La democracia, primera víctima de la guerra contra el islamismo político

Cuando Francia se equivoca en el diagnóstico · ¡Aplastar el islamismo político! Esa es la consigna que parece unir a dirigentes y políticos de ambas orillas del Mediterráneo, pero ese rechazo conjunto va en detrimento de los objetivos democráticos que Occidente dice defender.

El Cairo, 20 de septiembre de 2013. Manifestación contra el golpe de Estado militar que destituyó a Mohamed Morsi, elegido democráticamente, y la masacre de la plaza Rabaa al-’Adawiyya en agosto de 2013.
Hamada Elrasam/VOA

En Francia, muchos insisten en explicar el islamismo como otros explican la lluvia: a partir de lo que se ve. La lluvia cae de las nubes, así que las nubes hacen la lluvia. Los islamistas, entonces, estarían movilizados por y para el islam porque lo esgrimen ostensiblemente en sus discursos y sus comportamientos.

Sin embargo, el islamismo político no es un fenómeno nuevo: apareció a fines del siglo XIX como reacción a la colonización occidental. Representado principalmente por el movimiento de los Hermanos Musulmanes, fundado en 1928, el islamismo político apunta a emanciparse de Occidente. Su medio de expresión es el islam porque se trata de una referencia identitaria que Occidente no logró «colonizar». El islam no es la finalidad del movimiento, no es su «por qué», sino su «cómo». De hecho, el islamismo político no busca propagar una forma particular de islam: no es esa su razón de ser.

Salafistas y «hermanistas» musulmanes

Eso es lo que diferencia a los «hermanistas» musulmanes de los salafistas, otro movimiento sunita que promueve un islam rigorista y prácticas codificadas precisas que presuntamente lo purifican de sus supuestas desviaciones, como por el ejemplo el chiismo o el sufismo. Las raíces de esa dinámica interna del islam se remontan al siglo IX. A diferencia del islamismo político, al que suelen oponerse e incluso combatir, las principales corrientes del salafismo no le apuntan conceptualmente a Occidente, y en la actualidad su principal representante es el wahabismo de Arabia Saudita. La monarquía saudita lo promovió para forjarse una legitimidad religiosa que no tenía. Luego, en las décadas de 1950-1960, lo aprovechó en alianza con Occidente para frenar en los países musulmanes la influencia de la Unión Soviética, aliada de los partidos nacionalistas laicizantes. Y lo utilizó para contrarrestar la influencia política de Irán.

A partir de la década de 1960, cuando Arabia Saudita (al igual que las otras monarquías del Golfo) recibió a los Hermanos Musulmanes que huían de la represión de Gamal Abdel Nasser y de otros regímenes árabes nacionalistas, se generó un fenómeno parcial de hibridación entre Hermanos Musulmanes y salafismo. Ese «cruce» quedó notoriamente en evidencia a fines de 1979 en Arabia Saudita, cuando una pequeña facción tomó la gran mezquita de La Meca para denunciar la corrupción y la permisividad de la monarquía saudita respecto a la cultura occidental. Se volvió a manifestar, aunque de modo más pacífico, en la crítica formulada en la década de 1990 por el movimiento Sahwa islamiyya (Despertar islámico) al pedido de tropas norteamericanas ante la invasión de Kuwait por Irak.

Esa hibridación permitió implantar une retórica antichiita en una parte del islamismo político, implantación que se manifiesta sobre todo en sus encarnaciones yihadistas, y entre ellas, más por el lado de la Organización del Estado Islámico (OEI) que por el de Al-Qaeda.

Ese cruce complejiza aún más cualquier lectura simplista de la situación en la región. En Yemen, los Emiratos Árabes Unidos incorporaron milicias salafistas locales no solo para combatir la rebelión hutí zaidiana apoyada por Irán, sino también para limitar la influencia de las milicias «hermanistas» del partido Al-Islah, opuesto sin embargo a los rebeldes hutíes. En Libia, el mariscal Jalifa Hafter incorporó milicias salafistas en sus filas para combatir tanto a los Hermanos Musulmanes no yihadistas como a Al-Qaeda y la OEI. Finalmente, en Egipto, el presidente Abdelfatah Al-Sisi tiene como aliado contra los Hermanos Musulmanes al partido salafista egipcio al-Nour, que había apoyado el golpe de Estado de 2013 contra el presidente electo Mohamed Morsi.

Siguiendo su eje original de emancipación respecto a las ambiciones universalistas de la dominación occidental, el islamismo político se adaptó a los contextos regionales o locales. Y adoptó un abanico muy amplio de estrategias a veces contradictorias que pueden entrar en conflicto, desde las más moderadas y partidarias de la democracia, como el Partido Ennahda en Túnez o el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD) en Marruecos, hasta las más extremas, como la OEI o Al-Qaeda que, por otra parte, adoptaron el concepto salafista de imposición de una práctica rigorista del islam.

Confusiones francesas

En Francia, la fobia respecto de todo lo que se identifica o se parece al islamismo es alentada por numerosos medios de comunicación e intelectuales, así como por una buena parte de la clase política. Esa fobia los lleva a meter en una misma bolsa el islamismo político de los Hermanos Musulmanes y el salafismo saudita, e incluso a los muy chiitas «mulás» iraniés. Tienden a no distinguir entre Rached Ghannouchi, líder de Ennahda, y Abu Bakr al-Baghdadi, el «califa» de la OEI, y a todo le ponen indiscriminadamente la etiqueta de «islam radical», vector de «radicalización» y por lo tanto de terrorismo.

Esa confusión es la que hace posible todo tipo de derivaciones islamófobas. Llegan hasta el punto de ver en la callosidad de la frente de Cherif Chekatt, autor del atentado reciente en el mercado de Navidad de Estrasburgo de diciembre de 2018, una señal concreta de su radicalización. Esa marca cutánea, formada a fuerza de tocar el suelo durante la prosternación que exige el rito ordinario de las cinco plegarias cotidianas, es un rasgo común de varios musulmanes practicantes.

¿Quieren asimilar la práctica de los ritos musulmanes a un índice de radicalización? ¿Las consecuencias? Un ataque con todas las letras, en nombre de la laicidad, contra las prácticas «demasiado visibles» del islam y una voluntad de controlar «el islam de Francia». Ese camino genera crispaciones identitarias entre los franceses musulmanes expuestos a las derivas islamófobas, y atiza un resentimiento que se remonta a la colonización. En fin, el error de enfoque contribuye a metamorfosear a muchos musulmanes poco visibles en musulmanes muy visibles, a convertirlos… al islamismo político.

A eso se agrega la percepción de una política francesa que en el plano diplomático adoptó en Oriente Próximo una postura muy conciliadora respecto a los excesos cotidianos de Israel respecto a los palestinos. Y en el plano militar, esa política francesa lleva adelante intervenciones en el marco de coaliciones siempre dirigidas por Estados Unidos y que ponen de relieve el imperialismo occidental, tanto en la región como entre los musulmanes.

Mientras el islam se volvió el vector de una afirmación identitaria para una parte de los musulmanes, es objeto de denuncia para la mayoría de la población, que ignora su dimensión política y por lo tanto sus razones profundas. Más allá de las manipulaciones electoralistas o de la busca de rating en los medios, esa postura se inscribe en la negación occidental —y francés en particular— de cuestionarse, de asumir la más mínima responsabilidad en la construcción de la máquina infernal de fabricar terrorismo.

Apoyo sistemático a regímenes autoritarios

La aversión francesa hacia el islamismo político se encuentra también en la política exterior, con el suspiro de alivio de París en cada derrota o retroceso de los partidos islamistas. Alivio en 1992 ante el golpe de Estado del ejército argelino contra el Frente Islámico de Salvación (FIS), vencedor democrático, sin embargo, de las elecciones legislativas. Alivio en 2011 al constatar que en Marruecos la mayor parte del poder quedaba en manos del majzén tras el cambio constitucional iniciado por Mohamed VI para sofocar la propagación de la Primavera árabe en Marruecos, y que le permitió al Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), cercano a los Hermanos Musulmanes, instalarse por las urnas, pero sin un poder real. Satisfacción en enero de 2014, cuando en Túnez el partido Ennahda, también vencedor de las elecciones luego del fin del régimen de Zine El Abidine Ben Ali en 2011, operó por iniciativa propia un repliegue político. Alivio con el golpe de Estado del mariscal Sisi en Egipto, que expulsó del poder a los Hermanos Musulmanes que sin embargo habían sido electos tras la revolución de enero de 2011. Y en Libia, ¿cómo interpretar el discreto apoyo militar francés al mariscal Hafter, no obstante opuesto al gobierno reconocido por la ONU, pero detractor por las armas —con el apoyo de los Emiratos Árabes Unidos, del Egipto de Sisi y de milicias salafistas a nivel local— de todo lo islamista, aunque sea democrático?

Si bien las intervenciones militares occidentales, sobre todo en Irak en 2003 y en Libia en 2011, contribuyeron en gran medida a la propagación de la violencia yihadista en Oriente Próximo y en el Sahel, esa responsabilidad es compartida por los países árabes que llevaron adelante una represión despiadada de los Hermanos Musulmanes que nutrió y engrosó las filas de los grupos yihadistas. Y esa represión vino acompañada con el refuerzo del carácter autoritario de los regímenes establecidos, en detrimento de todo avance o progreso, por leve que sea, de la democracia y de los derechos humanos.

Esos regímenes son apoyados por un Occidente que ve en ellos, además de buenos clientes para sus exportaciones de armamento, una protección no solamente contra el islamismo como tal (Francia teme un contagio en el seno de los franceses musulmanes), sino también contra su emancipación de Occidente. ¿Será para proteger sus intereses económicos y comerciales que países como Francia, que no tienen la potencia de Estados Unidos, se someten actualmente a esas dictaduras para obtener sus favores? Parece que Francia prefiere atarse voluntariamente las manos con regímenes refractarios a la democracia y a los derechos humanos, incluso promotores del salafismo, en la medida en que combatan el islamismo político.

Punto muerto en la «lucha contra el terrorismo»

Extraña conducta, para evitar la peste, la de darles de comer a las ratas que contribuyen a propagarla. Así, el golpe de Estado del ejército argelino de enero de 1992 tras las elecciones legislativas que dieron la victoria al FIS provocó diez años de una guerra civil cuya crueldad fue en parte instrumentalizada por Argel. Pero también generó la ola de atentados en Francia y la «yihadización» progresiva del Sahel que llevó a París a lanzar en enero de 2013 una intervención militar cuyo final no parece cercano. En Egipto, al golpe de Estado de julio de 2013 contra Mohamed Morsi le siguió una represión contra toda forma de oposición, y sobre todo un incremento del yihadismo en ese país, especialmente en el Sinaí. En Siria, las capitales occidentales, espantadas por el surgimiento de «barbudos» —algunos de los cuales estaban vinculados con Al-Qaeda y aparecieron con la colaboración del régimen sirio, que apostó a su efecto repelente en Occidente— abandonaron a los revolucionarios. Esa política empujó a los brazos de los grupos islamistas a muchos revolucionarios «lampiños», cuyo levantamiento en un principio había contado con promesas de apoyo del gobierno francés.

De un modo más general, las estrategias contrarrevolucionarias puestas en práctica a partir de 2011, sobre todo por Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, opuestos a cualquier desarrollo de una expresión democrática en el mundo árabe, tuvieron como consecuencia el vuelco hacia el yihadismo de una parte de los Hermanos Musulmanes. Estos últimos habían elegido sin embargo entrar en el juego de la democracia, pero cualquier avance en ese sentido fue bloqueado en nombre de una lucha que toma sin distinción cualquier forma de islamismo político como «terrorismo». Esa guerra, que los regímenes políticos gobernantes utilizan como una coartada para reprimir cualquier crítica, incluso laica, también les sirve para capitalizar los apoyos políticos, económicos y militares occidentales.

En Francia, focalizarse en torno a la dimensión religiosa del islamismo político es equivocarse de entrada a la hora de comprenderlo y encontrar las soluciones pertinentes. Es cierto que esas soluciones exigen un examen de las políticas implementadas hasta hoy, cuestionamiento que sin embargo sería falso calificar de renuncia a los fundamentos de la República y de retroceso de sus valores. Al limitarse solamente a los procesos laicistas o policiales, incluso militares para sus derivas yihadistas, se cae en un punto muerto acompañado de un retroceso de las libertades individuales. Nos condenamos, como Sísifo, a un combate que recomienza sin cesar. Y al aventurarse en el apoyo abierto o inconfesado de regímenes que viven del islamismo —ya sea pacífico o yihadista—, Francia se vuelve cómplice del confinamiento de poblaciones enteras en dictaduras y del bloqueo de toda evolución, por leve que sea, hacia la democracia.

Al mismo tiempo que al islamismo político se le niega todo derecho de entrada y se aplauden las murallas que se erigen frente a él, se denuncia la radicalización de esos mismos a los que les cerraron las puertas de la democracia. Entonces, si cualquier día de estos alguna forma de islamismo político accede al poder del otro lado del Mediterráneo, ¿quién podría tener la legitimidad de exigirle que respete la democracia?