Horas y días después de su muerte, no dejo de volver una y otra vez sobre esa foto de Sara Hegazy que apareció por primera vez en 2017 tras su detención: una joven radiante con un fondo donde se distinguen el cielo contaminado de El Cairo y las luces resplandecientes del concierto. Hegazy se había alzado por sobre la multitud, probablemente sobre los hombros de alguien, y levantaba los brazos. La bandera arcoíris le caía sobre los hombros como una capa.
La alegría que iluminaba su rostro me perseguía. También su levedad. Mientras se cubría descuidadamente los hombros con la bandera, parecía liberada de todo el peso de su ser. No era una imagen de desafío, sino más bien de una presencia insoslayable. En un solo instante, había bajado la guardia y se había reconciliado con su propio cuerpo. Tal vez incluso estuviera orgullosa de él. En medio de una multitud interminable como telón de fondo, solo ella existía, en un momento de intimidad con la máquina de fotos. Parecía libre. Eso era lo amenazador para sus verdugos: Hegazy sugería, fugazmente, que en nuestro propio país la felicidad y la libertad son posibles para personas como nosotros.
“Nuestros rostros son máscaras”
En nuestra condición de árabes queers, miembros de la comunidad LGBTQ+, aprendemos a sobrevivir incluso antes de saber que sobrevivimos. Aprendemos la manera socialmente aceptable de caminar y de hablar, a llevar nuestra masculinidad o nuestra femineidad, a comportarnos de modo de no meternos en problemas, a conciliar realidades complejas y a vivir mentiras verosímiles. Controlamos la cintura cuando se balancea demasiado, mientras otras son forzadas a llevar vestidos rosas, pero preferirían ponerse un par de jeans. Controlamos la voz, para volverla más suave o más grave. Imitamos los gestos de los otros, en lugar de adoptar nuestros propios gestos.
En la mayoría de los casos, nuestros rostros son máscaras. Por más que vivamos plenamente en las grandes ciudades de la región, por más que encontremos amigos y amantes, fundemos hogares, trabajemos, creemos espacios seguros y mantengamos contacto con nuestras comunidades, solo existimos en los márgenes. A nuestra manera, todos intentamos vivir en un mundo que en el mejor caso nos borra legalmente y, en el peor, nos condena a muerte; en contextos sociales que en el mejor caso nos toleran y, en el peor, nos exilian y nos prohíben.
Algunos de nosotros se las arreglan mejor que otros. Algunos salen airosos, otros tropiezan. Algunos interiorizan su personalidad pública; otros, el odio que reciben. Algunos se ocultan, otros huyen. Algunos contraen un matrimonio heterosexual, otros lo dan por terminado, mientras que la mayor parte vive en un punto intermedio que permite evitar el colapso sin llegar tampoco a la plenitud. Y después están esos corazones valientes como Sara Hegazy, que viven su verdad a la vista de todos, que nos permiten soñar con una realidad donde nuestra sexualidad no se resume a lo que somos. Entonces nos decimos que quizá los tiempos cambien. Quizá podamos bajar un poco la guardia, para coquetear o para existir, para afirmarnos y tantear los límites de nuestro mundo.
Y después llega el cruel despertar. Cualquiera de nosotros podría haber sido Sara, con ese gesto despreocupado durante una velada placentera, ebria de ilusiones de esperanza, celebrando la camaradería y la felicidad de estar rodeada de personas que ven y aceptan. Su felicidad fue recompensada con el encarcelamiento, la electrocución, la agresión sexual y el exilio. Una advertencia —como si acaso hiciera falta— de que nosotros, los árabes homosexuales, siempre debemos tener nuestra máscara al alcance de la mano.
Una avalancha de odio
Mi teléfono no dejó de sonar horas y días después del fallecimiento de Sara. No la conocía personalmente y no teníamos amigos en común. Así que no estaba preparado para perderla. Los mensajes que llegaron a mi casilla de correo electrónico revelaban que otras personas sentían la misma cosa. Nos encontramos en círculos de duelo común, en Londres, Lisboa, Boston, Amán, Haifa e incluso Beirut. ¿Qué es lo que nos afectó tanto de la historia de Sara, más allá de la tragedia inconcebible? En busca de respuestas, y como por masoquismo, me puse a ver los mensajes en las redes sociales. Es un ejercicio egoísta e idiotizante. Quería ver lo que decía la gente, para intentar hacerme una idea del contexto en el que se enmarcaban los comentarios sobre su muerte. Cada vez que alguien se mostraba solidario con ella, me recorría un impulso de esperanza. Eso quiere decir que algunas personas nos ven. Muchos expresaron tristeza y apoyo. Necesitamos a esos aliados, esos privilegiados que pueden hablar en nuestro nombre y que tienen la posibilidad —que no tenemos nosotros— de ser escuchados.
Pero el desfile de odio era aplastante. En las redes sociales que consulté, las personas no sabían qué aspecto de Sara defenestrar primero. En realidad, al juzgarla competían para afirmar su propia actitud moralizadora. Era una sucesión de comentarios de una ira execrable. No logré discernir qué perturbaba más a los comentadores, si la quietud de Sara, su ateísmo, su comunismo o su feminismo. Todos los detractores se parecían, porque citaban versículos interminables de nuestros libros sagrados para justificar su condena odiosa.
Palabras nauseabundas
Por supuesto, la forma en que ocurrió su muerte no es la menos ofensiva. Aquellos que se quitan la vida merecen arder en el infierno y no deben recibir ninguna piedad. No importa que pensemos que Sara sacrificó su vida o no, lo importante es que murió por la mezquindad de nuestra sociedad y su incapacidad de darle lugar a toda la extensión de su humanidad.
Tras haber yo mismo normalizado esa retórica de odio durante varios años y haberla rechazado durante mucho tiempo porque la consideraba ilógica e incoherente, intenté convencerme de que esos comentarios no podían molestarme. Pero había olvidado hasta qué punto las palabras nauseabundas pueden ser peligrosas. Al examinar ese universo paralelo, de repente mi curiosidad se despertó. ¿Qué les genera tanto temor?
¿Por qué la idea de una comunista, atea y lesbiana suscita la violencia del Estado, la condena religiosa y el odio patriarcal?
Ciertamente, conozco las respuestas a todas esas preguntas. Las conocemos todos. Las llevamos en el fondo de nuestro ser. No hay nada más aterrador que la amenaza de la inseguridad. Simplemente exijo que me demuestren lo absurdo que es todo esto. Las todopoderosas naciones árabes tiemblan ante una joven rebosante de felicidad.
La “desgracia árabe”
En mi fuero interno, la muerte de Sara me remite a las reflexiones de Samir Kassir1 sobre la “desgracia árabe”: el sentimiento bastante extendido de desfase que impregna a nuestro mundo es tan abrumador, tan paralizador, que para muchos resulta más fácil huir.
Como otros homosexuales de la región, conozco, dolorosamente, la elección a la que nos enfrentamos todos en un momento u otro de nuestra existencia: conformarse o desaparecer. Crecí en una región donde no había ninguna señal exterior de homosexualidad a mi alrededor. Antes de internet, me había hecho a la idea de que en cierta manera las voces de mi alma que me murmuraban que yo era gay eran peligrosas. Tenía que sofocarlas. Confórmate o desaparecerás: es el mensaje tenaz que se nos propina, involuntariamente o por malicia. No hay un solo tipo de normalidad.
Como muchos de nosotros, esa elección hizo que me desprendiera de una parte de mí mismo. Tuve el privilegio de tener acceso a lo que Kassir llama la “huida individual”. Me creé un hogar en otro lugar, en Londres. Muchas otras personas –y son muy numerosas– eligieron vivir fuera de Oriente Próximo. Asentados sobre nuestros privilegios, cargamos con una inmensa culpa por haber podido huir, y también sentimos una profunda nostalgia.
La palabra “exilio” es demasiado fuerte; “alejamiento” quizá sea más apropiada. Podríamos elegir quedarnos. Muchos lo hacen sin remordimiento, mientras que otros se ven oprimidos por la tiranía de aquello considerado normal. La mayor parte de ellos no tienen la posibilidad de partir. Pero esto es lo que no sabía cuando elegí vivir en Londres: llevamos nuestro hogar en el corazón. Quedándonos o yéndonos, el alejamiento nos afecta de la misma manera. Los mensajes grabados en mi buzón de voz demuestran que nuestro dolor colectivo no conoce fronteras geográficas. Y aunque permanezcamos en nuestro país, estamos exiliados de nuestra familia y de nuestra comunidad.
Todavía no hemos reconocido colectivamente la violencia inherente al hecho de que nos digan, explícitamente o no, que no somos bienvenidos en nuestros hogares. La tragedia de Sara nos afectó a gran cantidad de nosotros porque su historia fue la versión extrema de lo que todos vivimos. Ella huyó a Canadá para refugiarse. Eso debería haber marcado el fin de su tragedia y no un nuevo capítulo de dolor. Sara podría haber vivido plenamente allí, como dicen algunos. Pero los que huimos lo sabemos muy bien: llevamos los traumas pasados a los países extranjeros, y ahí hacen metástasis. La separación geográfica puede darnos seguridad física, pero la expulsión inicial de nuestros hogares siempre termina por desgarrarnos. La muerte de Sara, sola en Toronto, ha sido la confirmación de todo aquello que tememos: morir en soledad, lejos de nuestras familias, juzgados y detestados por nuestras sociedades, incluso después de nuestra muerte.
Reconquista de la patria
Lo que más desazón me causa es la acusación de que somos agentes extranjeros, que nos colonizaron la mente, que nos occidentalizamos, que vamos sin Dios y corrompidos en pos de valores que no tienen cabida en nuestro mundo árabe. Mientras el capitalismo norteamericano inunda nuestras calles y nuestros dictadores se equipan con tecnología de vigilancia israelí, resulta que la mujer envuelta en una bandera arcoíris es un agente extranjero corrompido…
Somos el resultado del mismo mundo en el que ustedes viven. Venimos de Arabia Saudita y de Palestina, de Jordania, de Qatar y de Bahrein, y respiramos el mismo aire que ustedes. Nos gusta la misma comida y la misma música que a ustedes. Compartimos los mismos ideales políticos y luchamos por las mismas causas. Somos musulmanes y somos laicos. Somos, por nacimiento y por elección, árabes queers. Y permítanme decirles: juntos somos una horda.
Los años en Londres fueron pasando y mi máscara cayó, y me di cuenta de que no me gustaba la elección a la que me sentía obligado. Elegir entre mi homosexualidad y mi pertenencia no era algo que yo pudiera hacer. Es una elección que rechacé.
Poco después, emprendí el viaje de reconquista de mi patria en el momento en que recorrían nuestras ondas las composiciones de Mashrou’ Leila2. Su música era revolucionaria porque creaba una realidad diferente. Le dio voz a un entorno árabe que no solo nos toleraba, sino que también nos comprendía con todas nuestras particularidades. La música y las letras pusieron a resguardo nuestra complejidad, nuestra homosexualidad y nuestra arabidad, así como la diversidad de las políticas y de las creencias, y volvieron menos violenta la exigencia de elegir entre todas esas polaridades. Todo eso recordaba el olor de jazmín en el aire y el hostigamiento fastidioso de nuestras madres, que también percibían nuestra capacidad de amor auténtico y nuestra melancolía. Las muchedumbres confluían; hombres y mujeres podían ver, a diferencia de la época de mi infancia, una versión de ellos mismos que se realizaba plenamente y aceptaba toda su humanidad. Se daban cuenta de que no estaban solos.
Era una época en que millones de personas luchaban por una política regional de dignidad, de humanismo, y no de autoritarismo y de corrupción. Aquello sucedió antes; esto ocurre ahora.
El precio a pagar
¿Acaso es tan frágil nuestra arabidad, que solo podría sobrevivir siendo monolítica? ¿Qué es lo que nos vuelve tan poco seguros de nuestra arabidad, que no podemos tolerar los millones de matices que nos revisten, ya sean islamistas o laicos, “queer” o “straight”? Imaginemos una identidad árabe lo suficientemente fuerte como para congregarnos a todos, en lugar de intentar imponernos un único relato. Como el grupo Mashrou’ Leila, que toma cada uno de los hilos de nuestra identidad y los teje juntos en una única balada conmovedora. Si al menos estuviera permitido…
Idealismo ingenuo, tal vez. Quizá Sara había comprendido mejor las cosas. Dio con la tecla justa cuando escribió que el cielo es más grato que esta tierra. Ella no tuvo necesidad de explicar lo que elegía. ¿Quién puede culparla? Esta tierra la había dejado caer, a ella y a tantos otros, y había roto sueños por millones y más. Yo mismo terminé quebrándome cuando escuché a Hamed Sinno, el cantante de Mashrou’ Leila, retomando las palabras de Sara y dándoles vida con su voz soul.
Vestido con una remera negra en la que podía leerse “Pero nuestra tierra vive en nosotros”, captó perfectamente nuestro dolor y comprendió que nuestra patria, al igual que nuestro exilio, está agazapada en nuestro corazón. Y así como su voz permitió que me entregara a mis sueños, también me autorizó a hacer el duelo y a llorar, no solo la muerte de Sara, sino también el costo de nuestra revolución, para que nuestras reivindicaciones sean tomadas en cuenta. El precio que debemos pagar para que un día nuestras vidas no sean condicionales.
Ese momento aún no llegó. Pero ya lo lograremos, porque así no vamos a ningún lado, y porque nos negamos a que nuestro apego amoroso a nuestra región dependa de una imposible renuncia a nosotros mismos. La semana pasada, cuando nos reunimos por SMS y por teléfono, la alegría reinaba en el corazón de nuestra comunidad, ya sea femenina o masculina. Habíamos vuelto a crear esa misma dimensión en la que se había abandonado Sara durante ese concierto, rodeada de amigos y de aliados, y que nos preservó en nuestra singularidad.
Mientras el rostro de Hamed se contraía de emoción, yo mismo sentí rodar las lágrimas sobre mis mejillas. Pensé en Sara. Ella llevaba su propia historia, pero se encontraba con todas esas almas perseguidas por su sexualidad, sus ideas políticas, sus creencias o su raza, exiliadas en tierras desconocidas o familiares, en guerras sordas o abiertas. Hoy que Sara toca el cielo, ella nos recuerda que, para vivir, debemos vivir con toda nuestra integridad, con todas las contradicciones embrolladas, dolorosas y complejas que nos convierten en seres humanos. Nuestra vida no está condicionada a nada. La suya tampoco lo estaba. No te entregues, camarada.
1NDT. Militante e intelectual, Samir Kassir fue asesinado en Beirut el 2 de junio de 2005. Había sido editorialista en el diario An-Nahar y profesor de historia contemporánea en la Universidad de San José de Beirut. Se oponía abiertamente al dominio de Siria sobre el Líbano.
2NDT. Grupo de indie rock libanés. Sus producciones musicales aluden directamente a la política y la homosexualidad. El grupo es prohibido regularmente en varios países.