, pero desde mediados de junio, Egipto les exige una visa a todos sus nacionales. Según un agente del ACNUR en operaciones en Wadi Halfa con quien hemos entrado en contacto, a fines de julio eran menos de un centenar los ingresos diarios a Egipto. Ese cuasicierre de la frontera creó un cuello de botella que implicó la creación de campos de refugiados. Según nos informó nuestro contacto en la ACNUR, los campos albergan 8.000 desplazados, la población local de Wadi Halfa alberga el doble, y una cantidad significativa de personas duerme en la calle. Los recién llegados ejercen una presión sobre la infraestructura de esta ciudad de 15.000 habitantes, generando dificultades de abastecimiento. Con temperaturas que a veces alcanzan los 46° C, las condiciones de vida son difíciles para los desplazados, pero también para los equipos de asistencia.

Hartos de esperar una visa, algunos desplazados deciden tomar rutas ilegales, mucho más onerosas y peligrosas para llegar a Egipto. Los que son interceptados son expulsados a Sudán; los que llegan y que viajaron a crédito, se ven obligados a trabajar un año como mínimo en El Cairo para devolver el costo de su pasaje.

El negocio de la asistencia

El 29 de abril, durante una entrevista para un diario japonés, el presidente egipcio Abdel Fatah al Sisi hacía un llamamiento a la solidaridad internacional y calificaba a los sudaneses de “huéspedes” y no de “refugiados”. Entrelíneas podemos observar una constante de la posición de Egipto en materia de gestión de las crisis migratorias, explicitada dos semanas más tarde por el ministro de Relaciones Exteriores: en el territorio no se crearán campos de refugiados, porque los refugiados deben insertarse en el tejido urbano. Pero la enorme llegada de miles de familias creó tensiones en el mercado inmobiliario, donde los alquileres a veces se triplicaron. Si antes de la guerra las demandas de ayuda para la vivienda representaban el 13% de los expedientes tramitados en la ACNUR, a fines de julio representaban el tercio de los expedientes, y las que suelen presentarlos son madres en situación de gran vulnerabilidad.

Ahora, por 150 euros por mes, Fai ocupa un modesto apartamento en 6 de octubre, una ciudad nueva al oeste de El Cairo muy apreciada por los refugiados. Aunque los califiquen de “invitados”, Fai y sus compatriotas deben tomarse la molestia de soportar la pesadez de los procedimientos administrativos, sobre todo para renovar su permiso de residencia. Pero las formalidades parecen aplicarse de manera variable en función del humor de los funcionarios. En esas condiciones, la ACNUR a veces se encuentra con enormes dificultades para aconsejar a los recién llegados. Ahora se requiere más de dos meses para tramitar la solicitud y varias semanas para obtener el permiso de residencia, válido solo por tres meses. Harta de todos estos procedimientos, Fai decidió contratar un abogado por 280 euros. Para ella es una suma importante, pero necesita tener tiempo para trabajar. Fai se dio cuenta de que el negocio en torno a los refugiados es rentable para algunos “facilitadores” y también para el Estado, que recauda impuestos con cada procedimiento. Y sabe que es una privilegiada; empleada de una organización internacional desde hace un año, hace teletrabajo desde su casa y le pagan en dólares en una cuenta en el exterior. Pero su hermana, empleada bancaria, y su madre, una joven jubilada de Sudan Airways, ya no tienen acceso, como gran parte de sus compatriotas, a sus ahorros, porque los bancos dejaron de operar. Hasta los más pudientes pueden encontrarse en dificultades económicas.

Reacciones de rechazo en la población

Con su política de acogida que restringe el ingreso de los sudaneses, Egipto privilegió el acceso de los más pudientes a su territorio. Sin embargo, decenas de miles de sudaneses en Egipto son vulnerables o están camino a serlo. Así, de las 50.000 personas que se presentaron en la ACNUR antes del 31 de julio, más de la mitad es elegible para una ayuda económica de emergencia, principalmente los menores no acompañados, las personas en situación de discapacidad, las madres solas y las personas que tienen necesidades médicas importantes. La agencia de la ONU solo consiguió un tercio de los fondos necesarios para manejar la crisis. Las incorporaciones de personal son insuficientes y la mayor parte del esfuerzo recae sobre los equipos estables, que sufrieron un aumento importante de su tiempo de trabajo que los lleva al agotamiento. Aunque la capacidad de inscripción de los recién llegados aumentó un 400%, a comienzos de agosto había 30.000 personas inscriptas y 20.000 esperaban su turno. La inscripción permite obtener una tarjeta de solicitante de asilo, pero no exime a sus poseedores de tener que presentar solicitudes de permiso de residencia cuya validez pasó recientemente de 6 a 3 meses.

Si bien los refugiados sirios fueron particularmente bien acogidos en Egipto, por lo menos hasta el golpe de Estado de julio de 2013, la llegada masiva de los sudaneses genera reacciones de rechazo. Fai siente un fuerte racismo. Está cansada de las microagresiones diarias: un chofer de Uber no prendió el aire acondicionado aunque ella pagó el servicio confort, en las tiendas le cobran más caro y encima tiene que soportar el humor detestable de los empleados de la Oficina de Inmigración, como aquella vez que un agente de la ACNUR, visiblemente superado por la situación, lanzó una violenta diatriba contra su madre luego de que le formulara una pregunta. “Estos tres últimos meses me han humillado más que durante todo el resto de mi vida”, me confesó mientras se secaba la primera lágrima desde el comienzo de su relato.

En estas condiciones, Fai no piensa quedarse en Egipto. Descarta regresar a su país, como el 98% de los sudaneses recientemente interrogados por la ACNUR. La sudanesa desea emigrar a Canadá o Brasil. Hará todo lo que está a su alcance para irse legalmente, pero si no le dan esa posibilidad, encontrará un modo de conseguir una visa falsa. Fai es consciente del peligro mortal de cruzar el Mediterráneo y no piensa hacerlo. Pero muchos aceptan el riesgo, incluidos los jóvenes egipcios. El tráfico de la ruta desde Libia no deja de aumentar. Los millones de euros transferidos por la Unión Europea para “ayudar” a los países del sur a controlar sus costas no disuaden en nada a los candidatos a partir, pero obligan a los traficantes a buscar otras soluciones, cada vez más peligrosas e inhumanas.

Reportage El doble estándar de Egipto para acoger a sus “huéspedes” sudaneses Desde el comienzo de la guerra civil en Sudán, en abril de 2023, miles de personas abandonaron el país para refugiarse en el exterior, especialmente en Egipto. Poco a poco, las autoridades de El Cairo endurecieron las condiciones de ingreso, y ahora los sudaneses exiliados se topan con serias complicaciones en el día a día, como dificultades administrativas, precariedad social y racismo.

La mujer relata su historia con una necesidad de testimoniar irreprimible: desde la irrupción de los combates violentos en su barrio apacible y la dificultosa evacuación de su ciudad, hasta su instalación en Egipto, plagada de complicaciones. Fai tenía muchas esperanzas en su país, sobre todo durante el perído en el que integraba el equipo de comunicación del primer ministro Abdalla Hamdok, hasta que llegó el golpe de Estado de octubre de 2021. La joven, de casi 30 años, no es de ningún modo representativa de la población sudanesa, pero su perfil corresponde bien con el de la primera ola de migrantes que llegó a Egipto durante las primeras semanas del conflicto. Una población atrapada El sábado 15 de abril de 2023, Fai se despertó por unas violentas explosiones. Estaban bombardeando varios puntos estratégicos de Jartum, como el aeropuerto situado en cercanías del barrio residencial donde Fai vivía con su madre y su hermana. Las tres mujeres se atrincheraron y empezaron a vivir de sus reservas de alimentos y de agua. A los bombardeos nocturnos les seguían, durante el día, los incesantes estallidos de las armas de fuego. El hermano de una amiga recibió una herida mortal en su automóvil, al pie del edificio donde vivía. Sus familiares tardaron varios días en recuperar el cuerpo debido a la intensidad de los combates. Ese acontecimiento y los relatos aterradores que les llegaban disuadieron a las tres mujeres de huir en su automóvil personal. Amnesty International ha reportado entradas por la fuerza, robos, violaciones y homicidios. A pesar de que existen cifras oficiales, es imposible calcular la cantidad de víctimas civiles. El 23 de abril, se alcanzó un tímido alto el fuego entre los beligerantes, lo que permitió una primera evacuación. La familia de Fai se sumó a un convoy de la ONU y llegó a Puerto Sudán tras un viaje de 35 horas en autobús. Los nacionales no sudaneses embarcaban rumbo a Yidda, desde donde podían regresar a su país. Pero las autoridades saudíes rechazaban el ingreso de los nacionales sudaneses. Las tres mujeres, bloqueadas en un hotel sórdido que pagaban casi 100 euros por noche, decidieron partir a Egipto. Desde mediados de abril, en Sudán, se han visto forzadas a huir más de 3,5 millones de personas, las tres cuartas partes de las cuales se desplazaron a las regiones del país que no están afectadas por el conflicto. El resto cruzó la frontera. Chad, que ya contaba con 250.000 refugiados exiliados del Darfur desde el comienzo de los ingresos por la fuerza, en 2004, tuvo que hacerle frente a la llegada otros 350.000. Casi 200.000 de los nacionales de Sudán del Sur regresaron a su país. Hacia el norte, 280.000 personas cruzaron la frontera con Egipto. Condiciones de entrada más restrictivas Los jartumitas que se exilian eligen Egipto porque es un país que conocen bien: allí muchos hicieron sus estudios, se atendieron en centros médicos o pasaron sus vacaciones. Como el aeropuerto internacional está cerrado, llegan al puesto fronterizo de Argeen por una ruta de casi 1.000 kilómetros. A veces tienen que pagar varios miles de euros para salir de la capital sudanesa. Fai pagó casi 1.500 euros el autobús de Puerto Sudán a Argeen, un trayecto de 17 horas que antes de la guerra costaba cerca de 40 euros.

Luego de decenas de horas de espera, las tres mujeres entraron oficialmente en Egipto, a pie. Agotadas, intentaron recuperar algunos instantes de sueño, acostadas hasta en cartones en el suelo. A la madrugada, un autobús las llevó al embarcadero en la orilla este del lago Nasser, y luego un ferri las transportó hasta Abu Simbel, en la otra orilla. Otro autobús luego las llevó a Asuan, donde tomaron el tren para El Cairo.

A pesar de las horas de espera, el calor y la incomodidad, las tres mujeres cruzaron la frontera en un momento donde el paso a Egipto todavía era relativamente sencillo. Solo los hombres de 16 a 50 años tenían que obtener una visa expedida por el consulado de Egipto en Wadi Halfa, a 25 kilómetros de la frontera. El resto solo tenía que presentar en la aduana un pasaporte que incluso podía estar vencido o un documento de viaje provisorio. Pero debido a la ola de refugiados, los plazos de obtención de las visas se demoran cada vez más. A tal punto que las familias no tienen más opción que separarse, mientras los hombres terminan de arreglar sus trámites administrativos.

El 25 de mayo, Egipto endureció las condiciones de entrada al exigir un pasaporte válido para todos los nuevos ingresantes, incluidos los niños. En El Cairo, un oficial de protección del Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR) nos informa que halló desigualdades en la aplicación de los procedimientos. Mientras algunos cruzan la frontera sin tener los documentos exigidos, otros, a pesar de tener los papeles en regla, se quedan bloqueados, en particular los refugiados sirios y los eritreos.

Si bien 250.000 sudaneses y cerca de 5.600 de otras nacionalidades habían cruzado la frontera en los dos meses posteriores al comienzo del conflicto, esa cantidad se redujo diez veces entre mediados de junio y fines de julio. Los sudaneses siguen queriendo irse del país, pero desde mediados de junio, Egipto les exige una visa a todos sus nacionales. Según un agente del ACNUR en operaciones en Wadi Halfa con quien hemos entrado en contacto, a fines de julio eran menos de un centenar los ingresos diarios a Egipto. Ese cuasicierre de la frontera creó un cuello de botella que implicó la creación de campos de refugiados. Según nos informó nuestro contacto en la ACNUR, los campos albergan 8.000 desplazados, la población local de Wadi Halfa alberga el doble, y una cantidad significativa de personas duerme en la calle. Los recién llegados ejercen una presión sobre la infraestructura de esta ciudad de 15.000 habitantes, generando dificultades de abastecimiento. Con temperaturas que a veces alcanzan los 46° C, las condiciones de vida son difíciles para los desplazados, pero también para los equipos de asistencia.

Hartos de esperar una visa, algunos desplazados deciden tomar rutas ilegales, mucho más onerosas y peligrosas para llegar a Egipto. Los que son interceptados son expulsados a Sudán; los que llegan y que viajaron a crédito, se ven obligados a trabajar un año como mínimo en El Cairo para devolver el costo de su pasaje.

El negocio de la asistencia

El 29 de abril, durante una entrevista para un diario japonés, el presidente egipcio Abdel Fatah al Sisi hacía un llamamiento a la solidaridad internacional y calificaba a los sudaneses de “huéspedes” y no de “refugiados”. Entrelíneas podemos observar una constante de la posición de Egipto en materia de gestión de las crisis migratorias, explicitada dos semanas más tarde por el ministro de Relaciones Exteriores: en el territorio no se crearán campos de refugiados, porque los refugiados deben insertarse en el tejido urbano. Pero la enorme llegada de miles de familias creó tensiones en el mercado inmobiliario, donde los alquileres a veces se triplicaron. Si antes de la guerra las demandas de ayuda para la vivienda representaban el 13% de los expedientes tramitados en la ACNUR, a fines de julio representaban el tercio de los expedientes, y las que suelen presentarlos son madres en situación de gran vulnerabilidad.

Ahora, por 150 euros por mes, Fai ocupa un modesto apartamento en 6 de octubre, una ciudad nueva al oeste de El Cairo muy apreciada por los refugiados. Aunque los califiquen de “invitados”, Fai y sus compatriotas deben tomarse la molestia de soportar la pesadez de los procedimientos administrativos, sobre todo para renovar su permiso de residencia. Pero las formalidades parecen aplicarse de manera variable en función del humor de los funcionarios. En esas condiciones, la ACNUR a veces se encuentra con enormes dificultades para aconsejar a los recién llegados. Ahora se requiere más de dos meses para tramitar la solicitud y varias semanas para obtener el permiso de residencia, válido solo por tres meses. Harta de todos estos procedimientos, Fai decidió contratar un abogado por 280 euros. Para ella es una suma importante, pero necesita tener tiempo para trabajar. Fai se dio cuenta de que el negocio en torno a los refugiados es rentable para algunos “facilitadores” y también para el Estado, que recauda impuestos con cada procedimiento. Y sabe que es una privilegiada; empleada de una organización internacional desde hace un año, hace teletrabajo desde su casa y le pagan en dólares en una cuenta en el exterior. Pero su hermana, empleada bancaria, y su madre, una joven jubilada de Sudan Airways, ya no tienen acceso, como gran parte de sus compatriotas, a sus ahorros, porque los bancos dejaron de operar. Hasta los más pudientes pueden encontrarse en dificultades económicas.

Reacciones de rechazo en la población

Con su política de acogida que restringe el ingreso de los sudaneses, Egipto privilegió el acceso de los más pudientes a su territorio. Sin embargo, decenas de miles de sudaneses en Egipto son vulnerables o están camino a serlo. Así, de las 50.000 personas que se presentaron en la ACNUR antes del 31 de julio, más de la mitad es elegible para una ayuda económica de emergencia, principalmente los menores no acompañados, las personas en situación de discapacidad, las madres solas y las personas que tienen necesidades médicas importantes. La agencia de la ONU solo consiguió un tercio de los fondos necesarios para manejar la crisis. Las incorporaciones de personal son insuficientes y la mayor parte del esfuerzo recae sobre los equipos estables, que sufrieron un aumento importante de su tiempo de trabajo que los lleva al agotamiento. Aunque la capacidad de inscripción de los recién llegados aumentó un 400%, a comienzos de agosto había 30.000 personas inscriptas y 20.000 esperaban su turno. La inscripción permite obtener una tarjeta de solicitante de asilo, pero no exime a sus poseedores de tener que presentar solicitudes de permiso de residencia cuya validez pasó recientemente de 6 a 3 meses.

Si bien los refugiados sirios fueron particularmente bien acogidos en Egipto, por lo menos hasta el golpe de Estado de julio de 2013, la llegada masiva de los sudaneses genera reacciones de rechazo. Fai siente un fuerte racismo. Está cansada de las microagresiones diarias: un chofer de Uber no prendió el aire acondicionado aunque ella pagó el servicio confort, en las tiendas le cobran más caro y encima tiene que soportar el humor detestable de los empleados de la Oficina de Inmigración, como aquella vez que un agente de la ACNUR, visiblemente superado por la situación, lanzó una violenta diatriba contra su madre luego de que le formulara una pregunta. “Estos tres últimos meses me han humillado más que durante todo el resto de mi vida”, me confesó mientras se secaba la primera lágrima desde el comienzo de su relato.

En estas condiciones, Fai no piensa quedarse en Egipto. Descarta regresar a su país, como el 98% de los sudaneses recientemente interrogados por la ACNUR. La sudanesa desea emigrar a Canadá o Brasil. Hará todo lo que está a su alcance para irse legalmente, pero si no le dan esa posibilidad, encontrará un modo de conseguir una visa falsa. Fai es consciente del peligro mortal de cruzar el Mediterráneo y no piensa hacerlo. Pero muchos aceptan el riesgo, incluidos los jóvenes egipcios. El tráfico de la ruta desde Libia no deja de aumentar. Los millones de euros transferidos por la Unión Europea para “ayudar” a los países del sur a controlar sus costas no disuaden en nada a los candidatos a partir, pero obligan a los traficantes a buscar otras soluciones, cada vez más peligrosas e inhumanas.