Geopolítica del Golfo Pérsico. Regreso de Catar, debilitamiento de los Emiratos Árabes Unidos

En pocos años, Catar logró salir del aislamiento y hacerse un lugar dentro y también fuera del contexto regional, como lo demuestra su papel en Afganistán. En cambio, los Emiratos Árabes Unidos acumulan los reveses, aunque siguen contando con muchos puntos a favor.

Nueva York, 21 de septiembre de 2021. El Emir de Qatar, el Jeque Tamim Ben Hamad Al-Thani, llega para dirigirse a la 76ª sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas
Getty Images via AFP

En junio de 2017, una coalición de Estados árabes liderados por los Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Arabia Saudita impusieron un embargo contra Catar. Aislado por el eje contrarrevolucionario emiratí-saudí, el pequeño emirato parecía estar en el punto más bajo de su influencia regional y descubría que su largo apoyo a los Hermanos Musulmanes había resultado poco productivo. Debió resistir las fuertes presiones para cerrar sus medios de comunicación, incluida su punta de lanza, el canal de televisión Al-Jazeera, y mientras la administración Trump se deshacía en elogios hacia los dirigentes emiratíes y saudíes, el futuro del país catarí parecía totalmente incierto.

Cuatro años más tarde, la situación se ha dado vuelta. La región del Golfo ha experimentado un drástico reequilibrio geopolítico. Catar recuperó su envergadura gracias a la potencia de su política exterior, que supera con creces su pequeña superficie geográfica. Y los que ahora están a la defensiva son los EAU, que sufrieron numerosos reveses en varios asuntos regionales. Esta nueva situación se explica antes que nada por sus enfoques regionales, diametralmente opuestos. Catar pulió una política exterior independiente, inspirada por una visión estratégica a largo plazo, mientras que los EAU aplicaron tácticas a corto plazo.

La cuestión afgana

La situación en Afganistán ilustra la recuperación de Catar. Doha se presta desde hace mucho tiempo como mediador en los conflictos regionales, de modo que en 2013 decidió recibir a los talibanes –una medida controvertida en ese entonces– y arbitrar las futuras negociaciones de paz con Estados Unidos. Tras el retiro de los norteamericanos, el emirato pasó a ser un actor ineludible para cualquier diálogo con los talibanes. Facilitó los puentes aéreos para evacuar a muchos estadounidenses y afganos en peligro, y junto con Turquía aceptó operar el aeropuerto de Kabul en representación del nuevo poder. Así que las relaciones entre Occidente y los talibanes ahora dependen en parte de Doha.

Esto implica un cambio importante para los intereses de Catar, que en términos geográficos se extienden mucho más allá que los de sus rivales del Golfo. En el pasado, los conflictos entre Irán y los Estados del Golfo se limitaban a la política energética de Oriente Próximo y a garantizar la seguridad de las reservas locales de petróleo y de gas. El caso afgano es diametralmente diferente: Afganistán, campo de batalla de dos décadas de intervencionismo occidental contra el yihadismo, les recuerda a las potencias occidentales sus golpes más traumáticos ligados al terrorismo y al islamismo. Y allí, lejos del estrecho de Ormuz, volvió a cobrar impulso la influencia catarí.

El rol de Catar en Afganistán no carece de ironía: si antes acusaban al emirato de estar demasiado cerca del islamismo, y por lo tanto del terrorismo, ahora es apreciado precisamente por su papel de mediador ante los talibanes. Ahora la comunidad internacional cuenta con Doha para vigilar y eventualmente moderar esa forma de ideología islamista extremadamente conservadora.

Si nos ceñimos a la historia, los cambios geopolíticos en Asia Central sin duda no terminarán con el “gran juego” entre las grandes potencias, sino que introducirán nuevos actores en la ecuación. Catar pronto deberá enfrentar la influencia de Pakistán, que desde hace mucho tiempo apoya a los talibanes. El involucramiento militar de Islamabad en Afganistán remonta a la Guerra Fría, cuando el país buscaba aumentar su peso estratégico en relación a India. Pakistán también intenta reducir la influencia del nacionalismo pastún fronteras adentro apoyando una versión del nacionalismo islamista del otro lado de su frontera occidental. Un mayor involucramiento con los talibanes también le permitiría restructurar los movimientos y las madrasas talibanas que operan dentro de sus propias fronteras y que son cada vez más populares.

Aunque Catar demuestra su fuerza en Afganistán, no pierde de vista sus objetivos tradicionales y vitales en el mundo árabe. A nivel regional, Palestina podría representar una nueva apertura para Catar y permitirle repetir su éxito en Afganistán fungiendo como intermediario entre Hamás y, del otro lado, Israel y Estados Unidos. Catar –a diferencia de los EAU– no normalizó sus relaciones con Israel, de modo que goza de cierta credibilidad entre los palestinos. Y a diferencia del resto del eje contrarrevolucionario, puede tratar más fácilmente con Hamás, dado que nunca consideró al grupo islamista como un grupo terrorista. De esta manera, Catar podría aliviar el sufrimiento de los gazatíes sin apoyar explícitamente a Hamás, y por lo tanto, preservar su credibilidad ante Israel y Estados Unidos. De ese modo podría convertirse en el principal facilitador de los contactos entre los palestinos y Estados Unidos e Israel.

Un frente contrarrevolucionario que acumula errores

Al revés de la victoria estratégica de Catar, los Emiratos Árabes Unidos y, por extensión, el frente contrarrevolucionario (que incluye principalmente a Egipto y Arabia Saudita) acumulan errores tácticos. Mientras que la política de Doha se concentró en el soft power y en una hábil diplomacia independiente, los EAU, después de la Primavera Árabe, invirtieron en el hard power. Con la complicidad de la administración Trump, lanzaron intervenciones militares en la región con el objetivo de detener cualquier avance democrático. También promovieron nuevas tecnologías, como Pegasus, para acallar a los disidentes y las voces críticas del poder.

Esta estrategia mostró claramente sus límites, sobre todo porque esas demostraciones de fuerza solo agravaron las crisis económicas y sociales. La desastrosa situación humanitaria en Libia y Yemen confirma este balance mitigado. Los EAU también se encontraron atados de pies y manos en Palestina durante el conflicto entre la Franja de Gaza e Israel de 2021. Su apoyo entusiasta al “acuerdo del siglo” de la administración Trump les impidió involucrarse más intensamente con los palestinos en el terreno. Y también fracasó el embargo emiratí-saudí contra Catar, como lo demostró la tímida reconciliación de Riad y Abu Dabi con Doha en enero de 2021.

Las cosas no siempre ocurrieron de este modo. Antes Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos manejaban la diplomacia como los cataríes la manejan hoy en día. Riad mantenía una relación especial con Yemen, igual que Catar con Afganistán en la actualidad. Y cuando los talibanes gobernaron Afganistán a fines de la década de 1990, Arabia Saudita y los EAU fueron los únicos países árabes en reconocer ese gobierno. Desarrollaron contactos que penetraron profundamente en el país, pero esos canales de acceso y de influencia se redujeron tras la Primavera Árabe debido a que ambos países adoptaron una posición contrarrevolucionaria acompañada por un sistema rígido y jerárquico en sus propios Estados.

Estos reajustes no dieron los resultados esperados porque el eje contrarrevolucionario nunca logró aplastar las veleidades de cambio democrático y la voluntad de participación política en toda la región. La voluntad de restaurar una estabilidad autoritaria también fue cuestionada por los movimientos populares que siguieron movilizándose durante la última década. La segunda ola de la Primavera Árabe durante 2018-2019 en Argelia, Sudán, Irak y el Líbano reveló una nueva realidad: si bien el frente contrarrevolucionario puede obstaculizar los avances democráticos, nunca logrará volver atrás y reimponer un pasado que ya no vuelve más.

Otro factor que permitió la reemergencia de Catar es la falta de coherencia del eje contrarrevolucionario. En los años inmediatamente posteriores a la Primavera Árabe, los dirigentes saudíes y emiratíes fueron cambiando al mismo ritmo y armonizando sus políticas exteriores en varios aspectos. Sin embargo, recientemente, Arabia Saudita, con el príncipe heredero Mohamed bin Salmán, redefinió su enfoque y aprendió a actuar de manera más pragmática tomando distancia respecto a los Emiratos Árabes Unidos.

Las razones de semejante discordia son varias. En numerosas ocasiones, el régimen saudí se vio actuando como apoyo de los dirigentes emiratíes, pero sin recibir mucho reconocimiento a cambio. Riad destinó enormes recursos militares para financiar las grandes aventuras contrarrevolucionarias, mientras recibía severas críticas en materia de derechos humanos. Además, a los saudíes los tomó por sorpresa la decisión de los EAU de normalizar las relaciones con Israel, y sabían perfectamente que no podían hacer lo mismo, en primer lugar porque la población saudí es mucho más numerosa y la oposición interior es mucho más fuerte, pero también porque los dirigentes saudíes llevan la carga simbólica de la protección de la cuna del islam.

Tensiones con Arabia Saudita

El régimen saudí lucha fundamentalmente por la misma cuota de mercado geopolítico que los dirigentes emiratíes, y esa competición estalló en pedazos a la vista de todos. Los desacuerdos públicos entre ambas potencias se volvieron más flagrantes, como lo demostró su divergencia, en el verano boreal de 2021, sobre la producción de petróleo, que marginó temporalmente a la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). La discordia también se percibe a la luz de la reciente decisión saudí de solo hacer negocios con empresas globales que tengan sede regional en Arabia Saudita, lo que llevó a algunas de ellas a abandonar los EAU para replegarse en el reino.

El acercamiento entre Turquía y Egipto también favoreció a Catar. Esta revitalización de las relaciones demuestra que Recep Erdogan está dispuesto a reducir el apoyo de Turquía a los Hermanos Musulmanes, lo que alentó a Catar a hacer lo mismo. Ambos reconocen que han perdido influencia los actores islamistas del establishment, como los Hermanos Musulmanes en Egipto, Ennahda en Túnez y el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) en Marruecos.

Es cierto que se trata de tres grupos diferentes que operan a su vez en contextos muy distintos. Sin embargo, su situación actual revela una tendencia general: un doble fracaso que consiste en recurrir a una ideología para lograr el apoyo popular, mientras realizan incursiones institucionales en Estados autoritarios poco dispuestos a permitir su incorporación en sus aparatos. Eso no marca de ninguna manera el final del islamismo como fuerza política, porque dentro de esas sociedades todavía existen importantes sectores de la población que están dispuestos a apoyar las plataformas conservadoras de esos partidos que combinan fe y política. Sin embargo, permite eliminar el tema del islamismo de los puntos de discordia entre Arabia Saudita y Catar, que al mismo tiempo puede ganar soltura para actuar con mayor libertad.

Reglas del juego cambiantes

El hecho de que Catar renazca a través de su política exterior no significa que sus compromisos ideológicos hayan cambiado. No promueve el liberalismo, y no alienta otra Primavera Árabe. No forma parte de la contrarrevolución, pero tampoco es un actor revolucionario. Es solamente un actor pragmático que comprende el sentido de la historia. Pero si quiere hacer perdurar sus logros deberá igualmente realizar una apertura política en el plano interior.

Del mismo modo, si los EAU han tropezado, eso no los debilita en nada en el plano interior. Se jactan de tener una administración pública eficaz y buenas capacidades institucionales que atraen a un abanico impresionante de empresas y de trabajadores de todo el mundo. Sus reservas energéticas son considerables. Además, aunque su sistema político es tan cerrado como el de Arabia Saudita, es menos vulnerable a la oposición interna y a las protestas públicas debido a que su sociedad es menos numerosa y el Estado cuenta con métodos de control de alta tecnología. En consecuencia, sus reveses en la región no se traducirán necesariamente en reveses internos.

Sin embargo, el resurgimiento estratégico de Catar tendrá consecuencias cruciales en el contexto regional. En primer lugar, ahora que han cambiado las reglas de juego entre Catar y los Emiratos Árabes Unidos, ambos buscarán nuevos terrenos de competencia. La política catarí, por ejemplo, explota los recursos educativos, mediáticos y culturales de su soft power, como lo hicieron los EAU. Pero Catar todavía debe aprender lo que ya han aprendido los EAU: traducir esos logros en resultados económicos rentables apoyándose, por ejemplo, en su control de la gestión de los puertos, sus inversiones y su acceso a sectores económicos cruciales en el exterior.

En segundo lugar, los EAU ahora apuestan a Pekín. La presencia de China en Oriente Próximo se basa más en acuerdos económicos que en recursos militares, como es el caso de Estados Unidos. Y los EAU se comprometieron a convertirse en el punto de entrada de China en el Golfo. Ya se presentaron como el punto neurálgico de la diplomacia de las vacunas de Pekín, asistiendo a producir y a distribuir las vacunas chinas contra el COVID-19 en el resto del mundo árabe. La próxima etapa lógica consistirá en responder a los intereses chinos en el Golfo como punto de llegada de su “nueva ruta de la seda”, lo cual requerirá acuerdos más complejos sobre cuestiones logísticas, transporte y cadenas de suministro. En resumen, dos pequeños Estados del Golfo con ambiciones desmesuradas entran en una nueva era de competencia geopolítica. Y los resultados de esa confrontación todavía son imprevisibles.