Una secuencia que –desafortunadamente– se ha vuelto habitual en Francia. El jueves 11 de febrero de 2021, la editorial Gallimard publica el nuevo ensayo de Gilles Kepel, Le Prophète et la pandémie. Du Moyen-Orient au jihadisme d’atmosphère [“El profeta y la pandemia. De Oriente Medio al yihadismo ambiente”], que fustiga entre otras cosas a los “islamoizquierdistas”, decoloniales y otros interseccionales “que están en el candelero universitario y prohíben cualquier enfoque crítico del fenómeno islámico”.
El mismo día, la televisión pública francesa organiza a una hora de mucha audiencia una confrontación entre el ministro de Interior, Gérard Darmanin, y la jefa de la extrema derecha, Marine Le Pen, que prácticamente tiene asegurada una vez más la participación en la segunda vuelta de la elección presidencial. Apoyándose en citas de libro del ministro , ambos protagonistas se congratulan, como era de esperar, de la represión islamófoba en curso. “Cómo el islamoizquierdismo corroe las universidades”, titula el diario Le Figaro al día siguiente. Bajo la cabecera puede leerse: “Avanza en las facultades la convergencia entre la extrema izquierda y los integristas musulmanes. Se nutre de conceptos militantes provenientes de los Estados Unidos, retomados por algunos sindicatos de estudiantes”.
Menos de 48 horas más tarde, la ministra de Enseñanza Superior e Investigación, Frédérique Vidal, vuelve a la carga y también denuncia el islamoizquierdismo que “corroe a la sociedad en su conjunto”, y anuncia el encargo al Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) de una investigación “sobre el conjunto de corrientes de investigación de estos temas en la universidad, para que se pueda distinguir lo que pertenece al ámbito de la investigación académica y lo que pertenece justamente a la militancia y la opinión”.
Unas semanas antes, cuando en pleno avance reaccionario Gérard Noiriel y Stéphane Beaud publicaron en Le Monde Diplomatique un artículo sobre los “callejones sin salida de las políticas de la identidad”, imaginábamos que ambos intelectuales de izquierda irían a contracorriente y que les sobrarían superlativos para condenar esta ofensiva sin precedentes y los múltiples ataques a los derechos y las libertades que la acompañan. Nada de ello sucedió. Al fustigar la americanización de la vida pública, la omnipresencia de la “cuestión racial” y la deriva identitaria de una izquierda otrora social y actualmente cada vez más adepta a las teorías sobre la raza, el artículo parece un enésimo disparo de advertencia que bien podría inscribirse en la secuencia evocada más arriba. Los autores también anunciaban la publicación de un libro en ediciones Agone, Race et sciences sociales. Essai sur les usages publics d’une catégorie [“Raza y ciencias sociales. Ensayo sobre los usos públicos de una categoría”], cuya ambición es “quitarla de la agenda política y mediática”. No lo consiguió.
Aunque Beaud y Noiriel profesan lo contrario a lo largo de 400 páginas de una obra que rápidamente se convirtió en un éxito editorial, se trata de un libro donde interviene una mala fe difícil de encontrar, que con frecuencia se exime de todo rigor científico. Un ensayo político sembrado de comentarios y frases burdas en el que los autores ajustan cuentas con colegas o instituciones de investigación, se mofan de la “izquierda cultural”, los “empresarios de la identidad”, el “negocio poscolonial”, el esperpento del “racismo de Estado” y lo que denominan las “modas” de los racial studies o de la interseccionalidad.
Conceptos vagos
Si bien pretenden intervenir en calidad de sociohistoriador y de sociólogo para tratar la cuestión de la raza, Beaud y Noiriel no proponen en ningún momento una definición de ese concepto (tampoco del concepto de clase, que sin embargo lo utilizan como un mantra). Las lectoras y los lectores tampoco encontrarán más detalles sobre a qué apuntan precisamente los autores a través del epíteto (con su tono infamatorio) de “identitario”. Así, el movimiento del Black Power en los Estados Unidos es calificado de identitario (p. 144), al igual que las reivindicaciones reclamadas por Aimé Césaire o Léopold Sedar Senghor (p. 114), pero los autores elogian a Frantz Fanon por haberse mantenido distante de las “movilizaciones identitarias”.
Los autores mantienen una confusión inaceptable entre la raza y la cuestión racial, términos que utilizan de manera intercambiable. Tampoco juzgan necesario explicar por qué comienzan su análisis a partir del siglo XIX, siendo que los trabajos históricos serios emprenden el estudio de la noción de raza en Europa a partir del siglo XVI. Qué entienden Beaud y Noiriel por “cuestión racial” –que presuntamente es el objeto de sus preocupaciones–, tenemos que adivinarlo en un “flou cuasi artístico”. Desde las primeras líneas, la incomprensión es total:
La cuestión racial volvió a irrumpir en la actualidad el 25 de mayo de 2020, cuando redes sociales y canales de información continua difundieron en bucle las imágenes del asesinato de George Floyd, grabadas por una transeúnte con su smartphone (p. 9).
¿Por qué volvió a irrumpir la “cuestión racial” en ese momento preciso? ¿Por qué razones había desaparecido? Los autores, que parecen darle rienda suelta a la improvisación, nos señalan, por ejemplo, que “en Francia, el regreso de la cuestión racial se produjo durante la década de 1980, como una dimensión de las polémicas sobre la inmigración” (p. 195), y que el primer caso del velo en Creil, en 1989, fue la oportunidad para que los medios de comunicación volvieran a poner la cuestión racial en primer plano.
Los disturbios de 2005 en Francia son percibidos como el acontecimiento clave que desató una “nueva racialización del discurso público” (p. 171). Luego los autores lamentan que en el pequeño mundo de los universitarios que trabajan en torno a la cuestión racial se haya impuesto progresivamente la hipótesis de una “racialización” de la sociedad francesa, y cuestionan el “problema que plantea la restitución de la raza en el campo científico, la historia y la sociología” (p. 181-182). Unas páginas más adelante asistimos a un giro de 180 grados: parece que “la cuestión racial ha sido motivo constante de luchas entre diferentes fracciones del campo político republicano” (p. 225).
La confusión entre “racismo” y “cuestión racial” es especialmente problemática, porque esas nociones remiten a objetos muy distintos. Si la raza es una noción contemporánea que designa una “relación de poder que estructura –según modalidades diversas en función de los contextos y de las épocas– el lugar social asignado a tal o cual grupo en nombre de lo que supone ser la alteridad radical de su origen (geográfico, cultural o religioso)” , y si efectivamente el racismo crea la raza, la cuestión racial remite por su parte a otra cosa muy diferente. Apunta tanto al conjunto de los discursos producidos en torno a la noción de raza y a la manera en que se formulan, como a las configuraciones que posibilita, los vínculos que opera con otras cuestiones, el imaginario al que remite, etc. Hacer un estudio de la noción de raza o de la cuestión racial no es de ningún modo la misma cosa, y resulta primordial empeñarse en hacer la distinción, ya que en caso contrario se corre el riesgo de no entender nada.
Puntos buenos y malos
Esta ausencia de definición de la noción de raza y de justificación del marco histórico adoptado, sumada a la manera en que los autores se presentan como fiscales que distribuyen puntos buenos y malos, son característicos de esa voluntad de decidir qué es legítimo y qué no lo es, a partir de una posición de poder que jamás se asume de manera explícita. Se trata de la hibris (la pasión) del punto cero analizada por el filósofo Santiago Castro-Gómez, que hace referencia a la pretensión del observador del mundo social “de adoptar una mirada soberana sobre el mundo, cuyo poder residiría precisamente en que no puede ser observada ni representada”. Beaud y Noiriel, habitantes del punto cero, parecen estar convencidos de que pueden tener un punto de vista sobre el cual es imposible proyectar un punto de vista:
No nos hacemos muchas ilusiones sobre la recepción de este libro. La experiencia nos ha enseñado que por más que multipliquemos las precauciones oratorias, las fuerzas que se enfrentan en torno a la cuestión de la identidad utilizarán tal o cual de nuestros argumentos para alimentar sus polémicas, ya sea para sumarnos a su causa o para denunciarnos. El argumento preferido de los filósofos marxistas que no aceptaban la crítica era afirmar que quienes los contradecían le “hacían el juego” al poder o al gran capital. Ese es el mismo tipo de insulto que emplean actualmente los intelectuales identitarios, que desacreditan a sus detractores acusándolos de “hacerle el juego” a los racistas o a los islamistas (p. 377).
Una bocanada de aire fresco para los investigadores jóvenes
El análisis burdo de los libros de Colette Guillaumin raya prácticamente en la calumnia. ¿Cuál fue el error de Guillaumin? Haber introducido en Francia preocupaciones que hasta entonces eran estadounidenses. Como prueba de esa culpabilidad, los autores nos recuerdan que Guillaumin enseñó en Francia y Canadá. Así que “esa familiaridad con el contexto multiculturalista norteamericano le permitió introducir en el campo intelectual francés un enfoque de la cuestión racial que en líneas generales perdura hasta la actualidad” (p. 185).
Lamentando que Guillaumin y sus epígonos hayan contribuido a institucionalizar la cuestión racial en los lugares más legítimos de la investigación en ciencias sociales, los autores en realidad deploran que ese nuevo campo teórico haya constituido una bocanada de aire fresco que atrajo a una generación de jóvenes investigadores procedentes de grupos depreciados, personas que ya no pretenden reducir todas las problemáticas a cuestiones de clase y que desean volver a poner en cuestión la sacrosanta neutralidad axiológica del investigador.
“El racismo poscolonial es un largo desastre que sabe ocultar su raíz”, escribe la socióloga Rachida Brahim, quien señala que “la neutralidad en general fingida por los investigadores de ciencias sociales en realidad es una violencia epistémica que contribuye a ese largo desastre” y “entorpece la inteligencia de cualquier persona, obligándola a privilegiar los análisis en términos de clases sociales, que todavía son percibidos como los únicos garantes de la objetividad científica”.
A través de la genealogía del concepto de raza en el mundo académico e intelectual en los siglos XIX y XX, el libro delata una nostalgia por una época en que la “cuestión racial” se discutía entre la gente de la buena sociedad. Esa situación contrasta de manera escandalosa con la época actual, donde las masas anónimas intervienen de manera desordenada en el debate público para plantear cuestiones de manera histérica, que solo los intelectuales están capacitados para formular. Hacia el final, el libro adquiere un tono más rencoroso: “En las redes sociales, quienes no tienen los medios de argumentar seguirán utilizando las únicas armas que tienen a disposición: la violencia verbal y los insultos justificados por consideraciones de orden moral” (p. 377). Los autores se toman el cuidado de señalar que su libro no está dirigido a ese tipo de público.
Polémicas identitarias y raciales
En efecto, hace algunos años que las redes sociales están repletas de polémicas de todo tipo en torno a la raza. La menor palabra racista (y están por todas partes) es inmediatamente retomada y comentada por individuos y estructuras que lamentablemente funcionan como caja de resonancia para sus adversarios. Así, inundamos internet –y nuestro tiempo y el de nuestro entorno– con nada (o casi nada). Aunque esa forma de actuar no es específica del tema “raza”, de todas maneras debemos preguntarnos por qué razón hacemos eso.
Porque lo que dejamos a un lado en este activismo son los aspectos sistémicos y estructurales del racismo. ¿Qué sucede con todo lo que no puede ser captado, filmado y visto inmediatamente? ¿Acaso no contribuimos a invisibilizar aún más todos esos procesos que pesan a largo plazo, con toda su fuerza, sobre millones de vidas? “Al considerar el colapso de la vida política –escribe Marie-José Mondzain–, es necesario, quiérase o no, darle un lugar decisivo a la cuestión de la imagen” . Sí, es necesario. Pero, sin duda, no del modo en que lo hacen Beaud y Noiriel.
En lugar de hacer una crítica del juego político, con sus polarizaciones empobrecedoras y sus “cegueras cruzadas” (Jacques Bourdieu), los autores de Raza y ciencias sociales circunscriben esos defectos a la cuestión racial y ponen en un mismo plano a los “empresarios de la raza, que comparten el mismo lenguaje con sus opositores de derecha” (p. 243). Así, las reivindicaciones identitarias (y hemos visto hasta qué punto los autores tenían una acepción amplia de ellas), que son el blanco de la extrema derecha, sustentarían las polémicas raciales. La lucha antirracista revelaría contradicciones que las fuerzas identitarias de derecha explotarían en su provecho. De Francia a los Estados Unidos, en las luchas identitarias se enfrentarían dos bloques: los grupos minoritarios frente a los supremacistas blancos. El Colectivo contra la Islamofobia en Francia (CCIF) y Generación Identitaria, un mismo combate.
Clase contra raza
Beaud y Noiriel lo repitieron bastante: no tienen problema con el concepto de raza. Simplemente estiman que debe quedarse en su lugar y ser abordado solamente a título de “variable o de caso particular, comprendido en el marco de un problema científico más amplio” (p. 192). En este punto, nuestro desacuerdo es total, pero coincidimos con los autores cuando estiman que el racismo nunca existe en estado puro, independientemente de una relación de dominación entre clases. Pero eso también es verdadero respecto a la clase, que no existe por fuera de relaciones de dominación de raza y de sexo, lo que nos lleva a “pensar a la vez en la irreductibilidad de la cuestión racial y su vínculo indisoluble con las relaciones de clase y de sexo” .
Si bien la raza mantiene relaciones estrechas con la clase, las injusticias y perjuicios padecidos por las minorías raciales no son sin embargo reductibles a las relaciones de clase, a las relaciones de dominación capitalistas. Reducir todo a la clase nos encierra en una matriz de lectura eurocentrada y economicista (justamente, la de Raza y ciencias sociales). El análisis debe realizarse (por lo menos) en ambos frentes. Al análisis de la raza se le reprochará sin embargo no hablar de la clase, pero lo inverso es mucho menos frecuente.
Así, los autores refutan el libro de Pap Ndiaye citado más arriba con un argumento que les parece irrebatible: si al análisis integramos variables “fuertes”, como el empleo, la profesión, el estatus de actividad y la nacionalidad, la categoría “población negra” “pierde mucha homogeneidad y estalla en pedazos” (p. 230-231). Pero en última instancia podría decirse lo mismo de todas las categorías, y en el mundo obrero encontramos las mismas disparidades, sobre todo si se apela a variables como la raza, el sexo, etc. Hablar de los negros y de las negras o de los musulmanes y las musulmanas no es más artificial que hablar de las clases populares.
Sin aportar una definición operatoria de la raza y del racismo (del que solo nos enteramos de que el término habría aparecido con la pluma de Charles Malato, en 1888), los autores terminan simplemente retomando a cuenta propia la noción bourdieusiana de “racismo de clase”, que no remite a otra cosa que al desprecio de clase. Guillaumin tenía perfectamente razón al insistir en el hecho de que esas formas de desprecio social no son racismo.
Izquierda social, derecha identitaria
“Lo que sin embargo es incontestable es que la historia política de Francia llegó a perennizar la fractura entre una izquierda que privilegia el criterio social y una derecha que privilegia el criterio nacional, religioso o etnorracial” (p. 16). Lejos de suscribir esa idea simplista, diremos más bien que la izquierda no racializa de la misma manera. Los autores parecen identificar, muy a su pesar, una diferencia de grado, no de naturaleza: “Aunque todos los franceses hayan estado convencidos de que pertenecían a un pueblo superior a los que colonizaban, eso no impidió que surgieran divergencias sobre la manera de poner en práctica esa dominación” (p. 49-50).
Esta dicotomía rudimentaria, que requiere escrupulosamente separar las cuestiones identitarias de las cuestiones sociales, en realidad cumple un doble objetivo estratégico. En primer lugar, permite fustigar a una izquierda (siempre muy fluctuante en el libro) culpable de haber abandonado la cuestión social por cuestiones identitarias. Los autores retoman a cuenta propia la tesis del giro de lo social a lo cultural en la izquierda, y no dudan en utilizar en varias ocasiones la expresión de “izquierda cultural”, que tanto le gusta a la extrema derecha.
Y en segundo lugar, esa dicotomía les permite acusar a las organizaciones antirracistas de “dividir un poco más a las fuerzas que antaño luchaban juntas contra todas las formas de explotación y de discriminaciones” (p. 179). Según los autores, algunos movimientos anticolonialistas se distanciaron del Partido Comunista Francés (PCF) porque eran identitarios, mientras que el PCF privilegiaba el criterio de clase y no estaba en absoluto atravesado por consideraciones vinculadas a la raza. Aquí cabe citar la carta que se ha vuelto canónica de Aimé Césaire (el identitario) a Maurice Thorez, o mejor aún, las palabras de Frantz Fanon (más apreciado por nuestros autores), que resumió la cuestión con unas palabras encomiables:
En un país colonial, se dice, hay entre el pueblo colonizado y la clase obrera del país colonialista una comunidad de intereses. La historia de las guerras de liberación, llevada adelante por los pueblos colonizados, es la historia de la no verificación de esta tesis. Por la revolución africana – Escritos políticos, 1964
Esa comunidad de intereses sigue sin aparecer. El equívoco de la raza y de la clase persiste.
Traducido del francés por Ignacio Mackinze.