Mundo árabe. El derecho a la vivienda en plena tensión

Argelia. La sigilosa movilización de las mujeres por una vivienda digna

Obtener una vivienda es un imperativo para muchas familias argelinas confinadas en apartamentos reducidos o insalubres. Esta reivindicación la reclaman sobre todo las mujeres, que sigilosamente recorren administraciones y acechan a los responsables políticos.

Viviendas sociales Sidi Mhamed en Birtouta, en la periferia sur de Argel
Ryad Kramdi/AFP

En los barrios populares del centro de la ciudad de Orán, muchas inscripciones adornan las decrépitas paredes de los edificios de apartamentos para interpelar a los poderes públicos en torno a los problemas habitacionales. Tras el derrumbe parcial de la techumbre de su vivienda, Naima, una trabajadora divorciada de unos cincuenta años, desplegó un paño en el que había escrito: “¿Dónde están las autoridades?” Esto ocurrió hace ya cinco años, y en el medio del ambiente principal, en cuyo cielo raso y paredes se ven las filtraciones de agua, todavía cuelga una viga de hierro oxidado. Sin embargo, Naima y la mayor de sus cuatro hijas concurren todas las semanas a las jornadas de atención al público de los diferentes niveles administrativos para hacer el seguimiento de su solicitud de vivienda social presentado a comienzos de la década de 2000 y reivindicar su derecho. A pesar de sus numerosas demandas a la administración y de un sit-in frente a su casa, su demanda aún sigue pendiente. Lejos de representar un caso aislado, la situación de esta familia ilustra parte de la crisis proteiforme de la vivienda en Argelia y también pone en evidencia el papel predominante de las mujeres en las sigilosas movilizaciones en torno al acceso a la vivienda social.

Una crisis proteiforme

Desde la independencia de Argelia, la crisis habitacional es un problema recurrente. Acentuado por el éxodo rural, este problema público revela la fuerte disparidad entre el escaso acceso a viviendas abordables y las enormes necesidades provocadas por una creciente presión demográfica. La insuficiente construcción de viviendas y la importante inflación inmobiliaria, sobre todo en las grandes ciudades, contribuyen a extender la cuestión del acceso a la vivienda a diferentes clases sociales.

Para enfrentar esta carencia, los poderes públicos pusieron en marcha varios dispositivos. Prioridad política reivindicada desde la elección del presidente Abdelaziz Buteflika en 1999, las autoridades públicas implementaron cuatro tipos de opciones de acceso a viviendas subsidiadas en función de diferentes categorías de ingresos. Se crearon varios programas “participativos”, como la Agencia Nacional de Mejora y Desarrollo de la Vivienda (AADL, por sus siglas en francés), en los cuales los solicitantes participan en la financiación del proyecto inmobiliario. Estas viviendas son construidas por empresas privadas, pero la selección de los beneficiarios depende del Estado, que se compromete a hacerse cargo de los gastos bancarios. Para las clases sociales más desfavorecidas (cuyo nivel de ingresos mensuales está por debajo de los 24.000 dinares, es decir, aproximadamente 149 euros), la obtención de una vivienda social requiere ser seleccionado en un programa de “vivienda pública de alquiler” (LPL) o en una operación de realojamiento en el marco de los programas de reabsorción del hábitat precario.

Según el Ministerio de Vivienda, entre 1999 y 2018 se construyeron 3,6 millones de viviendas, de las cuales el 30% están destinadas a los grupos sociales más pobres. Sin embargo, todavía falta mucho para satisfacer el déficit en la materia, y muchas familias deben esperar largos años antes de obtener una vivienda social. Mientras esperan, las poblaciones más pauperizadas deben hacer frente a dos situaciones que en algunos casos se combinan: por un lado, la insuficiencia y la escasez de viviendas empuja a la convivencia de varias familias; por el otro, el estado de deterioro y de degradación avanzada de muchos edificios representa un riesgo para la salud o la seguridad física de los residentes en viviendas precarias.

En este contexto, la cantidad de solicitantes de viviendas sociales no deja de aumentar, al igual que el tiempo de espera del trámite. Para las familias que residen en viviendas superpobladas, insalubres o con riesgo de derrumbe, la degradación de las condiciones de vida a veces se vuelve insoportable.

Más allá de la urgencia en la que se encuentran muchos residentes en viviendas precarias, el acceso a la vivienda también se enmarca en ciclos de vida y con frecuencia resulta esencial para contraer matrimonio o abandonar la vivienda familiar. Así, la obtención de una vivienda social les permite a los beneficiarios convertirse en propietarios y de este modo contribuye en trayectorias de ascenso social y material. Por lo tanto, existe un horizonte de expectativas con respecto al Estado, así que la atribución de estos escasos bienes públicos suele generar tensiones. Con frecuencia se realizan manifestaciones, por ejemplo, para reclamar asistencia luego de derrumbes o inundaciones en las villas miseria, pero también para que se publiquen las listas de los beneficiarios, que con frecuencia despiertan sospechas de corrupción. La reivindicación del acceso a la vivienda social y la denuncia de la atribución indebida de estos bienes públicos son motivo de movilizaciones recurrentes y mediatizadas que a veces terminan en disturbios.

Si bien este modo de acción fundamentalmente masculino es una forma rutinaria de cuestionamiento de las autoridades y de su distribución de los recursos, su visibilidad echa sombra sobre luchas más discretas y prolongadas conducidas principalmente por mujeres.

Las salas de espera, lugar de socialización

Las movilizaciones de las mujeres en estas reivindicaciones suelen realizarse de manera individual y se articulan en función de roles sociales. La centralidad de las mujeres en las luchas por el derecho a la vivienda tiene que ver con una división sexual del espacio público y privado. Como la casa es un espacio principalmente femenino, la incomodidad cotidiana de vivir en residencias superpobladas y a veces insalubres, al igual que el temor a los derrumbes, afecta particularmente a las mujeres, que no ocupan tanto el espacio público como los hombres y permanecen en la vivienda.

Además, las acciones emprendidas por las madres o las hijas mayores pueden interpretarse a la luz de un trabajo doméstico por género (hacerse cargo de la casa), pero también de un trabajo reproductivo de la familia: tener suficiente espacio para criar a los hijos, obtener una vivienda para poder casar a los hijos mayores. Por cierto, el colectivo familiar es lo que vuelve visibles las luchas por la vivienda social en el espacio público, sobre todo a través de carteles como “Familia en peligro” y otras inscripciones sobre las paredes de los edificios.

¿Cómo debe comprenderse la movilización de la entidad familiar en el léxico reivindicativo? Pueden plantearse dos hipótesis. La primera tiene que ver con la inscripción de la familia como la entidad social en torno a la cual se distribuyen los recursos destinados a las políticas públicas. La segunda refiere a la organización de las movilizaciones. La familia, al igual que los comités de vecindad, ofrece una estructura básica de movilización. Así, estos movimientos reivindicativos efectuados individualmente –en torno a la entidad familiar– y en pequeños grupos –en torno a redes de vecindad– permiten llevar adelante luchas conducidas de manera discreta. Sin embargo, estas modalidades de acción tienden a atomizar las demandas sociales.

La movilización de las mujeres por medio de la familia en cuanto entidad política reconfigura a su vez las separaciones entre lo público y lo privado. Aunque las reivindicaciones son conducidas principalmente de manera individual, los procesos se efectúan más bien en torno a redes de interconocimiento. Así, las mujeres casi nunca se presentan solas en las oficinas de la administración; con frecuencia están acompañadas por vecinas, amigas, hermanas, cuñadas o incluso sus hijas. Estas visitas en grupo también representan para muchas mujeres una oportunidad de movilidad en un espacio público principalmente masculino. Las salas de espera, que tienden a reproducir esta división sexual del espacio, se vuelven un lugar de socialización femenino, pero sobre todo de intercambio de información sobre las estrategias a adoptar ante los responsables políticos y los empleados públicos.

Pilares de la familia

Las solicitantes de viviendas sociales ejercen lo que el sociólogo iraní-estadounidense Asef Bayat calificaba de “un arte de la presencia”. Al visitar –a veces de manera cotidiana– las oficinas de la municipalidad o de la subprefectura, buscan hacerse ver y escuchar. Al preguntar por el avance de su solicitud y defender su caso, intentan crear una relación personalizada con los responsables políticos que integran las comisiones de selección de beneficiarios.

Esta presencia cotidiana también está motivada por la existencia de un registro que deja constancia de los nombres de las personas que se han presentado en el lugar. Las mujeres intentan ingresar su visita en ese registro, que se convierte en la prueba material de su movilización, de su asiduidad y de su “mérito”. Esa asiduidad con frecuencia es menospreciada por los hombres de la familia, que ven en la espera las señales de la pasividad y de la sumisión propias de sus representaciones de lo femenino. Las mujeres hacen una lectura diferente. Aunque también expresan encendidas críticas en relación a las autoridades públicas que las invitan a esperar y a volver constantemente, sin embargo no perciben su espera en esas agencias como tiempo perdido. La ven más bien como la señal de su capacidad a actuar en un contexto donde las modalidades de acción política son limitadas. No se quedan en su casa sin hacer nada: se trasladan, establecen contactos con los responsables y a veces critican abiertamente al sistema político frente a sus representantes.

En sus discursos, las solicitantes construyen su feminidad en torno a atributos de fuerza, de resiliencia y de perseverancia. Valorizan su posición de pilar de la familia y de figura central en las luchas sociales y materiales. Así, estas movilizaciones no están dirigidas solamente a las autoridades. Permiten que las mujeres se posicionen hacia ellas mismas, rechazando la situación a la que están sometidas, además de asumir el papel de mediadoras con las autoridades públicas durante las ocupaciones del espacio público o los bloqueos de caminos frente a o en cercanías del domicilio de los grupos de solicitantes, donde las mujeres y sus hijos a veces se encuentran en primera línea.

Al ocupar estos espacios de expresión tanto dentro como fuera de las administraciones, las mujeres sacan a la luz situaciones consideradas injustas. Al ocupar el espacio público o regresar frecuentemente a las oficinas de la administración, subvierten las representaciones del ciudadano apático que presuponen las tesis sobre la compra de la paz social y la “clientelización de la sociedad” por la renta petrolera. Si bien la espera impuesta constituye una parte central del proceso y conlleva una moderación en la enunciación de sus reivindicaciones, las mujeres, al negarse a ser marginadas, rechazan paradójicamente la orden de mantener la paciencia emitida por las autoridades públicas. Estas acciones discretas demuestran de un modo más general que, además de las movilizaciones aparatosas y de las protestas mediatizadas, la sociedad argelina está atravesada por otros movimientos reivindicativos de larga duración.