Crisis política

Túnez. Un giro inevitable pero peligroso

Para patear el tablero y otorgarse plenos poderes, Kais Saied hizo referencia a un “peligro inminente” que amenazaba al Estado. Si bien es un peligro presumible dada la situación del país, la decisión tomada por el presidente de la República resulta hasta el momento muy imprecisa, y sobre todo riesgosa.

Túnez, 26 de julio 2021. Las multitudes se arremolinan en torno al presidente tunecino Kais Saied, un día después de que anunciara la congelación de las actividades del Parlamento y la toma de posesión del Ejecutivo.
Presidencia de la República de Túnez/AFP

¿“Golpe de Estado”? ¿“Golpe de Estado popular”? ¿“Golpe de fuerza constitucional”? ¿Aplicación justificada de la Constitución? Desde el 25 de julio de 2021, la controversia hace furor. Tras una importante jornada de protestas en todo el país contra el gobierno y a veces también contra el partido islamoconservador Ennahda, el presidente tunecino Kais Saied finalmente lanzó el “misil” con el que desde hace varios meses venía amenazando a la clase política: activó el artículo 80, que lo autoriza a tomar todas “las medidas necesarias” para enfrentar un “peligro inminente”. Saied tomó el mando del poder ejecutivo en solitario y destituyó al primer ministro, anunció que él mismo elegiría al próximo, congeló las actividades del Parlamento por 30 días y suspendió la inmunidad de los diputados. En pocas palabras, concentró todos los poderes.

Para el principal adversario del gobierno, el partido Ennahda, las cosas son claras: se trata de un “golpe de Estado ilegal e inconstitucional” y “Kais Saied colaboró con fuerzas no democráticas para avasallar los derechos constitucionales de los representantes electos y remplazarlos por miembros de su propia camarilla”. Pero el presidente cuenta con un fuerte apoyo popular: según las encuestas, el 87% de los tunecinos respalda su demostración de fuerza. Lo ven como al salvador del país. Resulta difícil plasmar la complejidad de la situación entre esas dos posiciones, pero vale la pena intentar el ejercicio.

Una cuestión más política que jurídica

Los juristas defienden, no sin argumentos, que Kais Saied se extralimitó en las prerrogativas que le otorga la Constitución, al menos en dos aspectos. En primer lugar, pasó por alto la consulta previa a la Corte Constitucional, que no pudo efectuarse porque ese órgano todavía no ha sido constituido. Aunque esa consulta es una obligación formal, la laguna podría volver inaplicable el recurso al artículo 80. En segundo lugar, la suspensión del Parlamento contraviene una disposición inequívoca de ese artículo que prevé que la asamblea legislativa continuará en sesión permanente durante la vigencia de las medidas excepcionales.

Por otra parte, la garantía que ofrece la posibilidad de que, pasado un plazo de treinta días, el presidente del Parlamento o los dos tercios de los parlamentarios recurran a la Corte Constitucional para “verificar si perduran las circunstancias excepcionales” es impracticable dada la inexistencia de ese órgano jurisdiccional. Kais Saied será entonces el único juez que determinará en qué momento la situación permitirá un regreso al derecho ordinario. El jefe de Estado que se jacta de su competencia como constitucionalista es justamente quien rompió todas las barreras preventivas.

“Golpe de Estado” o no, es una controversia que nunca podrá ser zanjada. Cuando el orden público está bajo amenaza, hasta los regímenes liberales, donde el derecho sustituye a la fuerza, integran en sus disposiciones constitucionales un pequeño lado oscuro donde el soberano puede liberarse de todas las reglas. Por supuesto, esos dispositivos están regulados, pero según el adagio del filósofo Carl Schmitt, teórico del estado de excepción, “la necesidad no tiene ley”. En otras palabras, las apreciaciones jurídicas desaparecen frente al imperativo de la supervivencia del Estado. Sin duda el debate aportará material para jugosas discusiones académicas entre juristas, pero la verdadera cuestión es política y se plantea en dos etapas. En primer lugar, ¿cuál es el peligro que obliga a recurrir al estado de excepción y en qué medida esa acción puede aportar una solución? Y luego, ¿qué rumbo tomará el ejercicio del poder?

Un consenso transaccional

En vísperas del 25 de julio, Túnez acumulaba tantos peligros que en el horizonte empezaba a dibujarse la posibilidad de convertirse en un Estado fallido. Se habla mucho del papel de Kais Saied en el bloqueo de la acción del gobierno durante estos últimos meses, de su negativa a transigir con la mayoría parlamentaria y de su respaldo a la reforma efectuada en enero de 2021 por el ex primer ministro Hichem Mechichi, a quien él mismo había nombrado. Pero la crisis política tiene raíces más antiguas. Justamente, para el presidente Saied, una de las causas del problema es el carácter “transaccional” de la transición.

Para evitar el regreso a una dictadura autocrática o parlamentaria, la Constitución dividió los poderes y, en cierto modo, constitucionalizó la obligación del consenso. Pero desde entonces, lo que prevaleció, en lugar de un consenso que trascendiera los intereses particulares, es una versión “mercantil” del consenso, donde todos quisieron maximizar los beneficios. Así se instauró un toma y daca entre Ennahda, en busca de integración y de seguridad, y las antiguas elites otrora representadas por el partido Nidaa Tounes y su líder Béji Caïd Essebsi, que intentaban reciclarse y protegerse. Ese “consenso” nunca ha estado al servicio de un proyecto de transformación del modelo económico, porque ninguna fuerza política tiene un proyecto en ese sentido. Ni siquiera permitió implementar las “recomendaciones” de los acreedores, cada vez más impacientes.

Resultado: todo cambió para que nada cambiara. La economía rentista, que reserva a algunas familias los negocios más lucrativos, los créditos y las autorizaciones de actividades económicas, no hizo más que consolidarse. Antes de 2011, ese modelo económico era servidor del poder político. Ahora pasó a ser su amo. A falta de poder mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los tunecinos, los gobiernos sucesivos solo compraron la paz social y se tragaron el financiamiento internacional que debía sustentar las reformas, mientras la administración era incapaz de ejecutar los proyectos de inversión, a tal punto que nunca llegaron a desembolsarse miles de millones de dólares de financiamiento extranjero.

La degradación de la situación económica, que se tradujo en el desplome de la nota soberana de Túnez, ahora en el umbral del riesgo último de cesación de pagos, es el resultado de esta década de parálisis. Los acreedores comienzan a dudar seriamente de la capacidad de los gobiernos para ejecutar el plan de reformas exigido por el Fondo Monetario Internacional (FMI) como condición para financiar su funcionamiento.

A eso se le suma la catástrofe sanitaria, que se materializó de una manera trágica en la vida de los tunecinos, con la decadencia de los servicios públicos, la improvisación y la desidia –por no decir la incompetencia– de los gobernantes, y la esterilidad de las disputas entre los partidos políticos, cristalizada en una lamentable actividad parlamentaria. También destapó una larga acumulación de indignación que funcionó como combustible de las manifestaciones y como preludio del golpe político de Kais Saied.

El peligro inminente estaba ahí, en el desplome moral, social, financiero e institucional del país. Esa situación de “crisis orgánica” constituyó un “momento cesarista” por excelencia, propicio para que apareciera un líder con la misión de volver a fundar un orden político en decadencia. Kais Saied era el candidato para la función de César y, a pesar de sus debilidades, logró atravesar el Rubicón y abrir un camino donde antes del 25 de julio solo había un callejón sin salida.

Un apoyo popular indiscutible

Para muchos tunecinos, el pasaje al acto fue vivido como una liberación. El alborozo popular que sucedió al anuncio de Kais Saied trascendió las pertenencias sociales y las sensibilidades ideológicas, y es insoslayable desde un punto de vista democrático. Como en las horas y los días posteriores al 13 de octubre de 2019, cuando Kais Saied fue electo con el 73% de los votos, se ha expresado un sentimiento de alivio y de esperanza de una regeneración colectiva.

Independientemente de lo que pueda proponer de manera concreta, Kais Saied liberó una capacidad de movilización, de vigilancia y de propuesta totalmente opuesta a la apatía que había reinado antes del 25 de julio. Un ejemplo de esta transformación subjetiva, entre otros, es el punto de vista del presidente de la asociación de defensa del consumidor: “El Túnez de antes del 25 no es el Túnez de después. Todos los que chocaban contra la pared cuando querían cambiar las cosas van a poder avanzar. Los que dormían mal van a dormir mejor, todo el mundo va a poder ponerse a trabajar”.

Por el contrario, los intentos precipitados, a partir del lunes 26 de julio, de alcaldes y de responsables de administraciones para hacer desaparecer los expedientes comprometedores dice mucho sobre la amenaza que representa el cambio político del 25 de julio para la corrupción endémica. En una declaración que le exigía garantías democráticas a Kais Saied principalmente en materia de independencia de la justicia, la Asociación de Magistrados tunecinos recuerda que “desde la revolución, ni la transición democrática ni los gobiernos sucesivos han logrado satisfacer las aspiraciones auténticas del pueblo” para poner al sistema judicial en conformidad con la Constitución y consumar la independencia de la justicia, y en cambio “atentaron contra los principios constitucionales relativos a la transparencia y la rendición de cuentas en la lucha contra la corrupción”.

En este contexto, la solicitud de un “regreso rápido al funcionamiento normal de las instituciones democráticas”, leitmotiv de las declaraciones de las cancillerías occidentales, genera malestar en la mayoría de los tunecinos, que consideran que justamente allí se encuentra la causa de su desesperanza. Ese legalismo miope elude totalmente lo esencial: el regreso al statu quo implicaría el regreso a las mismas causas de la crisis.

Y ahora, ¿qué hacer?

¿Kais Saied tiene soluciones para aportar? Todavía es demasiado pronto para saberlo. Entre sus primeras incursiones en el campo económico, apeló al deber moral de comerciantes y de farmacéuticos para bajar los precios y aligerar la carga sobre el bolsillo de los tunecinos. Pero no empleó las herramientas técnicas de políticas públicas que permitirían lograrlo.

De un modo más general, ¿quiénes integrarán su círculo de allegados para implementar un proyecto económico, y con qué visión? ¿Cómo espera volver a ganarse la confianza de los acreedores? ¿Cómo negociará con las instituciones financieras internacionales? ¿Cómo impedirá la fuga de capitales que ya ha comenzado? ¿Cómo espera reformar un Estado enquistado en su burocracia? En su discurso del domingo 25 de julio, Saied se refirió a su proyecto de “inversión de la pirámide del poder”. Es difícil imaginar que los partidos políticos –a los que Saied ignora desde que activó el artículo 80– sean capaces de sellar su propia ruina votando en el Parlamento ese proyecto. ¿Saied espera hacerlo adoptar por referéndum, liberándose abiertamente de los procedimientos previstos por la Constitución en nombre de una legitimidad revolucionaria? ¿Cuánto tardará en terminar esos trabajos hercúleos? Sin duda más de treinta días.

El riesgo autoritario

Al atacar intereses económicos y políticos bien instalados, el presidente generará inevitablemente resistencia e intrigas. ¿Cómo les hará frente? ¿Y cuándo llegará el probable momento de “resaca” popular, de decepción? ¿Cómo canalizará ese enojo? Es la segunda parte de la respuesta. A pesar del indiscutible apoyo popular del que goza Saied, ¿cuál será el efecto del tiempo y de las dinámicas políticas sobre su poder personal? Como en el caso de la guerra, es más fácil entrar en el estado de excepción que salir de él. Una vez que se han probado las facilidades del ejercicio del poder sin límites, es difícil renunciar a él cuando comienzan las dificultades reales.

Es inconcebible que un hombre solo aferrado a las fuerzas armadas se rectifique tomando una trayectoria democrática. Es cierto que Kais Saied no es el presidente egipcio Abdel Fattah al-Sisi, puro resultado de unas fuerzas armadas con control sobre todos los intereses económicos y dispuestas a ejecutar a miles de manifestantes. Pero el apoyo a su demostración de fuerza por parte de países árabes como Egipto, Arabia Saudita o los Emiratos Árabes Unidos no es anodino. Al lanzarse a la aventura mientras el país está al borde de la cesación de pagos, el jefe de Estado se mueve en un campo de fuerzas geopolíticas en plena reconfiguración. ¿Argelia dejará que Egipto ejerza influencia en el Magreb? ¿Estados Unidos condicionará el mantenimiento de su ayuda a la continuación del proceso democrático? ¿Y dejará que Riad apoye un cambio potencialmente autoritario en el único país que sirve como ejemplo de democracia en el mundo árabe?

Una de las paradojas de Kais Saied, que Michael Ayari ya había señalado en un informe del International Crisis Group en marzo de 2020, es que su discurso cuenta con adhesión en un espectro muy amplio de la opinión pública. En un extremo, resuena en una parte muy plebeya de la sociedad, excluida tanto por el modelo económico como por la democracia representativa. En el otro extremo, responde a la demanda de restauración de un Estado vaciado de infiltraciones partidarias planteada por los nostálgicos desturianos del antiguo régimen. Por cierto, la dirigente Abir Moussi, del Partido Desturiano Libre, que reivindica la figura de Zine El Abidine Ben Ali, declaró que la operación de Kais Saied era idéntica a lo que ella proponía. Ambos extremos convergen para convertir al partido Ennahda en el chivo expiatorio de la crisis: unos lo acusan de haber “robado” la revolución; otros, de haber “robado” el Estado. Entre los apoyos de Kais Saied se expresan sin ambages posiciones violentamente hostiles a Ennahda que recuerdan los peores momentos de la “política erradicadora” de Ben Ali, antes de 2011. Así que el presidente posee al mismo tiempo una cuota de legitimidad “revolucionaria” y una cuota de legitimidad “contrarrevolucionaria”.

¿Hasta qué punto esa última dimensión influirá en su derrotero? ¿Esa convergencia está destinada a durar en el tiempo, o por el contrario, se quebrará? Y en ese caso, ¿cuál será su costo político, y cómo reaccionará Saied? Continuando con la referencia al cesarismo, Antonio Gramsci decía que podía cobrar dos formas: “una progresista y otra regresiva. En el primer caso, el equilibrio se resuelve en favor de fuerzas que conducen a la formación social hacia un grado de civilización superior; en el segundo, el control lo toma la restauración”. Por el momento, aún es demasiado pronto para zanjar la ambivalencia.

¿Kais Saied cuenta con los medios para ser un salvador? ¿Sabrá evitar convertirse en un tirano? El Túnez de 2021 no es el de 1987, cuando Ben Ali sucedió a Habib Burguiba a la cabeza de un régimen autoritario bien pulido. Aunque tenga disfunciones, la joven democracia tunecina transformó las prácticas y las expectativas, permitió que la sociedad civil estructurada e influyente se desarrollara, y acostumbró a gran parte de la población a no permitir que la despojen de sus derechos ni de su dignidad. Pero una nueva decepción tras la esperanza que suscita Kais Saied tendría un costo político terrible.