Un hombre con los pies en el agua transporta colchones sobre la cabeza. Una mujer coloca lo que pudo salvar de sus cacerolas sobre una barca improvisada. Unos jóvenes intentan construir a las apuradas un dique de arena delante de casillas de adobe a medio destruir… Desde hace años, estás imágenes se han vuelto habituales en el Sahel. Recientemente, en las redes sociales incluso pudo verse el video de una camioneta 4x4 tirada por un cable, saliendo milagrosamente del agua, entre los vítores de la multitud.
Lejos de la imagen con la que se la asocia desde hace años, esta región –una sabana que se está volviendo cada vez más árida por el avance del desierto y donde falta todo, empezando por el agua– es devastada regularmente por violentas inundaciones. Ahora la lluvia, vital para millones de agricultores y ganaderos, ya no se espera con ansia. Al contrario. En las grandes ciudades en particular, se sabe con certeza que va a llegar, por lo general a fines del mes de agosto o a comienzos del mes de septiembre, y que va a provocar crecidas monumentales y trágicas inundaciones que causarán daños considerables y que cubrirán de luto a miles de familias. “Todos los años la misma historia, terminamos con los pies en el agua. ¿Qué le vamos a hacer?”, se lamenta Ali, un habitante del barrio de Lamordé, en Niamey, que a comienzos de septiembre fue invadido una vez más por las aguas del río Níger. Para limpiar su casa, Ali tuvo que enviar a su familia a vivir con unos amigos.
De Níger a Sudán
Este año, la capital nigerina se vio particularmente afectada. Tras la ruptura de un dique que no resistió la potencia de las aguas del río, varios barrios quedaron inundados, entre ellos los de la orilla derecha, donde se encuentra la universidad. Hasta el 7 de septiembre, en el conjunto del territorio nacional las autoridades habían contabilizado por lo menos 65 muertos (14 de ellos por ahogamiento), cerca de 32.000 casas derrumbadas, aproximadamente 330.000 damnificados y miles de hectáreas de cultivos devastadas.
Otro país particularmente golpeado este año: Sudán, donde según la Oficina para la coordinación de asuntos humanitarios de la ONU (OCHA) se han registrado un centenar de muertos, casi 71.000 casas destruidas y más de 720.000 personas damnificadas, atrapadas por fuertes lluvias (en el oeste) y por la crecida de las aguas del Nilo (en el este). Sudán decretó el estado de emergencia nacional por un período de tres meses y se estima que las inundaciones son las más importantes desde el año 1946. Según el gobierno, el nivel del Nilo alcanzó los 17,43 metros, o sea el nivel más elevado registrado en un siglo.
También se desataron lluvias torrenciales en Burkina Faso, donde para el 9 de septiembre se contabilizaron 13 muertos y se decretó el estado de catástrofe natural; en Nigeria, donde se registraron más de 30 muertos; en Chad, Mauritania e incluso Senegal. Dakar, la capital, se vio particularmente afectada: en un solo día, el 5 de septiembre, cayó más agua que durante los tres meses de una temporada de lluvias calificada como “normal”. Según la OCHA, las inundaciones que estas últimas semanas se registraron en África Occidental y en una parte de África Central afectaron a aproximadamente 760.000 personas.
Lo que hace diez años sorprendía a todo el mundo ahora ya no asombra a nadie. “Terminamos acostumbrándonos”, comenta Ali, el nigerino citado más arriba. “Ahora tenemos que convivir con esto.” En 2019, las lluvias torrenciales afectaron a más de un millón de personas en once países subsaharianos. En la mayoría de los países del Sahel, las inundaciones se han multiplicado estos últimos años, en particular en las grandes ciudades: Niamey en 2010, 20121, 2013, 2016, 2017; Uagadugú en 2009, 2012 y 2015…
El 1º de septiembre de 2009, en la capital burkinesa cayeron 263 milímetros de agua de lluvia en un período de 12 horas, algo jamás visto. Once años más tarde, los residentes de Uagadugú todavía lo recuerdan. Los diques de contención habían desbordado. Se inundaron cuarenta y cinco barrios, y hubo por lo menos 125.000 damnificados. “Con mi mujer apenas tuvimos tiempo de agarrar a nuestro nene y huir. Todo sucedió muy rápido. El agua subió hasta 1,50 metros. La casa se derrumbó”, contaba hace unos años Antoine, un sobreviviente que fue realojado lejos del centro de la ciudad por el gobierno. Ese mismo 1º de septiembre de 2009, en el norte de Níger se desató una lluvia extremadamente violenta en pleno desierto que provocó una crecida importante del uadi Teloua, que a su vez inundó la ciudad de Agadez y provocó inmensos daños (3 muertos, casi 80.000 damnificados, campos arrasados).
Calentamiento global y explosión demográfica
¿Cómo explicar que el agua cause tantos daños en una región que tiene la reputación de ser seca, y que está amenazada por el avance del desierto? Todo el mundo piensa evidentemente en el calentamiento global. “África Occidental sufre un calentamiento más pronunciado que en otras partes, con un aumento de 1,2 º Celsius en las últimas décadas, contra 0,7 º C en promedio. Y eso parece dar como resultado una intensificación de los episodios de lluvia”, constataba en 2016 el Instituto de Investigación para el Desarrollo (IRD, según sus siglas en francés). Esos episodios no son más frecuentes que en el pasado, sino más intensos, indica Luc Descroix, director de investigación en hidrología en el IRD y especialista del Sahel. “Desde 2005 hemos constatado que en el Sahel las lluvias caen con mayor intensidad que antes, y pensamos que está relacionado con el calentamiento global. Como en otras partes, eso provoca la multiplicación de lo que llamamos ‘episodios extremos’”.
“Esta intensificación del ciclo hidrológico está acorde con la teoría de Clausius-Clapeyron: una atmósfera más cálida contiene más vapor de agua y se vuelve más explosiva, afirmaban hace dos años muchos investigadores franceses. Eso se observó en otras regiones del mundo, pero el Sahel parece ser la región del continente africano donde es más manifiesto”. Los habitantes de la región también son víctimas de una doble condena que hacen que las cosechas se vuelvan más aleatorias debido a períodos de sequía más severos […] y aumente la frecuencia de las inundaciones”.
Suelos degradados que ya no absorben agua
Pero la multiplicación de las lluvias extremas no es lo único que explica las inundaciones de los últimos años, por lo menos en lo relativo a las crecidas de ríos como el Níger o el Nilo. Luc Descroix apunta otro factor, ligado al episodio de sequía que afectó fuertemente a la región en las décadas de 1970 y 1980: “En una extensión de 4 a 5 millones de km², la pluviometría experimentó un déficit del 15 al 35% durante 25 a 30 años, y a veces más. Ahora podemos considerar que ese período seco ha concluido, porque desde 1995 (1999 en el oeste de Sahel), la pluviometría anual recuperó el nivel y la irregularidad interanual del período 1900-1950, debiendo considerarse como húmedas las décadas de 1951-1970”, señala Luc Descroix en Processus et enjeux d’eau en Afrique de l’Ouest soudano-sahélienne (“Procesos y desafíos del agua en África Occidental sudano-saheliana”). “Durante ese período, los suelos se degradaron. Se suele decir que se ‘encostraron’. Así, a la sequía climática le sucedió una sequía edáfica (relacionada con el suelo). A partir de 1994, cuando volvieron las lluvias y se recuperó un nivel igual al de la década de 1940, los suelos ya no tenían la capacidad de absorber toda esa agua. Eso provocó la escorrentía, que a su vez causó crecidas importantes de los cursos de agua”.
Según Luc Descroix, el aumento de la escorrentía también está relacionado con la degradación del suelo debido a la agricultura. Según Descroix, el fuerte crecimiento demográfico observado a partir de la década de 1950 en Níger (se pasó de 3,2 millones de personas en 1960 a 15,5 millones en 2010) tuvo un impacto sobre la utilización de los suelos. La extensión de los cultivos y la disminución de los períodos de barbecho generaron un fuerte encostramiento de las superficies. “Cuando la densidad de la población a alimentar excede los 20 a 30 habitantes por km², dejan de respetarse los períodos de barbecho, que a la tierra le permiten recuperar sus propiedades iniciales, en particular las relativas a la infiltración de las aguas pluviales. Actualmente, la región tiene más de 100 habitantes por km², y el crecimiento demográfico se mantiene”, señalaba el IRD en 2016.
Calentamiento global, crecimiento demográfico: el margen de maniobra de los responsables políticos locales parece limitado. Sin embargo, varios investigadores denuncian su responsabilidad, o más bien, su irresponsabilidad. Tomemos el caso de Niamey. Desde luego, la capital nigerina, por su situación topográfica y debido al enarenamiento del lecho del río Níger observado desde hace unos años (provocado sobre todo por la desertificación y la deforestación) está particularmente expuesta al riesgo de inundación. Pero ese riesgo está exacerbado por un desarrollo urbano incontrolado y por la ausencia de infraestructuras de drenaje eficaces.
“En Niamey, las redes de evacuación de las aguas son inadecuadas, a veces incluso inexistentes, y eso ocurre en los barrios que sin embargo se sabe que son los más vulnerables”, constata Hamadou Issaka, responsable de investigación en el Instituto de Investigaciones en Ciencias Humanas (IRSH), en Niamey. “Además, la gente se instala en zonas inundables, y las autoridades les dejan hacerlo a pesar de que conocen los riesgos que eso implica.” Ese hábito se adoptó durante el período de sequía, cuando se creía que el río nunca recuperaría su nivel de antaño.
Sin embargo, el investigador nigerino rechaza la noción de “urbanización anárquica”. “Las zonas inundables son conocidas y están cartografiadas”, dice Issaka, pero los poderes públicos y los jefes tradicionales “no hacen nada” cuando la gente se instala allí. En un estudio publicado en 2009, Issaka recordaba que “los sectores inundables son zonas donde acceder a la parcela resulta fácil para los necesitados por el hecho de que los terrenos no son codiciados por los ricos”. Issaka citaba en particular a un jefe de barrio de la capital que explicaba la situación de este modo2: “En este barrio, las inundaciones suceden casi cada siete años y a veces derrumban casas. Todo esto está impulsado por el hecho de que la gente está cansada de alquilar casas en la ciudad. Las personas vienen aunque les advertimos que la zona es inundable, pero dicen que no hay problema, que lo esencial es encontrar un terreno para construir un refugio”.
“Cuando desalojamos a la gente…”
Las personas que viven en zonas inundables son desplazadas regularmente por los poderes públicos. Pero como señala un exministro de Interior nigerino que solicitó mantener el anonimato, “cuando desalojamos a la gente se generan fuertes tensiones, porque no quieren que los reubiquemos en otro lado”. “Algunos son realojados, pero vuelven, a pesar del riesgo de perder todo”, constata Luc Descroix. Asimismo, los gobiernos de varios países –Níger, Senegal y Burkina Faso, en particular– implementaron proyectos que en muchos casos contaron con apoyo económico y técnico de los donantes de la OCHA, para quienes el problema pasó a ser una prioridad. “Se han realizado esfuerzos bastante considerables de anticipación y de preparación ante las emergencias”, indicaba recientemente Julie Bélanger, directora de la OCHA en África Central y Occidental. Pero también admitía que faltaban recursos y “tal vez” una real voluntad de los gobiernos para convertir el asunto en una prioridad absoluta.
Tras las últimas inundaciones, en Senegal se generó una polémica. Varios damnificados recordaron las promesas del gobierno: ¿qué pasó con las canalizaciones anunciadas durante la última campaña electoral por el presidente Macky Sall, casi inexistentes hoy en día? ¿Y con el saneamiento de las zonas inundables? ¿Y con los 766.000 millones de francos CFA (más de 1.160 millones de euros) atribuidos en 2012 al Programa decenal de lucha contra las inundaciones?
En Níger, las autoridades anunciaron la creación de un fondo de 372.000 millones de francos CFA (más de 576 millones de euros) destinado no solo a realojar a los damnificados y ofrecerles ayuda alimentaria, sino también a obras de saneamiento, así como a diques en Niamey y en muchas otras ciudades del país. “Es algo bueno, pero llega un poco tarde. El problema no es nuevo”, se lamenta Ali, el damnificado del barrio de Lamordé. Este profesor recuerda que el día en que luchaba junto con sus vecinos contra las aguas del río, el presidente nigerino Mahamadou Issoufu recibía con gran pompa a los jefes de Estado de la subregión en el marco de una enésima cumbre de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO). Mientras en toda la ciudad sonaban las sirenas, la entrada de los hoteles de lujo inaugurados estos últimos años en la capital –y de los que se enorgullecen los partidarios de Issoufu– lucían impecables alfombras rojas. “Con el dinero que se utilizó para construir esos hoteles o el nuevo aeropuerto, ¿cuántas cunetas podríamos haber construido o limpiado en la ciudad, y cuántos diques realmente sólidos podrían haberse edificado?”, se lamenta Ali. La pregunta vale para todo el conjunto de los países del Sahel.
1En agosto de ese año, el río Níger tiene un caudal de cerca de 2.500 m³ por segundo, o sea el nivel más alto que se haya medido desde 1929. Los daños son considerables. Se registran 80 muertos.
2Hamadou Issaka y Dominique Badariotti, « Les inondations à Niamey, enjeux autour d’un phénomène complexe », Les Cahiers d’outre-mer, n° 263, julio-septiembre de 2013.