Francia. Degradar la laicidad de la Ley de 1905 para hacerle la guerra al islam

París, abril de 1905. — Aristide Briand, ponente del proyecto de ley sobre la separación de la Iglesia y el Estado, en la tribuna de la Asamblea Nacional
© Colección Roger-Viollet

“Existe el fanatismo religioso y existe el fanatismo irreligioso, y el segundo es tan perjudicial como el primero.” En medio de estallidos de risa, el 19 de abril de 1881 Jules Ferry se dirigía al segundo Congreso Pedagógico de maestros y maestras públicos de Francia1. Esas palabras del fundador de la escuela pública en Francia reflejan una realidad que ha sido borrada: el combate por la laicidad en Francia se llevó adelante en un doble frente. En primer lugar, y de manera prioritaria, contra la Iglesia católica, una fuerza de peso, arrogante y antirrepublicana, que no quería ceder ninguna de sus prerrogativas. Pero también hubo un combate dentro del bando republicano contra aquellos que consideraban la laicidad como un arma para destruir, no el clericalismo, sino las religiones.

Ahora bien, en cada una de las dos etapas decisivas del largo camino emprendido luego del nacimiento de la Tercera República Francesa hacia la separación de las Iglesias y del Estado –laicización de la enseñanza, ley de 1905–, los sucesivos gobiernos prefirieron la concesión antes que la intransigencia, el diálogo antes que la invectiva, la evolución del pensamiento antes que la guerra civil.

¿Crucifijos en las escuelas?

Entre 1882 y 1886, varias leyes organizaron la triple “laicización” de la escuela: la de los programas pedagógicos, la de las instalaciones y la de los docentes. Pero nunca se menciona la laicización de los alumnos. Con la ley del 28 de marzo de 1882, la instrucción primaria se volvió gratuita y obligatoria, mientras que en las escuelas primarias estatales se prohibió la enseñanza religiosa2. La transición hacia la escuela pública se hizo firme pero suavemente, como lo demuestra el caso de los crucifijos. ¿Había que retirar esos símbolos religiosos de las escuelas públicas? Las circulares ministeriales llamaron a aplicar la ley “con el mismo espíritu con que fue votada, con el espíritu de las reiteradas declaraciones del gobierno, no como una ley de combate cuyo éxito debe lograrse por la violencia, sino como una de las grandes leyes orgánicas destinadas a integrarse a la vida del país, a formar parte de las costumbres y a sumarse a su patrimonio”3. Entonces se decidió dejar de instalar cruces en los nuevos edificios que serían construidos, descolgarlas donde eso no causara ningún problema y mantenerlas donde su retiro pudiera crear trastornos. Su eliminación total llevó casi un siglo.

Ferry explicaba la necesidad “de atenuar, a través de temperamentos juiciosos, lo que en una situación nueva puede ser o parecer riguroso”. Como subraya el historiador Patrick Cabanel4: “’Temperamentos’, una palabra que hay comprender en su doble sentido de ablandamiento y de prórroga: la cuestión es acostumbrar a la opinión pública y las mentalidades y darles el tiempo que necesitan las reformas y los regímenes interesados en triunfar no por la violencia de la utopía, de las armas o de los textos, sino por la inculcación y la apropiación colectivas.”

Además del caso de los crucifijos, existen numerosos ejemplos de esos “temperamentos”. Así, durante dos generaciones, “los deberes hacia Dios” integraron los programas obligatorios de moral; la semana anterior a la primera comunión, los alumnos tuvieron la libertad de no ir a la escuela; se liberó una jornada (los jueves, y después los miércoles) para permitir el catequismo; etc.

“El instrumento de tortura llamado cruz”

Con frecuencia se cita, con justa razón, la carta a los maestros del mismo Ferry, con fecha 11 de marzo de 1882: “Si un maestro público se olvidase de su deber y diera una enseñanza hostil que ofendiese las creencias religiosas de quienquiera que sea, sería tan severa y tan prontamente reprimido como si hubiese cometido el desmán de golpear a sus alumnos o de propasarse a otros maltratos vituperables”. ¿Qué habría pensado Ferry sobre imponer a los alumnos las caricaturas de los cotidianos anticlericales La Lanterne o La Calotte, que presentaban al crucifijo como “el instrumento de tortura llamado cruz que aguanta un cadáver de yeso o metal”? ¿O de un maestro que denuncia a la policía a un alumno de 8, 10 ó 12 años porque venera más a Jesús que a Marianne, las leyes de Dios por sobre las de la república?5

En este punto es necesario recordar algo: no hay una definición única de la laicidad. Ese concepto ya tenía muchas acepciones en el momento en que se inventó, y tiene aún más ahora que la derecha tomó por bandera esa laicidad que combatió con tanto ardor y con la que se disfraza para embestir contra el islam y los musulmanes. Entonces es posible defender diferentes interpretaciones de la laicidad, pero en cambio, las leyes de la república se imponen a todos. Si algunos piensan que la laicidad debería llevar a la expulsión de lo religioso –en particular del islam– del espacio público, son libres de hacerlo… a condición de reconocer que eso no tiene nada que ver ni con la formulación ni con el espíritu de la ley de 1905.

Manifestarse en el espacio público

La interpretación liberal de ese texto fundador fue confirmada por varios fallos del Consejo de Estado que garantizaron el derecho de las Iglesias a organizarse como lo desearan y de mostrarse en el espacio público. Así, uno de los primeros conflictos con los que se topó la república francesa después de 1905 fue el de las procesiones religiosas. Varios alcaldes resaltaron el temor a las perturbaciones en el orden público y trataron de prohibirlas: entre 1906 y 1930, se dictaron 139 ordenanzas municipales que fueron recurridas; 136 fueron anuladas, y lo mismo sucedió con todas las decisiones de los alcaldes destinadas a prohibir la portación de la sotana en el territorio de su comuna. El Consejo de Estado también rehusó las demandas de desafectación de las iglesias presentadas por las comunas, rechazó concederles el derecho de venta de los objetos afectados al culto y, en los enfrentamientos entre alcaldes y párrocos sobre la utilización de los campanarios, limitó al extremo su uso por motivos no religiosos.

Quien vuelva a sumergirse en los debates parlamentarios de 1905, de muy alto nivel, percibirá claramente el liberalismo, aquel que defendían con vigor Aristide Briand, ponente de la ley, y el dirigente socialista Jean Jaurès. Así, la Asamblea rechazó la propuesta destinada a suprimir los días feriados con referencias religiosas o la que exigía que todos los curas fueran de nacionalidad francesa.

Con frecuencia se recuerda el artículo 2 de la ley: “La república no reconoce, no asalaria ni subvenciona ningún culto”, pero se olvida su segunda parte, que prácticamente contradice la primera: “Sin embargo podrán inscribirse en dichos presupuestos [del Estado, de los departamentos y de las comunas] los gastos relativos a ejercicios de capellanía y destinados a garantizar el libre ejercicio de los cultos en los establecimientos públicos como escuelas primarias y secundarias, hospicios, asilos y prisiones.” Por otra parte, la ley prevé que los edificios de culto propiedad del Estado desde la Revolución Francesa sean confiados gratuitamente a las asociaciones culturales (aunque el Estado podría haberlos puesto en alquiler) y que su mantenimiento esté a cargo de las comunas, los departamentos o el Estado. ¡Como si el Estado no financiara ningún culto!

La laicidad tan anhelada solo existe actualmente en la mente de los que la utilizan como un arma contra el islam. Recordemos algunos incumplimientos a “la pureza laica”. La ley de 1905 nunca fue extendida a Alsacia-Mosela (no lo ha hecho ningún gobierno, de izquierda ni derecha, en todo un siglo, así que Francia es el único Estado del mundo cuyo jefe de Estado nombra a dos obispos, el de Estrasburgo y el de Metz, antes de su institución canónica por parte de Roma); todavía no es aplicada en Nueva Caledonia ni en la Polinesia; en cuanto a la Guayana Francesa, durante mucho tiempo allí solo se reconoció el culto católico y se les pagaba a los sacerdotes, pero esa medida está en curso de ser suprimida6. Por no hablar del hecho de que el cónsul general de Francia en Jerusalén, que representa a la república, asiste en calidad de tal a una docena de misas por año, es bendecido por el cura y abraza los Santos Evangelios…

Una sola arma, la libertad

No es cuestión de relativizar la ruptura que representa la ley de 1905. De ello da fe la feroz oposición al texto entre los ámbitos católicos. ¿Pero cómo respondió el gobierno? Por órdenes del Vaticano, la Iglesia francesa rechazó la ley y la creación de asociaciones culturales para gestionar las iglesias. Aplicar la ley votada por la representación nacional llevaba a prohibir la misa. En lugar de eso, se implementaron disposiciones transitorias destinadas a garantizar que la gestión de los lugares de culto católicos fuera dejada provisoriamente en manos de los sacerdotes.

Para organizar la continuidad de los cultos, la ley de 1905 fue enmendada el 2 de julio de 1907 (en el bando republicano nadie pensaba que se trataba de un texto sagrado), mientras se esperaba un acuerdo, que recién se concretó veinte años más tarde. Como recuerda el diputado Joseph Caillaux, “por más paradójico que parezca, Briand logró organizar legislativamente la tolerancia de la ilegalidad”. Es Briand, por cierto, quien apostrofa a la derecha y la Iglesia: “La única arma que queremos utilizar ante ustedes es la libertad.”

Si en ese entonces se hubiera exigido que la Iglesia firmara una carta para ratificar la laicidad y sus leyes o “los principios republicanos” –una noción más que vaga, algo que ahora se le exige al culto musulmán–, el país se habría sumido en la guerra civil. Pero los legisladores de la Tercera República eran más juiciosos y evitaron imponer reglas a discreción de los ministros de culto o su “certificación” por parte del Estado. Y sin embargo, la Iglesia era una fuerza bastante más amenazadora y peligrosa para la república que las comunidades musulmanas divididas, sin verdadero acceso a los pasillos del poder, sin intermediarios políticos o mediáticos.

Actualmente, a través de las declaraciones de numerosos dirigentes políticos y las diatribas de odio de predicadores seudolaicos que ocultan mal su racismo, se está imponiendo una nueva interpretación de la laicidad que se equipara con la secularización forzada del espacio público y de quienes circulan en él. Han logrado convencer de que la laicidad es una multiplicación de prohibiciones: prohibición de las mujeres a llevar el velo en la calle y como acompañante en las salidas escolares, prohibición del velo en la universidad. Y aprovechan la violencia yihadista para cuestionar esas mismas libertades de las que dicen ser los paladines. Prohibiciones que acompañan requerimientos, acusaciones de “separatismo” asociadas con delaciones, intimaciones combinadas con estigmatización…

Aristide Briand y los creadores de la ley de 1905 deben estar retorciéndose en su tumba.

1Citado por Guy Gauthier y Claude Nicolet, La Laïcité en mémoire, Edilig, 1987.

2La Asamblea casi vota el derecho de utilizar las instalaciones escolares para la enseñanaza religiosa, medida que fue rechazada por una alianza entre la derecha y los anticlericales radicales.

3Salvo mención contraria, las citas son extraídas de Alain Gresh, L’Islam, la République et le monde, Fayard, Pluriel, 2004.

4Entre religions et laïcité. La voie française : XIXe-XXIe siècles, Privat, 2007.

5Jean Baubérot, La laïcité falsifiée, La Découverte, 2012.

6Estas situaciones ocurrieron porque originariamente la ley de 1905 no se aplicó ni a las colonias ni a la Argelia francesa.