Iraq 2003. Un crimen sin criminales

París-Washington, de la discordia a la reconciliación

Las diferencias entre la diplomacia francesa y la estadounidense siempre han existido, con periodos de tensión o de calma. Es este circuito entre tumulto y apaciguamiento el que se siguió con ocasión de la intervención estadounidense en Irak en 2003 -a la que Francia se opuso- y luego en 2005, cuando Siria abandonó Líbano por iniciativa conjunta de París y Washington.

© Thierry Cauwet, 2012/Fonds de dotation Enseigne des Oudin

A lo largo de sus historias cruzadas, a la hora de emprender acciones comunes, la diplomacia francesa y la norteamericana alternaron períodos de gracia y de rechazo mutuo, pero dado que sus segundas intenciones eran distintas, sus divergencias nunca fueron insoslayables. Esas diferencias siempre han existido, independientemente de que la relación de fuerzas en Washington fuera favorable a los demócratas o a los republicanos, o de que las relaciones entre ambos países atravesaran períodos de tensión o de calma. Este círculo infinito de tumulto y apaciguamiento es el que vivieron ambos países en 2003, cuando Francia se opuso a la intervención norteamericana en Irak, y en 2005, cuando Siria tuvo que retirarse de Líbano por la iniciativa conjunta de París y de Washington.

Se suele pensar que la intervención norteamericana en Irak es el resultado de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. En las semanas siguientes a los ataques de Al Qaeda contra Nueva York y Washington, y a pesar de que no se había podido demostrar ningún vínculo entre Al Qaeda y el Irak de Sadam Husein, el presidente George W. Bush ordenó a sus servicios planificar una guerra contra el dictador iraquí. No se trataba todavía de una decisión de guerra, sino de la preparación de una decisión que podía conducir a la guerra. Pero también puede pensarse que desde la década de 1990 el presidente estadounidense guardaba agazapado desde hacía mucho tiempo un sentimiento anti Sadam Husein que no necesitaba más que un pretexto para expresarse. La catástrofe del 11 de septiembre resultó ese pretexto.

Para el presidente norteamericano, una acción contra Irak no debía aspirar solamente a deshacerse de Sadam Husein y de sus presuntas “armas de destrucción masiva”: debía, en cambio, inscribirse en la estrategia de “inestabilidad constructiva” tan preciada para los neoconservadores estadounidenses, cuyo proyecto era remodelar vigorosamente el “Gran Oriente Próximo” según las ideas “democráticas” estadounidenses.

El atrevimiento francés

En Francia, nunca nadie creyó que los estadounidenses podían compartir su diplomacia antes de su implementación. Pero París, consciente de su singularidad, presunta pero fuertemente arraigada, seguramente hubiera preferido que lo trataran de otra manera. El leitmotiv de los decisores estadounidenses siempre ha sido “El que me quiere, que me siga”, y aquellos que optaban por quedarse al margen sabían que sufrirían el desdén, el desprecio, la sospecha o, peor aún, la indiferencia de Washington. En el caso de Irak, París sufrió un rencor odioso estadounidense cuando comunicó en el Consejo de Seguridad de la ONU que se opondría a la intervención armada. Ese atrevimiento orgulloso enardeció instantáneamente la furia de grandes porciones de la sociedad estadounidense.

En el otoño boreal de 2002, en Bruselas y en algunas capitales europeas se empezó a contemplar la idea de que Bush podía tomar una decisión radical. Las diplomacias –que en algunos casos todavía no querían creer en la guerra– coincidían en la casi certeza de que sería difícil frenar la mecánica bélica estadounidense y que, para evitar una reprimenda, sus gobiernos terminarían por sumarse a las tesis marciales de Bush. En París, el ambiente era diferente. El presidente Chirac nunca dudó de la actitud a adoptar y los pasos a seguir. Tenía la convicción de que una intervención militar modificaría las relaciones de fuerza en la región, con un resultado desastroso, y que por lo tanto había que oponerse a ella1.

El “no” de Jacques Chirac

Chirac se opuso constantemente a las exigencias estadounidenses. Dominique de Villepin, el ministro de Asuntos Exteriores, fue el encargado de hacer sonar la partitura presidencial, algo que hizo con persistencia y destreza desde el otoño boreal de 2002 hasta el 14 de febrero de 2003, cuando expresó la posición de rechazo de Francia ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas2. Su apología encendida de la no intervención militar en Irak quedó grabada en las memorias.

Una de las etapas claves de la oposición francesa fue la resolución 1441 del 8 de noviembre de 2002. Ese texto trata sobre el desarme de Irak instalando misiones de inspección de la ONU en el propio Irak. Como ocurre con frecuencia con este tipo de documentos, lo que no se menciona dice más de lo que se menciona. El proyecto fue larga y duramente negociado, y Francia tuvo un papel preponderante en su ardua redacción al rechazar el empleo de la expresión “utilizar todos los recursos necesarios”, corriente en el Consejo de Seguridad. Esa frase hubiera funcionado como una guillotina seca que hubiera autorizado el empleo de la fuerza para obligar a Sadam Husein a desarmarse. En conformidad con los deseos de Francia, la resolución no terminó abriendo el paso a una intervención militar y solo representó “una amenaza creíble de fuerza”, con la esperanza de obligar a Sadam Husein a desmantelar su arsenal militar.

Todos los estadounidenses (y los británicos) tenían en mente una segunda resolución, esta vez vinculante. Pero al igual que con la anterior, el presidente Chirac no estaba dispuesto a aceptar un texto que autorizara el despliegue automático de la fuerza. Su amenaza de utilizar el derecho de veto de Francia en el Consejo de Seguridad de la ONU terminó con las esperanzas de los norteamericanos. Esa segunda resolución no llegó a ver la luz. Sin ese cheque en blanco de la ONU, cualquier intervención militar resultaba ilegítima y sobre todo ilegal. Pero, a diferencia del grupo musical bien llamado “The Clash”, que todavía estaba de moda en esa época, Bush no se planteó la pregunta “Should I stay or should I go?”. El 20 de marzo de 2003, lanzó la operación “Shock y pavor” (“Shock and Awe”) contra Irak, que hizo caer a Sadam Husein y desintegró la región, pero omitió llevar la estabilidad y la democracia en sus versiones norteamericanas. Sin embargo, durante un encuentro, un diplomático europeo le recalcó a un alto responsable norteamericano del grupo neoconservador que una posible guerra desestabilizaría Irak durante una década. Su interlocutor sonrió y respondió: “¿10 años? No. 40 años”. La diplomacia francesa y, en general, la imagen de Francia sufrirían las decisiones tomadas por París en ese momento. En tierra anglosajona se desplegó una francofobia sin restricciones. Hubo que esperar una convergencia de intereses para que la relación entre París y Washington volviera a recuperar poco a poco un nivel en consonancia con los intereses de ambos países.

El caso libanés

El acercamiento entre Francia y Estados Unidos pudo renacer en torno a la situación en Líbano. Hubo que atravesar algunos momentos difíciles. El ofrecimiento de Francia para participar en la futura reconstrucción de Irak fue rechazado de pleno por Washington. El 23 de septiembre de 2003, el presidente francés tomó la palabra frente a la Asamblea General de Naciones Unidas. Sus primeras palabras no parecían elogiar al presidente norteamericano: “La guerra, que fue iniciada sin la autorización del Consejo de Seguridad, sacudió el sistema multilateral”. Luego vinieron las acusaciones: denuncia de la guerra, denuncia de la ausencia de autorización dada por el Consejo de Seguridad y denuncia del unilateralismo, un pecado mayor en el recinto de la ONU. Sin embargo, como sus intereses estaban en juego, París había dado muestras de apertura hacia Nueva York. Desde luego, Francia se había opuesto a la invasión estadounidense, pero no podía desear sensatamente que Washington fracasara en su ocupación de Irak. Así que votó a favor de la resolución 1483 del 22 de mayo de 2003, que entre otras cosas reconocía a la coalición norteamericana y británica como potencia ocupante en virtud del derecho internacional y promovía la creación de un consejo de transición iraquí. París votó otras resoluciones. Algunos temas de preocupación eran compartidos, como la lucha contra el terrorismo y la proliferación nuclear. A pesar de esos gestos que demostraban el regreso de París al consenso dentro de la ONU, el acercamiento con Estados Unidos no fue fácil.

El año 2004 permitió empezar a cicatrizar algunas heridas. Es verdad que para Washington era muy difícil presentar un balance positivo de su intervención en Irak: el éxito militar inicial se fue evaporando, su proyecto de “Gran Oriente Medio” hacía agua, los abusos en la prisión de Abu Ghraib ya empezaban a ser documentados, se había ganado la batalla de Faluya pero a un costo de numerosas víctimas estadounidenses e iraquíes, no se había encontrado ningún arma de destrucción masiva, los aliados de la coalición empezaban a distanciarse de Bush y la población iraquí mostraba cada día más su hostilidad a la presencia estadounidense. Ya en enero de 2004, David Kay, uno de los inspectores estadounidenses, reconocía ante el Congreso que los estadounidenses “se habían equivocado en casi todo” al denunciar la presencia de armas de destrucción masiva en Irak.

Por su parte, Jacques Chirac, que siempre tenía el ojo puesto en Líbano, estaba preocupado por el aumento del poder de Hezbolá, que era cada vez menos una milicia y cada vez más un Estado dentro del Estado. La soberanía de Líbano, ocupado por Siria desde 1976, era una de sus mayores preocupaciones. Su inquietud era compartida por Bush, quien por su parte pensaba en la seguridad de Israel y le reprochaba a Damasco dejar pasar yihadistas hacia Irak3. Había llegado el momento de que los emisarios norteamericanos y los franceses restablecieran el contacto. El 6 de junio de 2004, con motivo de las ceremonias por el desembarco de 1944, Chirac se dirigió al presidente Bush diciendo: “Estado Unidos es nuestro eterno aliado”, una expresión que hacía referencia tanto a las guerras pasadas como a las alianzas políticas por venir. El día anterior, ambos presidentes habían hablado de la necesidad de aunar sus recursos diplomáticos. Para Francia eso era una obviedad, pero para Washington también era una necesidad, ya que debía contar con París para hacer adoptar las resoluciones posintervención en Irak.

Sus diplomáticos se consultaron en muchas oportunidades. La relación era fluida, las comunicaciones muy numerosas y fáciles de establecer. Los emisarios franceses se trasladaban con frecuencia a Estados Unidos, donde eran bien recibidos. De ambos lados, los resentimientos quedaron bajo la alfombra. La etapa de Damasco fue una obligación. Maurice Gourdault-Montagne4, el enviado de Chirac, efectuó en noviembre de 2003 una visita en total discreción al presidente sirio. Expuso frente a Bashar al-Ásad las intenciones de Francia (con el aval de Berlín y de Moscú), se tomó el cuidado de recordar que Siria e Irán debían ser tratados con el respeto debido, desarrolló la idea de un proceso para garantizar la estabilidad regional y lo exhortó a avanzar. Assad lo oyó sin escucharlo. Estaba en otro planeta. Solo le importaba el reconocimiento de Washington. Pasaron meses. Assad nunca respondió.

Exhortación en la ONU, la resolución 1559

Estadounidenses y franceses coincidieron en que era hora de volver juntos a las Naciones Unidas. En el verano de 2004, Francia les propuso a los norteamericanos un proyecto de resolución para el retiro de las tropas extranjeras –es decir, sirias– de Líbano. La propuesta fue aceptada enseguida ya que Líbano –supuestamente más fácil de “democratizar” que otros Estados árabes de la región– entraba en la concepción norteamericana del “Gran Oriente Medio”. El 2 de septiembre de 2004, el texto se convirtió en la resolución 1559, que fue adoptada por el Consejo de Seguridad por nueve votos favorables y seis abstenciones. La resolución exigía no solo el retiro de las fuerzas extranjeras de Líbano –en este caso, las fuerzas sirias– sino también el desmantelamiento de las milicias, es decir, Hezbolá y las milicias propalestinas. Al día siguiente, bajo la presión de Siria y del jefe de los servicios de inteligencia de Siria en Líbano, Rustom Ghazalé, los parlamentarios libaneses prorrogaron por tres años el mandato del presidente Emile Lahoud, leal a Damasco. Lahoud se sucedió a sí mismo. Era la primera respuesta libanesa-siria, brutal, a la resolución 1559, que también exigía que el escrutinio presidencial fuera “libre y equitativo, conforme a las disposiciones de la Constitución establecidas sin interferencia extranjera”. El 14 de febrero de 2005 fue asesinado Rafiq Hariri. Siria terminaría abandonando Líbano el 27 de abril de 2005, pero Hezbolá seguiría ejerciendo toda su influencia en los asuntos de Líbano.

Todo eso para esto

La agresión contra Irak tuvo lugar y generó sus excrecencias terroristas. Oriente Próximo siguió desestabilizado. Todo el mundo ha olvidado que esa época también dio nacimiento a la Hoja de Ruta del Cuarteto (Estados Unidos, Unión Europea, Rusia, Naciones Unidas), que debía conducir a una solución del conflicto israelí-palestino y a la estabilidad regional, como parte de la visión norteamericana de un nuevo “Gran Oriente Medio”. Es un misterio que ese mecanismo sobreviva: fracasó ampliamente –por falta o incapacidad de las partes en presencia– pero sigue siendo una referencia que no deja de alimentar las declaraciones de las cancillerías. A falta de solución, de coraje o de imaginación, la mayoría de las políticas siguen instando a implementar la solución prevista por el Cuarteto: “dos Estados, Israel y Palestina, viviendo uno junto al otro”. Esta invocación gastada puede encontrarse tanto en París como en Washington, cuando en realidad, desde hace tres décadas ha dado muestras de sobra de su ineficacia.

1Maurice Gourdault-Montagne, Les autres ne pensent pas comme nous, Bouquins, coll. “Mémoires”, París 2022.

2El “no” de Chirac : El 10 de marzo de 2003, Jacques Chirac anunció en el informativo de las 20 horas de los canales televisivos TF1 y France 2 que impondría su veto a cualquier resolución de la ONU que autorizara la guerra contra Irak.

3Michel Duclos, La longue nuit syrienne, Éditions de l’Observatoire, 2019.

4Ibid.