El “Acuerdo de paz”, la delicada esperanza de los afganos

El 29 de febrero de 2020, en Doha, el gobierno estadounidense y los talibanes firmaron un acuerdo histórico. Tras 19 años de presencia en Afganistán, ¿llegará a su fin la guerra más larga de la historia de los Estados Unidos? Y a cuatro meses de la firma del acuerdo, ¿cómo ha evolucionado la situación?

Kabul, abril de 2020. — El Representante Especial de Estados Unidos para la Reconciliación en Afganistán, Zalmay Khalilzad (izq.) y el negociador principal de los talibanes, Mullah Abdul Ghani Baradar (der.), firmantes del acuerdo de Doha del 29 de febrero de 2020, aparecen en un mural.
Wakil Kohsar/AFP

El acuerdo firmado el 29 de febrero de 2020 entre la administración de Donald Trump y los talibanes fue calificado de histórico. Pero poco tiempo después, ya dejaba al desnudo sus ambigüedades. Refiriéndose a los asaltos de posiciones militares afganas efectuados por los talibanes once días después de la firma del acuerdo, Scott Smith, especialista del Afganistán para el Instituto de Paz de los Estados Unidos, declara:

Los términos del acuerdo son demasiado vagos y por ese motivo no ha habido formalmente una violación del mismo. Si bien los términos del acuerdo estipulan el respeto del alto el fuego entre los talibanes y las tropas norteamericanas, en cambio no hace ninguna mención al ejército afgano, que por lo tanto paga este retiro precipitado a un precio muy alto. En realidad, no es un acuerdo de paz, sino más bien un acuerdo celebrado con los talibanes que detalla las condiciones del retiro de los Estados Unidos. El acuerdo es ambiguo: si la violencia es demasiado elevada y las obligaciones no son respetadas, las tropas permanecerán.

De este modo, los Estados Unidos mantienen de facto un derecho de supervisión sobre los asuntos afganos.

Sin embargo, Donald Trump parece determinado a desentenderse de los asuntos en Afganistán, demasiado molestos, demasiado humillantes y costosos. En las últimas semanas se aceleró el retiro de las tropas estadounidenses de las tres bases militares, situadas en las provincias de Kandahar y de Helmand, en el sudoeste de Kabul. Mientras Estados Unidos se encargó de proteger sus propias espaldas, las demandas de la población y el punto de vista del gobierno afgano han quedado excluidos de las negociaciones.

En cierto modo, podemos decir que Donald Trump sigue los pasos de su predecesor. En 2011, Barack Obama ya iniciaba el retiro de las tropas estadounidenses del Afganistán, luego de haber desplegado, en 2009, 30.000 hombres suplementarios y de haber aumentado el presupuesto destinado a esa intervención. El Pentágono lleva gastados cerca de 975.000 millones de dólares (863.000 millones de euros) y más de 2.000 soldados estadounidenses perdieron la vida en el “cementerio de los imperios”, lo que le valió al conflicto el sobrenombre de “el nuevo Vietnam”. Un fracaso indiscutible para el gobierno norteamericano, a la cabeza de una coalición constituida en su mayoría por soldados de la OTAN y del Ejército Nacional Afgano (ENA).

El acuerdo celebrado entre norteamericanos y talibanes fue sellado unos meses después de que el diario The Washington Post publicara los Afghanistan Papers, que revelaron los “pilares de la idiotez”1, constitutivos de una guerra por una causa incierta. Los Estados Unidos fracasaron, una vez más, en imponer la pax americana. Esta “guerra que había que ganar”2 –para los gobiernos sucesivos desde George W. Bush en 2001– contra Al Qaeda se llevó adelante con la utopía de fomentar un “state building” y una “nation building” en el marco de una “democratización” a marchas forzadas del “Gran Medio Oriente”, un proyecto apoyado por los neoconservadores estadounidenses.

¿Pero este “acuerdo de paz” deseado por los Estados Unidos para desentenderse de los asuntos afganos abre un nuevo capítulo de paz en Afganistán? Eso es algo difícil de creer, ya que los obstáculos siguen siendo numerosos.

Dualidad del poder

Dos presidentes, Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah, están a la cabeza de la República Islámica del Afganistán desde las cuestionadas elecciones del 28 de septiembre de 2019. El primero es de la etnia pastún; el segundo, de la etnia tayika. Su rivalidad pública llevó a Mike Pompeo, secretario de Estado norteamericano, a amenazar con una reducción de 1.000 millones de dólares (890 millones de euros) en asistencia económica si no lograban encontrar rápidamente un terreno de entendimiento. Desde entonces, Abdullah Abdullah aceptó al equipo de negociadores nombrado por Ashraf Ghani, “legítimo en su conjunto –señala Scott Smith– gracias a la justa representación de las diferentes comunidades en su interior y a la presencia de 4 mujeres sobre un total de 21 miembros”. Con el objetivo de terminar con el marasmo generado por ese punto muerto político, Ghani también le tendió la mano a Abdullah y le propuso el 50% de los nombramientos en los ministerios. El exjefe del ejecutivo, que en un principio se había mostrado reticente, finalmente aceptó ser nombrado a la cabeza de la comisión de reconciliación nacional dedicada a llegar a un acuerdo con los talibanes. Pero la apertura de las negociaciones, estipuladas originalmente para el 10 de marzo de 2020, todavía no se ha puesto en marcha.

Esta dualidad dentro del poder complica aún más el diálogo con los talibanes. Además, el movimiento talib evoca la ilegitimidad de sus interlocutores, ya que considera que Ghani y Abdullah son vasallos de las potencias extranjeras. En La voz del yihad, un periódico en línea del movimiento, el Estado afgano es acusado de llevar a cabo, por todos los medios posibles, la guerra contra “el Emirato islámico”. Al desacreditar a Ghani y Abdullah, los talibanes intentan legitimar su lugar en el seno de la sociedad, una tentativa que se vio reforzada con la pandemia. En las regiones que controlan –aproximadamente un tercio del país–, aportaron una ayuda selectiva a las poblaciones.

“Las demandas de los talibanes no son explícitas”, comenta Scott Smith. “Hay que considerar un primer escenario: el de una negociación interafgana con un gobierno que incluiría a los talibanes tanto en el nivel nacional dentro de un gabinete, así como en el nivel de los distritos regionales.” Sin embargo, desde los atentados del 12 de mayo contra el hospital de Kabul y el de Nangarhar, en el este del país, el gobierno endureció su política ante el movimiento islamista, que no obstante condenó esos ataques.

La iniciativa de los talibanes de una tregua de tres días fue respetada durante la celebración de Eid al-Fitr que marca el fin del Ramadán. A cambio, Ashraf Ghani anunció la liberación inminente de 2.000 prisioneros talibanes; 900 ya fueron liberados el 26 de mayo. Ese acuerdo no atenúa sin embargo las disensiones entre el gobierno –en el seno del cual Ghani y Abdullah siguen teniendo dificultades para entenderse– y los talibanes. De hecho, luego del fin de la tregua, los talibanes reivindicaron un ataque contra las fuerzas afganas que causó 14 muertos.

Un mosaico étnico

Afganistán está compuesto por diversos grupos étnicos (tayikos, pastunes, hazaras, uzbekos). El sentimiento de pertenencia étnica se extiende al ámbito político en el interior del país, pero también más allá de sus fronteras. Ya el presidente Hamid Karzaï estigmatizaba las injerencias extranjeras: “Los chiíes son apoyados por Irán; los talibanes, por Pakistán; los tayikos, por los rusos y los países de Asia Central; los uzbekos, por Turquía”3. Y los estadounidenses solo juegan para sí mismos. Las potencias imperialistas nunca lograron apoderarse del Afganistán, pero el aislamiento del país también jugó en su contra, frenando su desarrollo. Y ahora, además de Al Qaeda y Estado Islámico en el Iraq y el Levante-Khorasán (EIIL-K, una “franquicia” de la organización Estado Islámico), hay grupos terroristas tayikos, uzbekos y uigures que operan contra el gobierno.

Durante el verano boreal de 2019, apareció un nuevo personaje: Ahmad Masud, el hijo del “león de Pandshir”, quien lanzó un llamado a la unión contra los talibanes. Masud propone la descentralización y la redistribución del poder entre cada comunidad. También dice estar listo para tomar las armas y determinado a terminar con el movimiento islamista, generador de inseguridad, inestabilidad y violencia. Masud representa una esperanza para algunos, y para otros, el riesgo de hundirse nuevamente en la guerra civil.

Preocupante aumento de la violencia

A pesar de la presencia estadounidense, la violencia aumentó en los últimos años, y la población teme que los talibanes se beneficien con la partida de las tropas extranjeras. Desde el mes de marzo, la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en el Afganistán (UNAMA) registró 4.000 ataques, que en los dos últimos meses aumentaron un 70% respecto de 2019. Pese a todo, Scott Smith estima que “aunque su ideología permanece sin cambios, los talibanes son conscientes de que su movimiento debe ser reformado”. Según Smith, los talibanes comprendieron que es necesario disponer del apoyo europeo, así como del reconocimiento internacional. En una entrevista concedida al Center on National Security, Dipali Mukhopadhyay, investigadora y profesora en Columbia, matiza los comentarios de Scott Smith: “Como fuerza combatiente, los talibanes fueron logrando una cierta coherencia. Pero no tienen ninguna comprensión en materia de gobernanza…”

Sin embargo, las principales exigencias de la población son de orden económico y de seguridad, dos imperativos para la (re)construcción del Estado. La ansiedad es palpable sobre todo en la capital, Kabul, donde los habitantes siguieron de cerca el desarrollo de las negociaciones y tenían muchas esperanzas puestas en el acuerdo, pero in fine se quedaron con la impresión de que simplemente le abre la puerta al regreso de los talibanes.

“Los talibanes quieren un retiro de las tropas extranjeras, pero sin embargo no quieren que se suspenda la ayuda financiera”, explica Dipali Mukhopadhyay, que resume en pocas palabras la ambivalencia del movimiento islamista. Según la investigadora, no se prevé que el movimiento prescinda totalmente de la violencia. Es necesario integrarlo, obrar por la paz tomando en consideración ese dato omnipresente y, en cierto modo, inevitable.

“La paz es más importante que todo”

Todos los jóvenes afganos con los que nos hemos encontrado dan testimonio de un insaciable apetito por la paz. Ese es el caso de Bilal, un joven de treinta años de Kabul, quien nos asegura que “la paz es más importante que todo. El virus es terrible, pero más o menos manejable a corto plazo. La paz la venimos ansiando desde hace años”. Monib, refugiado en los suburbios de París, está convencido de que la partida de los Estados Unidos es un primer paso hacia la paz y la estabilidad del país. “El mayor problema de Afganistán son los Estados Unidos”, afirma. Monib cree que hay que integrar más a los talibanes en el seno de la vida política afgana y considera que “los Estados Unidos intentaron cambiar nuestra cultura, imponer su visión. Los talibanes combatieron al ocupante y le dieron un lugar importante a la religión”. Monib está persuadido de que el movimiento se reformará luego de la partida total de las tropas norteamericanas, a condición sine qua non de una reconciliación interafgana que conduzca a la paz.

Tras haber trabajado seis años para la OTAN, Abdul vive desde hace cinco años en Francia y mantiene la esperanza de que el acuerdo resulte exitoso. “No creo que haya un regreso de los talibanes”, comenta. “Los horrores vividos cuando estaban en el poder hoy no pueden volver a suceder, porque ‘la gente “cambió’”. Yasna, estudiante de gestión en la Universidad de Kabul, también considera que los afganos aprendieron mucho del pasado: “Ninguna nena tendrá miedo de ir a la escuela, porque hay cada vez más activistas que defienden los derechos de las mujeres.” Yasna tiene esperanza en las jóvenes generaciones, “brillantes” y “orientadas hacia el futuro”, que han incluido en su vocabulario “los derechos humanos, los derechos de las mujeres, de los medios de comunicación y la libertad de expresión”.

Sin embargo, otras personas son más escépticas, como Ali, un joven refugiado originario de Behsud, un pueblo situado cerca de Kabul. Ali considera que este acuerdo firmado entre “los extranjeros y los terroristas” es poco creíble, ya que los actores interesados –el gobierno y la sociedad civil–, el sustrato de la paz, no participaron en las negociaciones. Yalda, que nació en Vardak, una provincia del centro del Afganistán, y creció en Kabul, estudia relaciones internacionales en Francia y expresa su escepticismo: “La partida de las tropas norteamericanas es un primer paso, pero lo más difícil está por venir, tengo pocas esperanzas…”, máxime porque como mujer, se considera un blanco particular de los talibanes. Por eso “los Estados Unidos deben partir de manera más responsable participando de una ‘transición suave’. Su salida rápida perjudica a los civiles.”

Ali piensa lo mismo. Hazara de confesión chií, se vio particularmente afectado por el atentado cometido el 12 de mayo contra un hospital público de un barrio chií del oeste de Kabul. Iqbal, graduado en farmacia en la Universidad Americana de Afganistán (AUAF), tampoco guarda muchas esperanzas respecto al acuerdo con Estados Unidos: “Se trata más bien de salvaguardar la imagen de los Estados Unidos que de obrar realmente en pos de la paz”, se lamenta, y agrega: “los talibanes siempre van a pedir más…”

1René Cagnat, Du djihad aux larmes d’Allah : Afghanistan, les sept piliers de la bêtise, Éditions du Rocher, 2012.

2Rajiv Chandrasekaran, Little America: The war within the war for Afghanistan, Alfred A. Knopf, 2012.

3Jean D’Amécourt, Diplomate en guerre à Kaboul, Laffont, 2013.