El Líbano de todos los males

En el Líbano, desde el 21 de febrero de 2020 ya se han registrado 368 casos de coronavirus y seis muertes. Menos masivo que en otros países de la región, el contagio crece sin embargo regularmente. Y sobre todo, esta difícil situación sanitaria se conjuga con una crisis financiera sin precedentes desde el fin de la guerra civil (1975-1990).

Beirut, 17 de marzo de 2020
Patrick Baz/AFP

Desde el 12 de marzo, las puertas del restaurante Barbar en el barrio comercial de Hamra, en Beirut, están cerradas. La cadena de comida a precios baratos libanesa había resistido a todo… hasta que llegó el coronavirus. Incluso durante la guerra de 2006 entre Israel y Hezbollah, Barbar había permanecido abierto, a pesar de los bombardeos. En mayo de 2008, cuando los enfrentamientos que oponían a los combatientes de Hezbollah con los del Movimiento del Futuro del ex primer ministro Saad Hariri destruyeron la parte este de Beirut, la empresa logró mantenerse en buenas condiciones, aunque las metrallas sonaban apenas a unas decenas de metros.

Ahora no es la guerra ni la terrible crisis económica que asola al Líbano desde hace seis meses lo que obliga al restaurante a bajar sus cortinas temporariamente: el 11 de marzo, el gobierno pidió el cierre de la totalidad de los restaurantes. Los jardines públicos y las cornisas marinas también se convirtieron en sitios prohibidos.

Un país en aislamiento total

Las medidas de confinamiento fueron in crescendo. El 2 de marzo, las guarderías infantiles, los jardines de infantes, las escuelas y las universidades cesaron sus actividades. Desde el 15 de marzo, el Líbano vive un momento de “movilización general”: decretada por el presidente de la república y el Consejo Superior de Defensa, en virtud del inciso 1 del artículo 2 de la ley sobre la defensa nacional, permite que las autoridades tomen medidas de excepción para contener la epidemia. Desde entonces, las medidas de confinamiento han sido reforzadas por el ejército. En la mañana del 22 de marzo, sobrevolaron Beirut helicópteros militares que a través de sus altoparlantes llamaban a los ciudadanos a quedarse en sus domicilios.

El Líbano no es solo un país confinado: cada vez se aísla más del resto del mundo. El 11 de marzo, el conjunto de los vuelos provenientes de o con destino Italia, Corea del Sur, Irán y China fueron suspendidos por el gobierno de Hassan Diab, mientras que a los ciudadanos libaneses en el exterior, a los extranjeros que disponían de un permiso de residencia y al personal diplomático y de la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas para el Líbano (FPNUL) les dieron unos días para regresar de Francia, Egipto, Siria, Irak, Alemania, España y Reino Unido. Desde el 18 de marzo, las fronteras terrestres con Siria, así como los puertos y el aeropuerto internacional de Beirut, están cerrados.

Este aislamiento total es inédito en el Líbano y se lo puede observar desde una perspectiva histórica: mal que bien, las conexiones aéreas estuvieron garantizadas en la época de la guerra civil (1975-1990). Es cierto, sin embargo, que durante la invasión israelí del verano boreal de 1982, el aeropuerto internacional de Beirut permaneció cerrado hasta el mes de octubre, y la capital libanesa estuvo entonces sometida a un sitio total y a un diluvio de fuego israelí. Pero las fronteras entre el Líbano y Siria permanecieron igualmente abiertas. También durante la guerra de julio y agosto de 2006, los bombardeos israelíes sobre el país y la destrucción de las pistas de su aeropuerto no impidieron que las autoridades de el Líbano y Siria mantuvieran abiertos los pasos fronterizos entre ambos países.

Una sucesión de catástrofes

Además, la epidemia de Covid-19 sobreviene en el peor momento: desde hace seis meses, el Líbano acumula catástrofes. En octubre de 2019, una serie de incendios devastó la costa y el centro del país. El mismo mes, la población se levantó contra la decisión del ministro de telecomunicaciones Muhammad Choucair de aplicar un impuesto de 2 dólares (1,83 euros) sobre las aplicaciones telefónicas (llamado “impuesto WhatsApp”). Le siguió un largo movimiento social que exigió la designación de un gobierno independiente de los partidos políticos y la celebración de elecciones legislativas sobre la base de una nueva ley electoral.

Al mismo tiempo, el país se hunde poco a poco en una inexorable crisis financiera. Ahora su deuda representa 170% de su PBI. El 2 de marzo, el Líbano anunció la primera cesación de pagos de su historia. El valor de la libra libanesa no deja de depreciarse frente al dólar, la inflación es galopante y las olas de despidos son masivas. Desde febrero, el gobierno de Hassan Diab encaró negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI), pero el asunto divide al país, y el Hezbollah ya hizo saber que planteará sus condiciones para cualquier ayuda internacional.

Así, la epidemia de corona es indisociable de la nueva crisis financiera y económica del Líbano. La crisis sanitaria irrumpe en medio de una bancarrota generalizada. Ya en noviembre de 2019, los hospitales privados habían entrado en huelga: denunciaban la penuria de dólares necesarios para la compra de medicamentos y de material hospitalario. Enfermeros, médicos, cirujanos: hace seis meses que todos temen la disminución progresiva de las reservas en los hospitales, lo que permite presagiar una penuria. Así, desde fines de febrero, las autoridades solo tienen un temor: que los hospitales privados y públicos no puedan hacer frente materialmente a un contagio rápido y masivo del virus, ya que la crisis del sector hospitalario es anterior a la llegada de la enfermedad. El 4 de marzo, el personal hospitalario del hospital público Rafiq Hariri, en Beirut, organizó un “sit-in” para alertar a la opinión pública y al gobierno sobre la precariedad de las condiciones de trabajo en tiempos de epidemia.

Para la población, se respira un aire de «déjà vu»

Las medidas de confinamiento decididas por el gobierno y por la presidencia de la república son sin duda inéditas. Pero para la población tienen un aire de «déjà vu» desde hace seis meses. Las puertas de las guarderías, jardines de infantes, escuelas y universidades están cerradas desde el 2 de marzo: ya habían estado así varios días de octubre y noviembre de 2019, en el punto más álgido de las manifestaciones antigubernamentales. El 16 de marzo, la Asociación de Bancos Libaneses anunció el cierre de sus establecimientos, aunque algunas secciones permanecieron abiertas, con horarios y días de cierre y de apertura particularmente aleatorios. Eso ya había sucedido durante todo el otoño y el invierno pasados, cuando a los ahorristas les restringieron el acceso a sus cuentas en dólares y en libras libanesas. Los restaurantes, bares, discotecas y centros comerciales recibieron la orden de cerrar, pero muchos de ellos ya habían bajado la persiana definitivamente luego de octubre, debido al crac económico.

Desde hace seis meses, el Líbano vive en un estado de excepción permanente. A la urgencia económica y social se le agrega la urgencia sanitaria, que también es un acelerador de desigualdades. Están aquellos que tienen los recursos para confinarse y aquellos que no. Las trabajadoras y los trabajadores de los negocios de alimentos todavía abiertos, de las estaciones de servicio, el personal hospitalario y también algunos soldados del ejército y los miembros de los diferentes cuerpos de seguridad (fuerzas de seguridad interior, seguridad general, etc.) están más expuestos que otros a la propagación de la enfermedad.

Sin embargo, los confinados no son los más afortunados. Las miles de víctimas de la crisis económica (desempleados, jornaleros, conductores de autobuses y de taxi ahora en desempleo técnico) ya no van al trabajo, porque no tienen. Si el confinamiento llegara a prolongarse, nadie sabe cómo podrán satisfacer las necesidades de sus familias. El Estado está en quiebra, y el margen financiero del gobierno de Hassan Diab es muy reducido. El 19 de marzo, la federación de los sindicatos de transporte llamó al gobierno a implementar mecanismos de compensación para los conductores de taxis, colectivos o individuales, así como para los choferes de autobús.

Temores por la salud de los refugiados

En los campos de refugiados provenientes de Palestina o Siria, el concepto de confinamiento es relativo, ya que en ellos la densidad de población y la promiscuidad son altas. Temiendo por la salud de los refugiados, el embajador de Palestina en el Líbano, Ashraf Dabbour, recibió el 16 de marzo en la sede de la representación diplomática palestina en Jnah, en los suburbios de Beirut, a responsables de Fatah, de Hamás, de la Oficina de Socorro y de Trabajos de las Naciones Unidas para los refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) y de la Medialuna Roja. Se creó un comité de coordinación común. En los campos, las fuerzas de seguridad palestinas les ordenaron a los habitantes no abandonar sus apartamentos, mientras que Fatah distribuía geles hidroalcohólicos a los refugiados. En los campos sirios del este del país, los equipos del Alto Comisionado para los Refugiados (HCR) realizaron una campaña de sensibilización sobre los efectos del coronavirus y distribuyeron kits sanitarios.

El regreso de los partidos tradicionales

Si bien la epidemia se inscribe en una crisis económica y financiera desastrosa a largo plazo, también tiene efectos políticos inmediatos. Hace apenas tres meses, los manifestantes llamaban a la población a ganar la calle para nombrar un gobierno de expertos independientes, o contra el Banco Central libanés. Ahora le piden a la población que se confine. Y, en una singular ironía de la historia, en las redes sociales el hashtag #Inzil-ash-Sharia (sal a la calle) fue sustituido por #Khaliq-bi-l-Beit (quédate en casa). Hace poco, el ejército libanés se dedicaba a abrir las rutas bloqueadas por los manifestantes y a levantar las barricadas populares: ahora cierra los principales ejes viales. El gobierno de Hassan Diab y la presidencia de la república esperaban un regreso de la normalidad luego de las manifestaciones; ahora tienen que proclamar el estado de excepción.

En este contexto, el movimiento social, que tanto había apostado a una movilización a largo plazo dirigida principalmente contra los bancos libaneses al borde de la quiebra que retienen el dinero de sus ahorristas, se adapta progresivamente. En la pequeña ciudad de Kfar Roman, en el sur del Líbano, comuna «roja» donde la tradición comunista sigue siendo fuerte, las manifestaciones han cesado. Los militantes se dedican a desinfectar las calles y a organizar servicios de ayuda a domicilio para los más necesitados. Las carpas de los manifestantes de Beirut, Sidón o Trípoli no fueron desmanteladas, aunque las vaciaron de militantes. Pero el gobierno duda en levantarlas, por temor a relanzar el movimiento social.

Sin embargo, los principales beneficiarios de la crisis sanitaria podrían ser los partidos confesionales, vilipendiados hace algunos meses. En un contexto de crisis económica, los partidos chiitas, sunitas, drusos o cristianos todavía constituyen una de las pocas redes de seguridad social para las poblaciones precarizadas. Incorporados al Estado y a los ministerios que controlan, o capaces de movilizar a sus militantes que participan en sectores claves como la salud, actualmente pueden removilizar a su base social. La epidemia beneficia en efecto al confesionalismo. Los libaneses y las libanesas son llamados a confinarse y al hacerlo, su único horizonte inmediato es la familia directa y, por extensión, el inmueble, luego el barrio, el partido político, sus instituciones sanitarias y sociales, y sus redes de solidaridad que pueden ser rápidamente activadas.

En las regiones de mayoría cristiana como Biblios y Keserwan, las Fuerzas Libanesas de Samir Geagea y del Movimiento Patriótico Libre del presidente de la república Michel Aoun distribuyen masivamente geles y desinfectantes a la población. El Partido Socialista Progresista druso de Walid Jumblatt tiene intenciones de donar equipos de esterilización a centros de detención.

El 15 de marzo, en un discurso que comparaba la crisis del coronavirus con una verdadera batalla nacional, el secretario general de Hezbollaz, Hassan Nasrallah, dijo apoyar la acción del gobierno para contener la enfermedad, celebró la decisión de las principales instituciones sunitas, chiitas y cristianas de anular todas las ceremonias religiosas y propuso la ayuda logística y médica del partido –reconocida por su eficacia– a las autoridades libanesas. Nasrallah también anunció la suspensión de todas las reuniones del partido en las regiones chiitas.

Un gobierno sin margen de maniobra

Por último, la crisis sanitaria constituye una verdadera prueba para el gobierno de Hassan Diab. El primer ministro está al mando del país hace apenas dos meses. Pretende ser independiente de los partidos políticos, cercano a las demandas de los manifestantes, pero su legitimidad se degrada desde el primer día de su mandato. Los parlamentarios sunitas del Movimiento del Futuro de Saad Hariri y del ex primer ministro Najib Mikati no le acordaron su confianza, igual que las Fuerzas Libanesas o el Partido Socialista Progresista. Todavía impera la desconfianza entre las filas de los manifestantes de otros tiempos, a pesar de algunas reformas necesarias que se han anunciado, en particular sobre la independencia de la justicia.

El gobierno actual también debe trabajar con una nueva situación. Aunque planeaba pedir ayuda técnica y financiera internacional para restructurar la deuda, ahora no se sabe si podrá aprovecharla, dado el riesgo de recesión mundial que afecta en primer lugar a sus potenciales acreedores, sobre todo los países europeos.

En resumen, para confrontar la epidemia con recursos hospitalarios limitados, las autoridades no tienen más elección que clausurar y confinar el país. Pero el confinamiento y el aislamiento solo aumentan la crisis económica, limitan cualquier inversión y aceleran el ritmo de la pauperización. El Líbano, que ya no vive el primer mes de su catástrofe anunciada, va de mal en peor.