Periodismo

Corresponsal en Palestina. “El objetivo es dejarnos fuera de acción”

Ciento tres periodistas palestinos muertos en Gaza, prohibición de Al-Jazeera: Israel dista de ser un paraíso para las voces críticas, lo demuestra la caída de su nota en la clasificación de la libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras. En los medios de comunicación de Europa, el discurso dominante suele excluir del campo político a los palestinos. ¿Cómo escribir sobre Palestina desde Jerusalén? Observaciones de una reportera francesa con cinco años de labor en el lugar.

29 Noviembre 2023. Un soldado israelí apunta tras un muro mientras unos periodistas cubren su patrulla en el campo de refugiados de Yenín, en la Cisjordania ocupada.
Zain Jaafar/AFP

Desde hace más de siete meses, los periodistas que trabajan sobre Gaza están privados de acceso al terreno. El Estado israelí les prohíbe a los medios de comunicación extranjeros visitar el enclave palestino, considerado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como un territorio ocupado por Israel, incluso después del retiro unilateral dispuesto en 2005 por el entonces primer ministro, Ariel Sharón.

Cualquiera que haya visitado Gaza no tiene dudas sobre la realidad de la ocupación. No había soldados ni colonos israelíes en los cruces de rutas, pero Israel controlaba los cielos. El zumbido de los drones resonaba permanentemente y era aún más fastidioso durante la noche por los vuelos a baja altura. Los pescadores gazatíes que intentaban aventurarse más allá del perímetro constantemente modificado que autorizaba el ejército recibían disparos de la marina israelí. Y los agricultores corrían el riesgo de ser alcanzados por un balazo si se acercaban demasiado a la barrera que separa Gaza del territorio israelí. Desde el 9 de octubre, el enclave está aislado del mundo por Israel, que deja entrar una ínfima parte de una ayuda humanitaria que resulta totalmente insuficiente.

En Erez, inspección minuciosa y con frecuencia humillante

Antes de octubre de 2023, los periodistas eran unos de los pocos que podían visitar Gaza, bajo bloqueo israelí desde 2007. Era necesario contar con una tarjeta de prensa israelí, expedida por la oficina gubernamental de prensa, que, a veces, antes de la entrega en mano del precioso documento, convocaba a los reporteros cuyo trabajo no apreciaba demasiado para una “conversación”. También se necesitaba obtener un permiso de Hamás. Un reportaje realizado demasiado cerca de las rejas que separan Gaza de Israel sin haber solicitado previamente su autorización me valió algunas invitaciones a tomar un café en el Ministerio de Interior de Gaza. En el enclave palestino teníamos que estar acompañados sistemáticamente por un guía: un periodista gazatí que nos abría las puertas gracias a sus contactos.

Así que ir a Gaza era costoso. Por lo general, la estadía duraba varios días, para realizar una serie de reportajes. La terminal de Erez, punto de paso entre Israel y Gaza, solo estaba abierta durante la semana hasta las 15 horas, y cerraba durante las fiestas judías. Al regresar, los periodistas sufrían una inspección minuciosa y con frecuencia humillante: los soldados israelíes nos daban órdenes por intercomunicador desde lo alto de sus oficinas vidriadas. Abajo, con nosotros, todos los empleados del puesto de control eran árabes. Los palestinos la pasaban peor aún. Muchos de ellos además estaban enfermos, porque era uno de los pocos motivos que justificaba obtener un permiso de salida por Erez. He visto con mis propios ojos cómo obligaron a una señora mayor en silla de ruedas a pasar de pie por un molinete, sostenida por los empleados de la terminal. Después de pasar el control, nos devolvían nuestras pertenencias todas desparramadas. Algunos recibían los materiales rotos o descubrían que les habían robado productos de belleza.

Una cobertura incorpórea

No es la primera vez que Israel bombardea a puertas cerradas. Desde que llegué a Jerusalén, en 2018, cada vez que una operación militar dura más de unas horas, Erez se cierra. Pero lo inusual, en cambio, es la duración. Siete meses. Mi última visita a Gaza se remonta a junio de 2023. Por primera vez, tenía un poco de tiempo. Estaba realizando un reportaje sobre la cooperación cultural, y contrariamente a mis últimas visitas de mayo de 2021 y agosto de 2022, el enclave vivía un período de relativa calma.

En la cornisa habían abierto muchos restaurantes y cafés. En el hotel Deira, frente al mar, había estudiantes que festejaban la obtención de su diploma de maestría. Se reían y bailaban al ritmo de los éxitos egipcios de moda. Durante la mañana, resonaban en la playa los pitidos de los profesores de natación, que enviaban a tropas de niños de pantalón corto y camiseta a hacerles frente a las pequeñas olas del Mediterráneo. El mar estaba limpio desde hacía un año, gracias a obras de infraestructura financiadas por los donantes internacionales. Recuerdos que contrastan violentamente con las imágenes que llegan actualmente de Gaza… Solos en el terreno, los periodistas palestinos ahora llevan adelante una documentación minuciosa en condiciones dantescas, a veces pagando con su propia vida por ese trabajo esencial.

Una parte de mí no toma dimensión de la magnitud de la devastación. La distancia vuelve menos tangibles algunas realidades. Ese es el objetivo: mantenernos fuera de acción. Que no sintamos, que no vivamos en carne propia el horror de las masacres israelíes en Gaza. A pesar de todos los esfuerzos desplegados, nuestra escritura es incorpórea. Hay hechos que no vemos. Desde hace meses, estamos desbordados de relatos terribles y nos falta tiempo para confirmar y documentar todo. A veces la información se verifica más tarde, cuando la maquinaria mediática ya pasó a otra cosa. Otras veces es imposible abordar algunos temas por teléfono y en pocos minutos. ¿Qué padre le contaría a una desconocida del otro lado del teléfono lo que siente después de haber enterrado el cuerpo despedazado de su hijo? El mes pasado, un amigo gazatí que salió del enclave me dijo: “Lo que veo en los medios de comunicación no refleja ni un décimo de lo que hemos vivido”.

Las bombas israelíes, fuera de cuadro

Esta distancia crea un desequilibrio. Después del 7 de octubre, Israel se llenó de enviados especiales de todo el mundo que venían a cubrir los crímenes de Hamás y de los combatientes palestinos en los kibutz. Durante largas horas, entrevistaron a sobrevivientes, fotografiaron los lugares y compilaron recuerdos. Transmitían sin parar en directo desde Tel Aviv, bajo el fuego de los cohetes palestinos. A falta de periodistas extranjeros en el lugar, las bombas israelíes quedaban fuera de cuadro en la mayoría de los casos, incluso cuando mataban en pocos segundos a toda una familia. Ninguna pantalla occidental dio cuenta del ruido, el temor y el humo de las explosiones en el enclave palestino.

Pero sí las del mundo árabe. Porque las imágenes existen: nuestros colegas palestinos realizan un trabajo notable. Muchas de las imágenes son atroces y alimentan gran parte de nuestros artículos. Esos periodistas son nuestros ojos y nuestras orejas en el lugar, los únicos testigos de las masacres en curso. Tienen un coraje inmenso y deberían ser convocados con mayor frecuencia por los medios de comunicación occidentales. El descrédito que algunos intentan atribuirle a su trabajo, con el pretexto de que son gazatíes, debería ser denunciado con toda la fuerza.

Porque los palestinos documentan con precisión su propia historia. Sin embargo, esa historia recién sale a la luz cuando otros, no palestinos, la toman para analizarla. Así, los relatos de la Nakba (“la catástrofe”, el éxodo de 900.000 palestinos antes y después de la creación de Israel, en 1948) recién surgieron después del trabajo de los “nuevos historiadores” israelíes, que, en la década de 1980, desempolvaron documentos israelíes y británicos de la época. Los palestinos ya habían compilado los relatos de los refugiados mucho tiempo antes, sin generar la misma repercusión.

Un análisis “listo para usar”

Del mismo modo, para documentar lo que pasa en Israel y en los territorios palestinos ocupados, los medios de comunicación occidentales se apoyan mucho en las fuentes israelíes: políticas, mediáticas o de seguridad. En Israel, la prensa escrita es relativamente libre, aunque está muy orientada, salvo algunas publicaciones, como el periódico Haaretz. Se accede fácilmente a los periódicos israelíes: una parte está traducida al inglés. Pero no ocurre así con los periódicos palestinos. En inglés, el canal de televisión catarí Al-Jazeera es el más exhaustivo. Actualmente, su cobertura de Gaza es única, con reporteros en casi todos lados y una amplia variedad de fuentes. No es un canal local, pero nació con la voluntad de colocar la cuestión palestina en el centro de su cobertura. Su presencia en Israel está cuestionada: el pasado 1º de abril, el parlamento israelí votó una ley que permite prohibir la difusión en Israel de medios de comunicación extranjeros que atenten contra la seguridad del Estado, algo que el gobierno israelí acaba de hacer con Al-Jazeera. Los otros medios están en árabe, como Arab 48, el periódico en línea de los palestinos ciudadanos de Israel, uno de los pocos que cubre la actualidad israelí y palestina con análisis y noticias fácticas.

De manera general, encontrar información del lado israelí es relativamente fácil: a través de un sitio de internet se puede acceder a los números de teléfono de los responsables y voceros gubernamentales. La oficina gubernamental de prensa publica fragmentos de discursos de los responsables políticos y organiza viajes temáticos por Israel y las colonias. Otros organismos proponen visitas de terreno para periodistas extranjeros y videoconferencias en inglés con investigadores, profesores y exresponsables del ejército.

En medio de la urgencia mediática, cuando hay que entregar un artículo en dos horas, recoger un análisis “listo para usar” sobre un hecho que acaba de ocurrir es, desde luego, muy práctico. Cuando llegué al país, uno de los primeros correos electrónicos que recibí era de la organización Israel Project1, que hoy ya no existe. En aquel entonces, ese lobby ponía en contacto a los periodistas con todo tipo de expertos y de responsables políticos. Israel Project organizaba veladas de “whisky y sufganiá” (buñuelos que se comen durante la fiesta judía de Janucá) y también hacía visitas por el país. En una época, las visitas se hacían en helicóptero para “comprender la geografía de Israel”, un país que sin embargo es mucho más pequeño que Francia.

La crónica de los muertos palestinos, en la indiferencia del mundo

Antes del 7 de octubre, la comunidad internacional había aceptado la marginación de la cuestión palestina orquestada por Israel. A las redacciones periodísticas les interesaban más las manifestaciones multitudinarias que desde comienzos de 2023 sacudían a Israel. Pocos medios hablaban de la feroz represión del ejército israelí en Cisjordania tras una serie de atentados en Israel en la primavera boreal de 2022 y el surgimiento de focos de resistencia en diferentes ciudades, como Nablus y Yenín. En junio de 2023, cubrí durante algunas semanas el asesinato por un francotirador israelí de un niño de dos años y medio, Mohamed Tamimi, delante de su casa, en Nabi Saleh, en el centro de Cisjordania. Otro joven palestino, Omar Jabara, había muerto de una bala en el pecho disparada por la policía israelí mientras intentaba defender su pueblo, Turmus Ayya, en los alrededores de Ramala, de un ataque de colonos particularmente violentos. Mi trabajo consistía en llevar la crónica de los muertos palestinos, en la indiferencia del mundo. La cantidad de muertos alcanzaba niveles inusitados. Sin embargo, en el día a día, algunas muertes pasaban en silencio y no generaban ninguna reacción en masa.

El relato mediático sobre Palestina, probablemente uno de los más meticulosamente examinados, está conformado por lugares comunes que distorsionan la realidad del terreno. Después de unas lecturas y de pasar algunas semanas en Jerusalén, parece evidente que describir la situación como “un conflicto entre dos partes” es totalmente inoperante. Lo que existe, de hecho, es una situación colonial, con un Estado colono y un pueblo colonizado, privado de su derecho a la autodeterminación. ¿Qué significa entonces el concepto de “coexistencia” para la propia sociedad israelí, si hay ONG israelíes e internacionales que han documentado una situación de apartheid?

Estas últimas semanas, el relato en torno a Gaza tiende a concentrarse en la cuestión humanitaria. En lugar de darles la palabra a los palestinos, invitan a los estudios de televisión a trabajadores de ONG para que le respondan al ejército israelí. Los palestinos son abstracciones, están despolitizados. Hacerse eco de su voz, volver a colocarlos en el centro del relato y darles importancia implica ser acusado de militante: una forma de desacreditar el trabajo realizado, presentado como irremediablemente parcial y fuera del marco de “la objetividad periodística”.

Un trabajo bajo presión

Cuando se visita el terreno, algunos sesgos se vuelven evidentes. Así, según el relato mediático dominante, desde hace décadas que los palestinos “mueren” o “perecen”, mientras que los israelíes son “asesinados”. En 2021, mientras multitudes de jóvenes con pasaporte israelí tomaban la calle, a veces violentamente, para afirmar su identidad palestina, en todos lados los describían como “árabes israelíes”. Pero ellos se percibían como “palestinos ciudadanos de Israel”. Así es como lo he escrito en mis artículos, porque esa denominación contiene una reivindicación identitaria, la de ser palestino. Israel la percibe como una amenaza, y generó una avalancha de reacciones indignadas en mi contra, incluida una serie de tuits de un representante de las autoridades israelíes. Sin embargo, ¿quiénes son ese 20% de los israelíes, si no los descendientes de palestinos que se quedaron en sus tierras después de la Nakba y que de esa manera obtuvieron la ciudadanía israelí?

En una torre del sur de Jerusalén, un ejército de empleados de la oficina gubernamental de prensa israelí revisa minuciosamente las producciones de los medios internacionales sobre Israel, en su lengua original. Luego, uno de sus representantes se queja de la utilización de tal o cual término, denuncia una “falta de ética periodística” o cuestiona la información, a veces en X (ex Twitter), otras directamente por correo electrónico, y no siempre se dirige al periodista sino directamente a su jerarquía. En 2018, la embajadora de Israel en Francia solicitó por escrito a la dirección de France Télévisions la suspensión de la difusión de un reportaje del programa Envoyé spécial (“Enviado especial”) sobre los miles de manifestantes heridos de bala por francotiradores israelíes a lo largo de la barrera que separa Israel de la Franja de Gaza durante la “marcha del retorno”. Sin embargo, el canal de televisión público no cedió.

Este trabajo de vigilancia también lo realizan sitios de internet que publican artículos contra reportajes y análisis sobre Israel. En Estados Unidos, los más importantes son Canary Mission y Camera. En Francia, a una escala mucho más modesta, el sitio web InfoEquitable, del periodista Clément Weill-Raynal, de France Télévisions, analiza las producciones de los medios francófonos. Esas presiones tienen consecuencias. Algunas redacciones ceden, modifican la información o, la vez siguiente, simplemente se abstienen. También a veces impera, de manera inconsciente, la autocensura.

La presión se extendió a los universitarios y las organizaciones humanitarias. Muchas veces, tras un artículo acerca de Gaza publicado en internet, algunos escriben: “¿Y los prisioneros?”. Un llamado a la simetría, como si los sufrimientos de los palestinos debieran constantemente ser equiparados a los sufrimientos de los israelíes. Esta pregunta se hace eco de otra, que muchos israelíes me formulan desde hace cinco años: “¿Por qué no escribe sobre Sudán o el genocidio uigur?” Como si los crímenes cometidos en otros lugares desagraviaran los crímenes cometidos aquí. Yo les respondo: “Elegí trabajar en Jerusalén, ese es el lugar del que hablo”.

1Leer Alain Gresh, “Propagande et désinformation à l’israélienne I”, Nouvelles d’Orient, 13 de enero de 2010.