Islam. Un poema poco conocido de Victor Hugo como un antídoto a la islamofobia

En un poema poco conocido de La Leyenda de los Siglos, Victor Hugo se levanta contra el alboroto mediático que siguió al asesinato de los cónsules franceses y británicos en la ciudad de Yeda, entonces bajo el dominio otomano, el 15 de junio de 1858, inscribiendo resueltamente el Islam en una perspectiva humanista universal.

La Tumba de Eva, en el cementerio de Yeda
L’Ilustration, 19 Febrero 1859, colección privada

Estamos en 1858. A los 56 años, poco después de su crisis mística y su período espiritista de 1853-1856, Hugo comienza la redacción de su epopeya La Légende des siècles (La leyenda de los siglos). Escribe “L’an IX de l’Hégire” (El año nueve de la Hégira), cuyo tema es la muerte de Mahoma, y luego “Le Cèdre” (El Cedro), un poema simbolista poco conocido. Como bien explica Théophile Gautier, La leyenda de los siglos es una “vista del hombre a través de las tinieblas: el tema es el hombre, o más bien la humanidad. (…) Para pintar a Mahoma, [Hugo] se impregna del Corán a tal punto que se lo podría tomar por hijo del islam” 1, y muestra una empatía tan profunda por él que hace algunos años corrió el rumor fantasioso de que el poeta se habría convertido a esa religión hacia el final de su vida.

Victor Hugo compone “El Cedro” entre el 20 y el 24 de octubre de 1858, poco después del asesinato de los cónsules francés y británico en la ciudad de Yeda, en ese entonces bajo dominio otomano, el 15 de junio de ese año. Ese día, la población local se había levantado contra el dominio creciente del Reino Unido sobre su economía, y masacró a veintitrés europeos. El acontecimiento dio mucho de que hablar y provocó un traumatismo profundo y durable en la opinión pública francesa. Los especialistas del derecho público atribuyeron la masacre al fanatismo. Los musulmanes se convirtieron en “enemigos del nombre cristiano, al que deberían honrar y bendecir”, como escribía, en reacción a la tragedia, la abuela del general de Gaulle en 1859.

Yeda, la ciudad de Eva

En Yeda, una ciudad cosmopolita reputada por su tolerancia con los visitantes franceses, los rebeldes no invocaron la religión, utilizada en cambio en los comentarios de los europeos para ocultar sus intereses en el mar Rojo. Pero hubo una excepción: la heroína de la masacre, Élise Éveillard, hija del cónsul asesinado, logró salvarse luego de una lucha homérica que fue narrada ocho años más tarde por Alexandre Dumas. Su relato excluye cualquier dimensión religiosa y en cambio refiere con sencillez cómo los musulmanes efectuaron su rescate y el de su futuro marido.

Narcisse-Alexandre Buquet, La masacre de Yeda, pañuelo ilustrado, Rouen, julio de 1858
© Véronique Hénon, Museo de Tradiciones y Artes Normandas, Castillo de Martainville. La escena muestra a la hija del cónsul francés, Élise Éveillard, defendiendo a su padre moribundo, tendida en el suelo, mientras que el cónsul adjunto, Louis Émerat, lucha detrás de ella contra los asaltantes. El cuerpo de la Sra. Éveillard puede verse en la esquina inferior izquierda.

Victor Hugo se levanta contra el tumulto mediático que denigra al islam, e inscribe a esa religión en una perspectiva humanista universal. “El Cedro” establece un diálogo místico entre el califa Omar (él escribe Omer) y san Juan el Evangelista, y por otro lado, entre Yeda, origen mítico de la humanidad, y Grecia, fuente imaginada de la civilización europea. Si Hugo sitúa a Omar en Yeda y no en su ciudad de origen, La Meca, o en su capital, Medina, las dos primeras ciudades santas del islam, es porque desde tiempos inmemoriales esa es la ciudad de Eva, madre de todos los hombres2, y por ese motivo, según el poeta, también puede aspirar al calificativo de “santa”.

“Es la historia escuchada en las puertas de la leyenda”

Hugo le atribuía una gran importancia al mito de Eva, a quien le había consagrado el primer poema de La Leyenda de los Siglos con el título «La Coronación de la Mujer». Sabía de la existencia de su tumba, venerada en Yeda. El “santón” a cuya sombra Omar percibe un cedro mientras deambula por los arenales de esa ciudad designa en el poema, a través de un uso anticuado, a un santo musulmán y, por extensión, su tumba en forma de cúpula, que en África del Norte se denomina morabito. Hugo era lector fiel de L’Illustration, así que había leído el artículo que le dedicó esa revista a la masacre de Yeda, que fue ilustrada con un dibujo de esa tumba (ver ilustración de este artículo). Ahora bien, en ese dibujo aparecía representado un ramillete de palmeras (una palmera produce retoños a sus pies) que brotaba a la sombra del edículo construido en la ubicación de la cabeza de Eva. En una potente visión onírica, Victor Hugo convierte esas palmeras en un cedro. Para él, el árbol en general es símbolo de vida: “El árbol, origen del bosque, es un todo. Se corresponde, por la raíz, con la vida aislada, y por la savia, con la vida en común. Por sí solo, no evidencia más que el árbol, pero anuncia el bosque. (…) Todos los aspectos de la humanidad se resumen en un único e inmenso movimiento de ascenso hacia la luz” 3. Árbol sagrado del Oriente Próximo antiguo (en el mito más antiguo de la humanidad, la epopeya de Gilgamesh, que es la busca de la inmortalidad, el trono de la diosa Ishtar era un cedro gigante), el cedro simbolizaba la incorruptibilidad y la inmortalidad. Seguramente es la principal razón por la que Hugo lo sustituyó por la palmera. El simbolismo de ese árbol se adecuaba perfectamente a las palabras del poeta, trazando un puente celeste entre las raíces orientales de la civilización y el apocalipsis cristiano, y por ende occidental.

En ese largo y majestuoso poema compuesto en alejandrinos, Victor Hugo describe al califa Omar andando sobre el arenal de Yeda, y toma la precaución de equiparlo con su bastón, célebre en la historiografía musulmana. El segundo sucesor de Mahoma se topa con un viejo cedro, al que le ordena que se arranque del peñasco en el que está arraigado para volar “en nombre del Dios vivo” y encontrarse con San Juan el Evangelista, autor del Apocalipsis, quien dormía en una playa de la isla griega de Patmos. La invocación del Dios “vivo” hecha por Hugo corrobora la función del renacer de la vida, desempeñada en el poema por el cedro. Ese viaje onírico recuerda el Isra y el Mi’raj o viaje nocturno del profeta Mahoma, de La Meca a Jerusalén, que simboliza el vínculo entre el islam y los otros dos grandes monoteísmos. “El Cedro” asocia entonces el Génesis (Eva) con el Apocalipsis y el Corán, en un resumen místico de la historia de la humanidad. “Es la historia escuchada en las puertas de la leyenda”, para retomar las palabras de Hugo en su prefacio. A través de un diálogo ecuménico entre el califa Omar y san Juan el Evangelista, también establece un puente simbólico entre un Oriente arraigado en Yeda y un Occidente apocalíptico. Victor Hugo da muestras de un conocimiento palpable del islam al llamar a Jesús por su nombre árabe de Isa.

“Recién llegados, ¡dejad a la naturaleza tranquila!”

El panteísmo del poeta convierte a la naturaleza en general, y al árbol en particular, en el reflejo de Dios. Hugo escribía, claro: “No soy panteísta. El panteísta dice: todo es Dios. Yo digo: Dios es Todo. Diferencia profunda” (Correspondencia III, p. 364), y también: “Todos los dioses son Dios, todos los oleajes son el mar” (Dieu, Hugo indica en su prefacio a la Leyenda de los siglos que ese pueda es su comienzo. Iniciado en 1855, recién fue publicado en 1891, a título póstumo).

Hugo aborda entonces, de manera simbólica, el respeto que se debe tener por la naturaleza, fuente de vida. Ese mensaje proviene de Oriente, que “antaño fue el paraíso del mundo”, escribía Hugo en un poema de juventud que ya suponía el diálogo entre Oriente y Occidente. Dormido en Patmos, san Juan debería recibir el mensaje de renacimiento transmitido por el cedro, antes que zozobrar en las tinieblas del Apocalipsis; “Juan, que acostado sobre la arena, dormía” –al igual que Eva, tendida en el arenal de Yeda– tenía que reavivar la vida en Occidente: ese es el mensaje del poeta, transmitido al Evangelista por boca del califa Omar.

Y san Juan aporta una respuesta misteriosa dirigida a los hombres que nacen y se enfrentan en batallas estériles: “Recién llegados, ¡dejad a la naturaleza tranquila!”, ya que ella es quien da y mantiene la vida.

Un cedro con sus raíces hundidas en el corazón oriental de la humanidad viene a “cubrirlo con su sombra” para despertarlo de su sueño apocalíptico y llevarlo al mundo de los vivos… Que el autor asocie la leyenda del origen de la humanidad con el mito escatológico del apocalipsis en “El Cedro” no es entonces producto del azar. En realidad, ese poema es un resumen de La Leyenda de los Siglos, arraigada en Oriente como el cedro en Yeda. El contraste entre ese mensaje y el rechazo de esa ciudad y del islam en la Francia de la época en que Victor Hugo compone el poema demuestra su originalidad y su voluntad humanista de erigirse como antídoto contra el veneno que se instilaba en ese entonces, combinando, como durante toda su vida, combate político y horizontes literarios. El poeta logra la hazaña de injertar una epopeya intemporal en una actualidad ardiente y sangrienta. Que un árbol sirva de vínculo entre el islam y el cristianismo demuestra que oponer uno al otro va contra las leyes de la naturaleza o incluso resulta contra natura. La literatura desempeñaba así su papel de lazo entre los hombres en el momento en que su furia los dividía. Reaccionar a la violencia por medio del diálogo y no de la estigmatización del Otro musulmán, ¡qué enseñanza del más grande de nuestros escritores para nuestros contemporáneos!

1Rapport sur le progrès des lettres (1868), citado in Paul Berret, La Légende des siècles, Mellotée, 1945.

2Para más detalles, ver Louis Blin, La Découverte de l’Arabie par les Français. Anthologie de textes sur Djeddah, 1697-1939, París, Geuthner, 2019.

3Prefacio del autor a la primera serie de La Leyenda de los siglos (1859).