Israel-Palestina. De la colonización directo al apartheid

El anuncio del debate del 4 de mayo de 2023 en la Asamblea Nacional Francesa en torno a una resolución que condena “la institucionalización por parte del Estado de Israel de un régimen de apartheid como consecuencia de su política colonial” suscitó protestas indignadas y acusaciones previsibles de antisemitismo. Estas reacciones suelen explicarse por una ceguera respecto a la realidad colonial del sionismo.

Cartel promocional de la película de Judah Leman, The Land of promise, 1935
National Photo Collection of Israel, Photography dept. Goverment Press Office/Wikimedia Commons

¿Apartheid? ¿Cómo se atreve a decirlo? Hasta el presidente de la república francesa, Emmanuel Macron, rezonga contra la “utilización inapropiada de términos históricamente cargados y difamatorios para describir al Estado de Israel”. El Parlamento israelí no tiene ese pudor de muchos responsables políticas franceses cuando avala ratifica ese Estado de apartheid adoptando un ley fundamental de valor constitucional titulada “Israel como Estado-nación del pueblo judío”, cuyo artículo 1º proclama fuerte y claro: “El derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío”, un derecho negado a los palestinos ciudadanos del mismo Estado, pero otorgado a un judío instalado en Argentina o en Ucrania. Y el nuevo gobierno de Benjamín Netanyahu grabó a fuego en su programa que el pueblo judío “tiene un derecho inalienable y exclusivo en todas las partes de la Tierra de Israel” y va a desarrollar la colonización en “Galilea, en el Néguev, en el Golán y en Judea y Samaria”.

Si para algunos resulta tan desestabilizador aceptar esta realidad de apartheid señalada por muchas organizaciones de defensa de los derechos humanos, es porque cuestiona muchos mitos sobre el sionismo y el Estado de Israel, en el que personas de buena fe ven una especie de milagro, de “renacimiento del pueblo judío en la tierra de sus ancestros”, una reparación justa del Holocausto. Esos elementos contribuyeron a absolver al movimiento sionista de su pecado original: su dimensión colonial.

UNA TIERRA VACÍA”

En el siglo XV, a partir de los “grandes descubrimientos”, se desarrolla un gran movimiento de conquista por parte de Europa de los otros continentes, que entra en la historia con el nombre de “colonialismo”. En su libro Terra nullieus, el periodista sueco Sven Lindqvist aclara la definición de esas “tierras vacías” que se podían conquistar:

En la Edad Media, era la tierra que no pertenecía a ningún soberano cristiano. Más tarde, era la tierra que no había reivindicado todavía ningún país europeo y que pasaba a pertenecer legalmente al primer país europeo que la invadía. Una tierra vacía. Una tierra desierta.

El colonialismo se desplegó en dos versiones: en la mayoría de los casos, los países conquistados fueron dirigidos por algunos miles de administradores y soldados de la metrópoli; en cambio, el “colonialismo de poblamiento” estuvo acompañado por un cambio demográfico radical y el asentamiento masivo de europeos, como en América del Norte, África austral, Argelia, Nueva Zelanda, Australia y, último ejemplo del que se tenga registro, en Palestina (pero en un contexto histórico diferente, el del siglo XX y el comienzo de los grandes movimientos anticoloniales).

Esta migración estuvo favorecida por el sentimiento de superioridad que dominaba entre los colonos, como recuerda el orientalista Maxime Rodinson en un célebre texto de 1967 titulado “Israel, ¿hecho colonial?” :

La supremacía europea había implantado hasta en la conciencia de los más desfavorecidos de los que participaban en el proyecto colonial la idea de que, fuera de Europa, cualquier territorio podía ser ocupado por un elemento europeo. […] La cuestión es encontrar un territorio vacío, vacío no necesariamente por la ausencia real de habitantes, sino por una especie de vacío cultural. Más allá de las fronteras de la civilización.

Esta arrogancia, aun en los casos en que no daba lugar a masacres (lo cual era poco frecuente), justificaba todas las discriminaciones respecto a los autóctonos y sellaba, en la vida como en el derecho, una “separación” entre los recién llegados y los “indígenas”, una dominación de los primeros sobre los segundos, un apartheid de hecho mucho antes de la popularización del término. Todo el sistema se apoyaba en derechos distintos, individuales y colectivos, entre colonos e “indígenas”, estos últimos fragmentados en una multitud de estatus: “’evolucionados’, mestizos, mulatos, ‘sangre mezclada’, etc.

UN MOVIMIENTO QUE NACIÓ EN EUROPA

El sionismo, dicen, indignados, sus defensores, no tiene nada que ver con un proyecto colonial. Nacido en el XIX, se presenta como un movimiento de liberación similar al de los pueblos oprimidos que viven bajo los grandes imperios multinacionaes: otomán, zarista o austrohúngaro –desde los serbios hasta los eslovacos, pasando por los polacos y los croatas. Como ellos, el sionismo reclamaba la creación de un Estado para los judíos; pero a diferencia de ellos, quería construirlo no donde habitaba la mayor parte de los judíos, sino en Palestina, donde su presencia era limitada. Basándose en la Biblia, un texto sagrado que data de hace algunos miles de años y que supuestamente representaría una especie de título de propiedad, invocaba los lazos históricos y religiosos con esa tierra. Ironía de la historia: la mayor parte de los fundadores del movimiento eran ateos.

¿Los relatos mitológicos pueden justificar una reivindicación territorial? Un texto como la Biblia, del cual se ha demostrado que tiene poca relación con los acontecimientos reales, aunque lo enseñan una hora por día en las clases de historia (sí, digo bien, de historia) de todas las escuelas israelíes, ¿puede constituir un acto de propiedad?

Sin embargo, muchos occidentales que se reivindican como laicos y rechazan cualquier precepto en nombre de textos divinos o de derechos inmemoriales aceptan estos argumentos Incluso recientemente, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, saludó al “pueblo judío, que finalmente ha podido construir su hogar en la Tierra Prometida”. ¿Prometida por Dios? Si aplicáramos este principio en otras partes, se desatarían mil años de guerras, como lo ilustra la proclamación por parte de Moscú de que Ucrania no es otra cosa que la “pequeña Rusia” o la de Serbia, que afirma que Kosovo es la cuna de su pueblo. ¿Y por qué Francia no reclamaría la soberanía de Aix-la-Chapelle [Aquisgrán], capital del imperio de Carlomagno, “rey de los francos”? No se trata de negar los lazos religiosos de los judíos con la Tierra Santa; durante los siglos de dominación otomana, y excepto por razones bélicas, han podido llegar hasta allí en peregrinación y hacerse enterrar en Jerusalén con la esperanza de ser los primeros en conocer la resurrección tras la llegada del Mesías. A nadie se le ocurriría alabar el establecimiento de los “padres peregrinos” en América en nombre de su derecho a construir allí la “Ciudad de Dios” –salvo, desde luego, para los fundamentalistas cristianos– ni la conquista de África austral por parte de los Afrikaneres con el pretexto de que eran “el pueblo elegido”.

UN SOCIALISMO DE LA CONQUISTA

El movimiento sionista presentó tres otros argumentos para negar su dimensión colonial, aunque algunos cayeron en desuso: su carácter socialista, su dimensión antimperialista y la ausencia de una metrópolis en la que se habrían originado los colonos.

Lo hemos olvidado, pero hubo una época en que Israel se identificaba con el socialismo. Muchos de los que en las décadas de 1920 y 1930 realizaron su aliyá (instalación en Palestina) estaban movidos por convicciones colectivistas. Sin embargo, el historiador israelí Zeev Sternhell demostró que las estructuras agrícolas no se inscribían de ningún modo en un proyecto igualitario. La instalación, por un lado, del moshav (cooperativa de granjas individuales) y por el otro, del kibutz colectivista apuntaba fundamentalmente a liquidar la agricultura privada judía, que rezongaba por tener que desprenderse de la mano de obra árabe, más barata y más productiva que los colonos recién llegados de Rusia. Y sobre todo, el kibutz, muy militarizado –”una mano en el arado y la otra en la espada”–, apuntaba a generar una trama de seguridad en el territorio, primer paso hacia su conquista. En 1944, el éxito era innegable: de las 250 colonias judías, había un centenar de moshav y más de 110 kibutz. Y solo subsistían unas cuarenta propiedades manejadas por judíos a título privado, que tenían vedado el acceso a la ayuda de la Agencia Judía. Si el kibutz fue un muy buen producto de exportación para vender un “Israel socialista” –aún en la década de 1960, decenas de miles de jóvenes occidental hicieron allí la experiencia de la vida colectiva–, de eso solo quedan escombros que no pueden disimular el carácter profundamente desigual de Israel.

¿SEPARARSE DE LA METRÓPOLI?

En la década de 1940, algunos grupos sionistas se enfrentaron, recurriendo incluso a un terrorismo sanguinario (cuyos herederos prefieren recordar) ante la presencia británica, ¿pero eso convertía al sionismo en un movimiento antimperialista? Sin el apoyo decidido de Londres, que era la potencia imperialista dominante durante la primera mitad del siglo XIX, el Yishuv (la comunidad judía en Palestina) nunca hubiera podido transformarse en una entidad política, económica y militar autosuficiente a partir de la década de 1930. Por otra parte, la oposición a Londres entre 1944 y 1948 se parece mucho a otros fenómenos recurrentes que tuvieron lugar en la década de 1950 en Argelia o en la ex Rodesia, cuando en un momento dado, los colonos se opusieron a la metrópoli. ¿La Organización del Ejército Secreto (OAS) debería recibir el título de antimperialista por haberse levantado contra Francia? Es cierto que el movimiento sionista pudo triunfar en 1947-1949 gracias a la ayuda política y militar de la Unión Soviética, pero resulta irónico observar que aquellos que presentan a Iósif Stalin como un tirano sanguinario utilizan la realpolitik desplegada por la Unión Soviética para echar a los británicos de Oriente Próximo como una evidencia del “progresismo” del sionismo.

En cuanto al argumento de que no existiría metrópoli para los judíos –a diferencia de los “pieds-noirs” [pies negros] con Francia–, implica olvidar que la situación era similar con los pioneros en América o en África austral, que provenían de un multitud de países europeo.s En todos estos casos se puede hablar de Europa como “metrópoli global”.

EN EL CENTRO DE LA ESTRATEGIA, LA SEPARACIÓN DE LAS POBLACIONES

Esta naturaleza colonial del movimiento sionista alimentó en el terreno una estrategia basada en la separación entre colonos y autóctonos, como en Argelia o en África austral. Desde luego, cobró formas diferentes según los contextos geográficos, históricos y políticos, pero conllevó en todos lados derechos superiores para los primeros. Así, en Palestina, la “declaración Balfour” (1917) trazaba una línea de división entre los judíos, a los que les ofrecían un “hogar nacional” y las otras colectividades (musulmanes y cristianos) que solo podían reclamar derechos civiles y religiosos.

En el terreno, el movimiento sionista emprendió, bajo el ala protectora de Londres, lo que llamaba “la conquista de la tierra” (liberada de sus paisanos árabes) y la “conquista del trabajo”, que implicaba el rechazo del trabajo en común de obreros judíos y árabes. Este “desarrollo separado” del Yishuv, fortalecido por la inmigración masiva de judíos que huían de las persecuciones de los nazis, debía llevar a la creación de instituciones, de unas fuerzas armadas y de una economía totalmente sepadas.

Al contrarios de otras experiencias de colonialismo de poblamiento (Argelia, Sudáfrica), el objetivo del sionismo era crear un Estado nacional para los colonos y por lo tanto deshacerse de la población autóctona. Esta ambición fue lograda parcialmente con la expulsión de 600 a 700.000 palestinos en 1947-1949 y la creación de una ciudadanía judía que no incluía a los autóctonos. Los que se quedaron (cerca de 150.000) fueron sometidos hasta 1966 a un régimen militar y a un proyecto de colonización interior –sobre todo con la confiscación de las tierras– que promovía “judaizar Galilea”.

La conquista de Cisjordania, de Jerusalén Este y de Gaza en junio de 1967 planteó un nuevo desafío para las autoridades israelíes ya que cambió la relación de las fuerzas demográficas: a partir de entonces, en el territorio histórico de la Palestina vivían más o menos la misma cantidad de judíos que de palestinos. Para resolver ese dilema –mientras las condiciones de una nueva Nakba no estén dadas–, para consolidar el “Estado judío”, el sionismo tenía que legalizar un sistema de apartheid, etnocrático, que llevara a la afirmación sin complejos de un supremacismo judío e instituyera una “separación” de los palestinos, el resultado de más de un siglo de colonización. Esa es la evidencia que se niegan a reconocer los opositores a la resolución del 4 de mayo. Solo les podemos aconsejar que reflexiones en estas palabras de Pantagruel en el Tercer Libro de François Rabelais:

Si los signos os irritan, ¡oh! ¡Cuanto más os irritarán las cosas que ellos significan!