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El Magreb, una invención colonial francesa

El antropólogo Abdelmajid Hannoum acaba de publicar una apasionante investigación histórica sobre el origen de la palabra Magreb, largamente trabajada por los teóricos del colonialismo francés. El término, que Hannoum estudia a través de los archivos, principalmente de las Oficinas Árabes, contribuyó a aislar la región, tanto del resto del continente africano como de Oriente Medio.

Mapa del Magreb (1843) del geógrafo Alexandre Vuillemin, extraído de su Atlas universel de géographie ancienne et moderne à l’usage des pensionnats
Wikimedia Commons

Antropólogo y docente en la Universidad de Kansas, Abdelmajid Hannoum es el autor de una erudita obra sobre la historia y las mitologías de África del Norte. Basándose en fuentes árabes y en los archivos coloniales, ha analizado con una precisión notable en trabajos previos la figura de la reina bereber Kahina y también la articulación entre colonialismo, violencia y modernidad. Este año, Cambridge University Press publica su último libro: The Invention of the Maghreb. Between Africa and the Middle East (“La invención del Magreb. Entre África y Oriente Medio”), una obra que plantea una pregunta clave: ¿el Magreb es una idea colonial?

Hannoum demuestra las consecuencias que tuvo –y que sigue teniendo– el relato colonial sobre el origen de los grupos regionales en África del Norte, ya que, desde su punto de vista, el discurso colonial no se contentó con modificar las identidades y las tradiciones, sino que las construyó desde cero, y aparentan ser locales, cuando en realidad nunca lo fueron. Según Hannoum, el término Magreb no es una de las invenciones menos importantes: “Consideremos el nombre Magreb: prácticamente nadie lo cuestiona. Parece árabe, incluso local, proveniente del corazón de la tradición local, y sin embargo es una palabra francófona, inventada a partir de una tradición árabe traducida, y su sonido ‘extranjero’ oculta su invención colonial”.

Relatos para construir naciones

Como construcción geográfica, histórica y antropológica, el Magreb fue aislado tanto del continente africano como de Oriente Medio por los teóricos del colonialismo francés. Por supuesto, recuerda Hannoum, la idea de que Egipto y el Magreb constituyen dos zonas distintas no es solamente una idea colonial. Romanos y árabes distinguían Egipto de África/Ifriqîa. Sin embargo, no mencionaban en ningún lugar la idea de un África “blanca” separada de un África “negra”, idea desarrollada tardíamente por el geógrafo Emile-Félix Gautier y luego retomada por el historiador Charles-André Julien.

El libro de Hannoum plantea una reflexión sobre la función de la historia y su articulación con el poder. Contrariamente a los Estados coloniales, los otomanos desarrollaron poco los métodos de poder basados en un relato histórico destinado a las sociedades bajo su tutela. Los escritos que describían el pasado cobraban la forma de la crónica o de los anales, pero no eran instrumentos destinados a construir naciones. La idea no era conceder legitimidad a los súbditos del sultán otomano por medio de un relato histórico, sino darle legitimidad al poder del sultán: “La concepción de la historia (de la cual forma parte la arqueología) como ‘ciencia’ del pasado, políticamente útil e incluso vital –porque ofrece la sustancia de la nación y la validación del Estado– es propia de la modernidad”.

Hannoum demuestra que la modernidad occidental se caracterizó menos por el paso de la historia al rango de ciencia que por su paso al rango de disciplina legitimadora de la construcción de la nación y la validación del Estado. En cambio, en las provincias otomanas, “incluso en la obra de Ibn Abi Diyâf1, la historia es un auxiliar de la religión, no una herramienta fundamental para la construcción nacional”, escribe Hannoum. En esos lugares, la construcción nacional se realizó sin separarse de la centralidad del islam.

A partir del siglo XVII, recuerda Hannoum, los dos regímenes presentes en Túnez y en Argelia eran percibidos como autónomos y negociaban como tales antes las potencias europeas. Los esfuerzos realizados más tarde para conceptualizar y describir la geografía y los límites del Magreb fueron obra de funcionarios, eruditos y agentes coloniales franceses. Luego de las independencias, gran cantidad de historiadores locales y nacionales siguieron adoptando modelos de relato escritos en francés y con resonancias coloniales: “De allí la triste comprobación de que el francés –y no el árabe– es la lengua para el estudio de la región, de su historia, su cultura, su población, e incluso su sexualidad íntima”.

Una invención cartográfica

Varias entradas respaldan la idea de la invención francesa del Magreb. La primera asocia la geografía con la cartografía. Los mapas son artefactos culturales producidos por el poder y por instituciones estatales: “Así como los Estados tienen el monopolio de la producción histórica, también tienen el monopolio de la producción cartográfica”. El mapa del Magreb es una representación gráfica producida por el poder colonial: “(…) el Magreb en sí mismo no solo es una creación colonial francesa, también es el producto y el terreno de la potencia colonial”.

Los cartógrafos europeos del siglo XVIII representaban una región llamada Berbería, a veces recortada en unidades distintas (reino de Marruecos, reino de Argel, reino de Túnez y reino de Trípoli), de la cual Egipto estaba excluido, al igual que el “África negra” (llamada “Nigricia”). Si bien la región no tardó hasta la década de 1830 en ser cartografiada, la ocupación de Argel y la anexión del país crearon una ruptura con los mapas previos. A medida que avanzaba la conquista, la presencia francesa en Argelia funcionó como un argumento para que Francia se estableciera también en Túnez, en perjuicio de Italia, y en Marruecos, en perjuicio de España.

Los mapas no tardaron en mostrar un África del Norte de la que fueron excluidos Libia –bajo influencia italiana– y Egipto –bajo influencia británica–, es decir, un África que se confunde con las posesiones francesas. Para Hannoum, “los atlas solo son mapas cuyos signos deben leerse y descifrarse (…)”. Expresan relaciones de fuerza, y la separación cartográfica entre África del Norte, África Occidental y África Oriental se basaba menos en rivalidades antropológicas locales que en rivalidades entre potencias coloniales.

Una visión parcial de la arqueología

La segunda entrada es la de la arqueología, definida como una de las disciplinas más importantes que contribuyó a la creación de las identidades nacionales modernas.

Con respecto a la atención dispensada a las ruinas antiguas en Argelia y en el Magreb, Hannoum indica que aunque el imaginario colonial francés englobaba tanto la historia islámica como la historia romana, la primera era considerada como “distinta”, mientras que la segunda era “nuestra”. La presencia de ruinas romanas en Argelia y el interés que suscitaron contribuyeron en la construcción de un relato que convirtió a Argelia en una extensión de Roma y, por identificación, de Francia. Privilegiando la arqueología romana, las investigaciones coloniales minimizaron los otros relatos: púnicos, árabes, islámicos o bereberes. Así, los árabes eran considerados como una población ilegítima porque provenían de Oriente, en una región que “históricamente” era occidental.

Hannoum elabora el concepto de Estado historiográfico (historiographic state). A partir de 1870, en Argelia se impuso un Estado colonial que no se contentó con producir los medios de conocer la colonia y gobernarla, sino que también transformó la colonia por medio de y gracias a ese mismo conocimiento. Desde entonces, la historia ocupó un lugar central como disciplina que legitimaba la soberanía colonial. Este dispositivo luego cobró mayor sofisticación gracias a instituciones fuertes, como la Universidad de Argelia, donde ejercieron figuras tan importantes como Stéphane Gsell o Fernand Braudel.

El Estado historiográfico transformó Argelia en territorio francés y creó las bases semánticas de la región llamada Magreb. El Estado historiográfico se diferencia del Estado etnográfico, que es la forma que cobró el poder en los primeros momentos de la conquista militar. Luego de 1870, el poder civil reemplazó al poder militar, y el Estado historiográfico sustituyó al Estado etnográfico. Los historiadores sustituyeron a los etnógrafos en las Oficinas Árabes y se convirtieron en agentes de la validación de la colonización por medio de los rastros del pasado. En otros términos, la historia –como suele ser el caso– se puso al servicio de las exigencias del presente.

Hannoum demuestra que esa preferencia por el pasado romano también se vulgarizó por intermedio de las guías turísticas: “Las guías turísticas del Magreb refuerzan la idea de que la región forma una sola unidad y que, sin embargo, a pesar de la distancia y la interrupción geográfica entre ella y Francia, constituye una continuación de la metrópolis, ligada a ella por lazos históricos.” Las ruinas de Volubilis, la “Pompeya marroquí”, conectaron a Marruecos con una latinidad de la que Francia se proclamaba heredera. Ese Magreb de tarjeta postal, hecho de imágenes de sitios arqueológicos, también cobró una forma literaria con los novelistas franceses, de Flaubert a Camus.

Lengua, raza y territorio

La tercera entrada está constituida por el tríptico lengua, raza y territorio. Las descripciones del Magreb, incluso hasta la actualidad, le han dado una importancia central a la distinción entre árabes y bereberes. Esta dicotomía se estableció en función de una base racial inspirada en la teoría de las razas de Arthur de Gobineau, que dominó Europa más allá del siglo XIX. Hannoum destaca que, luego de la conquista militar, los primeros visitantes de Argelia –entre los cuales estaban Alexis de Tocqueville y Louis-Adrien Berbrugger– no dejaron de recalcar la diversidad de su población.

Si bien Berbrugger veía en los habitantes de Argelia a los representantes de la única “raza semita”, admitía que esta última aparecía dotada de una variedad de componentes judíos, turcos, moros, kuluglis, bereberes y árabes. En cambio, según Hannoum, en la década siguiente, es decir, luego de 1850, la descripción de la diversidad racial desaparece de los relatos para darle lugar a una dicotomía que oponía árabes y bereberes. El origen de esa dicotomía se encuentra, según Hannoum, en las Oficinas Árabes, que operan una distinción neta entre árabes y bereberes, primero en Argelia y luego en Marruecos, con la instauración del Servicio de Asuntos Indígenas en reemplazo de las Oficinas Árabes.

Hannoum considera que la idea de levantar una barrera entre el árabe y el bereber, y de ver en el árabe una lengua alógena, difiere de una concepción más flexible de la lengua árabe, como la establecida por Ibn Khaldûn. Khaldûn distinguía dos categorías de lenguas: lisân (لسان) y lughât (لغة). La lughât es la lengua abstracta hablada y escrita por una generación. La lisân es la realización de la lughât, hablada actualmente por la población. Es la lengua de la práctica, viva y cambiante al pasar de generación en generación. Consciente de que la lengua era capaz de variar ante el contacto de locutores no arabohablantes, Ibn Jaldún tenía una concepción dinámica de la lengua.

Hannoum continúa: “El lingüista colonial construyó el bereber como una sola lengua que atraviesa África del Norte desde el centro de Marruecos hasta Libia. Pero las diferentes ‘lenguas bereberes’ son distintas entre sí, como el hebreo lo es del árabe, y el árabe del arameo.”

Según Hannoum, una nueva generación de orientalistas parece haber matizado el concepto de raza empleando el argumento de la lengua. Pero en el fondo, atan la lengua al concepto de raza para crear particularidades geográficas y culturales equivalentes a las antiguas jerarquizaciones raciales. El postulado colonial siguió siendo el de una pureza de la lengua –árabe o bereber– en consonancia con una pureza de la raza. En este sentido, la lengua árabe fue descrita como extranjera a Argelia, y por extensión, a África del Norte.

No es un detalle menor el que señala Hannoum cuando recuerda que Emilie-Félix Gautier, que fue el principal historiador de África del Norte entre las décadas de 1920-1930, no era ni arabista ni bereberista. Sin embargo, él fue quien impuso el nombre Magreb, reservándolo a las tres colonias francesas de Marruecos, Argelia y Túnez2. Gautier construyó una legitimidad que se remontaba a una época ancestral para justificar el recorte colonial entre el Magreb francés, la Libia italiana y el Levante británico. Dejó a un lado la historiografía árabe –a la cual solo tuvo acceso por medio de traducciones– so pretexto de que la consideraba ininteligible para una mente occidental, y se lanzó a reinterpretar la región haciendo hincapié en el papel de los bereberes y sus lazos con Europa. Hannoum explica que, según la lectura de Gautier, si bien los bereberes –aldeanos sedentarios– formaban parte “de los nuestros”, no lograron constituir una nación, impedidos en ese aspecto por las exacciones de los nómadas árabes.

Hannoum continúa su análisis crítico más allá de los autores franceses y europeos observando cómo los autores modernos africanos y/o de tradiciones musulmanas intentaron construir un relato alternativo. Y llega a la conclusión de que, provenientes de ámbitos tradicionalistas musulmanes, del nacionalismo árabe y de la “negritud”, con frecuencia invirtieron el relato colonial, aunque sin lograr modificarlo.

1Historiador vanguardista tunecino del siglo XIX.

2Emile-Félix Gautier, L’islamisation de l’Afrique du Nord. Les siècles obscurs du Maghreb, Payot, París, 1927.