Era la primavera boreal de 1988, y estábamos reunidos en Kabul. Por medio del secretario general del Partido Comunista, Mijaíl Gorbachov, la Unión Soviética acababa de anunciar el retiro unilateral de sus tropas, que habían ingresado a Afganistán en diciembre de 1979. El régimen se abría por primera vez a un grupo de 150 periodistas extranjeros provenientes en su mayoría de Occidente y cuyo conocimiento de la historia y la cultura de Afganistán era prácticamente nulo. En realidad, su conocimiento se resumía a un axioma rudimentario: la guerra enfrentaba a muyahidines aureolados de gloria contra un partido comunista reducido al papel de marioneta soviética, el Partido Democrático Popular, que había tomado el poder el 27 de abril de 1978.
Esa noche, recluidos en el hotel una hora antes del toque de queda, el encargado de negocios norteamericano nos detalló, basándose en mapas del Estado Mayor y con el aplomo de un general en vísperas de una gran victoria, cómo los insurgentes se apoderarían de Kabul apenas partieran los últimos soldados soviéticos. Armados de certezas, fascinados por esa “información”, los periodistas erraban en las calles de la capital al acecho de una imagen que simbolizara la ineluctable derrota de la URSS, como la de un tanque que había caído en un río de la ciudad, prueba irrefutable del derrumbe del régimen.
En ese entonces, nadie se preocupaba por el futuro de las mujeres afganas. Sin embargo, en la capital, solo la mitad de ellas llevaban chadri –el velo que las recubre de la cabeza a los pies y que solo deja un estrecho resquicio enrejado a la altura del rostro– y se las podía cruzar en los pasillos de los ministerios y las administraciones. Tenían acceso a la educación, al menos en las grandes ciudades. Reducido a un enfrentamiento Este/Oeste entre el Mal y el Bien, el conflicto incluía sin embargo a otros actores además de los dos gigantes. El partido comunista afgano, muy dividido y con múltiples corrientes, ejercía una influencia limitada pero real sobre las minorías y los estratos “modernos” de la sociedad –sobre todo los oficiales y los soldados–, lo cual lo había impulsado a conquistar el poder sin el respaldo de los soviéticos, que mantenían excelentes relaciones con el presidente derrocado Mohammed Daud Khan. En ese entonces yo me encontré con algunos cuadros del movimiento y advertí su determinación a no ceder el poder sin combatir.
“Hacer sangrar a los rusos”
La resistencia afgana estaba dividida en una multitud de grupos, y las tendencias radicales (todavía no se decía ‘yihadistas’) se fortalecían a medida que avanzaban la guerra y los crímenes del Ejército Rojo. Pero para el presidente norteamericano Ronald Reagan y los occidentales, eran “combatientes de la libertad” que enfrentaban al “imperio del Mal”, dotados de todas las virtudes de los valientes caballeros, tan conmovedores con su atuendo tradicional.
En un libro publicado en 19951, el periodista estadounidense Selig S. Harrison y el mediador de la ONU para Afganistán y exministro de Relaciones Exteriores de Ecuador, Diego Cordovez, escribieron: “Si bien Moscú era el villano, no había héroes” en esta historia. Sin embargo, Washington aseguraba que “hasta el último afgano” tenía que combatir para “hacer sangrar a los rusos”. Esa estrategia ya había sido definida en 1980 por Francis Fukuyama, un joven investigador que luego colaboraría en la administración del presidente Ronald Reagan y que años más tarde se haría célebre con el libro El fin de la historia y el último hombre (The End of History and the Last Man, 1992). En nombre de una visión maniquea, Estados Unidos sabotearía durante años los esfuerzos de la ONU para garantizar una transición pacífica basada en el retiro del Ejército Rojo.
Es cierto que los estrategas estadounidenses, y no solo ellos, interpretaban la intervención soviética en Afganistán como la prueba de un expansionismo irresistible, en este caso, la búsqueda del acceso a los mares cálidos, una simple etapa en la conquista del mundo. Siempre perspicaz, el filósofo Jean-François Revel anunció el fin de las democracias, incapaces de luchar contra “el más temible de los enemigos exteriores, el comunismo, variante actual y modelo consumado del totalitarismo” …
La fábrica de yihadistas
Sin embargo, ese “modelo consumado” solo sobreviviría algunos años, y los tanques del Ejército Rojo no llegaron a desfilar por los Champs-Élysées2. La guerra financiada por Washington no pesó mucho en el desplome de un sistema que ya estaba moribundo, pero dio una fuerza inesperada a las facciones más extremistas de los insurrectos, que tenían un lugar prioritario en la financiación de Estados Unidos y Pakistán, ¿o acaso no eran los que mejor combatían? En la prolongación de ese largo y mortífero enfrentamiento se formaría una generación de yihadistas afganos y árabes que más tarde se volverían contra Estados Unidos, como hemos visto con los atentados del 11 de septiembre de 2001. Washington no creó a Al Qaeda, como algunos pretenden, pero en algo contribuyó con su ceguera3. Volvamos a esa primavera de 1988 en Kabul. Contrariamente a las ilusiones del diplomático estadounidense, el régimen sobrevivió durante tres años al retiro del Ejército Rojo y resistió mucho mejor que el poder afgano instalado por Washington.
Para derribar al régimen fueron necesarias la decisión de Rusia –que había tomado el relevo de la Unión Soviética– de dejar de entregar armas a sus antiguos aliados y la defección del general Abdul Rachid Dostum, de origen uzbeko y quien sobrevivió a todos los episodios de la guerra hasta hoy. Resultado: varios años de guerra civil y ascenso de los talibanes, los “estudiantes de religión” financiados y apoyados principalmente por Pakistán, aliado de Estados Unidos. Los talibanes terminaron con la guerra civil librada por los diferentes grupos de muyahidines, se apoderaron de Kabul en 1996, instalaron un régimen obscurantista y le otorgaron una base segura a Osama bin Laden. Pero como la Guerra Fría había terminado, Afganistán ya no era una prioridad para Washington. Y el destino de las mujeres afganas, a veces mencionado para justificar la invasión norteamericana, fue rápidamente olvidado4.
La “guerra contra el terrorismo”, una espiral interminable
Sin embargo, después del 11 de septiembre, Estados Unidos se lanzó en una nueva cruzada, “la guerra contra el terrorismo”, e invadió el país. Pero al igual que los soviéticos, se enquistó en un conflicto sin fin ni esperanza de victoria. Los “ataques quirúrgicos” mataban, junto con los talibanes, a muchos inocentes; los atentados provocaban represalias que no perdonaban a los civiles; y “la pacificación” empujaba a los afganos cada vez más hacia el exilio o las grandes ciudades.
Por otra parte, la promesa estadounidense de instaurar la democracia se convirtió en letra muerta. Como escribió Human Rights Watch en 2002, “cuando Estados Unidos expulsó a los talibanes en noviembre de 2001, a los afganos les prometieron una nueva era de democracia y el respeto de los derechos humanos… Pero la esperanza que alimentaron no se materializó”5.
Impuestos por extranjeros, divididos y corruptos, dependientes de milicias cuyos abusos han sido ampliamente documentados6, los nuevos dirigentes pasaron a ser vistos rápidamente como esbirros de Estados Unidos, suscitando las primeras resistencias, y luego las primeras represiones. Una espiral interminable, similar a la pesadilla que había vivido el Ejército Rojo.
El fin de los imperios y de las guerras imposibles de ganar
En 1969, mucho antes de las intervenciones de la URSS y de Estados Unidos, un universitario afgano escribió en un pequeño folleto de presentación de su país: “Una de las características más importantes de los afganos es su amor incontenible por la independencia. Los afganos aceptarán con paciencia su mala fortuna o su pobreza, pero es imposible lograr que se reconcilien con un poder extranjero, por más ilustrado y progresista que sea”. El Imperio Británico lo comprobó en tres experiencias desastrosas a lo largo de la historia reciente: en 1842, en 1881 y en 1919. En las dos primeras, el objetivo era “evitar” los avances zaristas en Asia, que amenazaban a la India, la joya de la corona; en la tercera, el objetivo era hacerle frente al crecimiento del movimiento nacionalista anticolonial en ese país. La URSS probaría suerte más tarde, para “prevenir” las “maquinaciones imperialistas”; y hoy es Estados Unidos quien se retira luego de la guerra más larga de su historia, librada en nombre del necesario aplastamiento del terrorismo.
Si los reveses imperiales del siglo XIX y de comienzos del XX resultaban excepcionales cuando los imperios coloniales todavía dominaban el planeta, las derrotas que siguieron confirman en particular la muerte de la idea misma de imperio y la victoria de la independencia nacional de esos pueblos que antes eran calificados como “menores”.
En un reciente informe elaborado por el prestigioso Center for Strategic & International Studies de Washington, uno de sus principales analistas, Antony Cordesman, señala: “Si se analiza el costo de la guerra y la ausencia de cualquier justificación estratégica clara y coherente para llevarla adelante, difícilmente pueda inferirse que Estados Unidos debía haber destinado los recursos que destinó en un conflicto que no se inscribía en ninguna prioridad estratégica que justificara dos décadas de conflicto.”7
Sin embargo, la intervención en Afganistán estaba bien disfrazada con una “prioridad estratégica”: “la guerra contra el terrorismo”, a la cual se unieron varios gobiernos, como el de Francia (tras reticencias iniciales). Esta “guerra de veinte años”8 encasilla cada conflicto, cada insurrección y cada protesta a lo largo y ancho del planeta en una lucha escatológica contra el Mal, contra una quimera inaprensible e indestructible: el terrorismo. Ahora bien, el terrorismo no es “un enemigo”, sino una forma de acción que atravesó la historia y fue utilizada no solo por movimientos tan diversos como el anarquismo, el sionismo, el Ejército Republicano Irlandés (IRA), la ETA vasca o Al Qaeda, sino también –y se lo menciona mucha menos– por los Estados (Francia en Argelia o Israel en Oriente Próximo). Podemos dudar que esté destinado a desaparecer.
Por lo tanto, la derrota norteamericana en Afganistán revela antes que nada el fiasco de una de esas guerras imposibles de ganar, en una de sus tantas variantes –del Sahel al Kurdistán, de la Palestina a Yemen–, que alimentan aquello mismo que pretenden combatir. ¿Cuánto tiempo más se necesitará para extraer sus enseñanzas?
1Out of Afghanistan. The Inside Story of the Soviet Withdrawal, Oxford University Press, 1995.
2Se podría volver a leer el libro de Pierre Antilogus y Philippe Treticak, Bienvenue à l’Armée rouge, Lattès, 1984, que con un tono ciertamente humorístico, preparaba a Francia para la inevitable invasión de los tanques soviéticos y desde luego, “la colaboración”.
3Alain Gresh, « La guerre de mille ans », Le Monde diplomatique, septiembre de 2004.
4Leer Christine Delphy, « Une guerre pour les femmes afghanes ? », Nouvelles Questions féministes, 2002/1 (vol. 21), páginas 98 a 109.
5« All Our Hopes Are Crushed », informe de Human Rights Watch (HWR), Washington, noviembre de 2002.
6Leer Laurence Jourdan, « Crimes impunis en Afghanistan », Le Monde diplomatique, diciembre de 2002.
7Learning from the War : “Who Lost Afghanistan ?” versus Learning “Why We Lost”, Washington, 9 de agosto de 2021.
8Leeremos con fruición el libro de Marc Hecker y Élie Tenenbaum, La Guerre de vingt ans. Djihadisme et contre-terrorisme au XXIe siècle, Robert Laffont, 2021. Un repaso exhaustivo y claro de las estrategias implementadas durante estas dos décadas, bastante equilibrado y matizado, aunque no estamos obligados a compartir todos los análisis de los autores.