El asesinato de Qasem Soleimani genera fascinación y suscita vivas reacciones en todo el mundo. Los pastelitos que se distribuyeron en la región de Idlib o en Gaza para celebrar su muerte son la contracara de las multitudes que se congregaron durante el funeral del jefe militar iraní y de los discursos oficiales de dignatarios iraníes pidiendo venganza. En la escena occidental, las manifestaciones funcionarían como una advertencia para que las autoridades iraníes desistan de ir al conflicto. Cabe destacar que el acontecimiento es excepcional: un presidente estadounidense reconoce el asesinato selectivo de un alto dirigente de un país con el que Estados Unidos tiene un conflicto. ¿Es el anuncio de una conflagración mundial o regional? ¿O, en un sentido más llano, no asistimos al regreso de la historia que desde 1979 vincula a Irán y Estados Unidos en terreno iraquí?
El final de la Doctrina Carter
Año sangriento en más de un sentido para Oriente Próximo, 1979 comenzó con la salida del shah de Irán tras varios meses de intensas movilizaciones y el regreso del exilio del ayatolá Ruhollah Jomeiní. De repente, la doctrina estadounidense que había madurado lentamente desde la Segunda Guerra Mundial sufrió una fisura importante. Conclusión lógica de la acción de todos los presidentes estadounidenses desde Franklin D. Roosevelt, uno de los dos «gendarmes del Golfo» designados por la Doctrina Carter —Irán y Arabia Saudita— se rebeló contra su protector y más aún, lo desafió a través de una revolución anti imperialista y la fundación de la República islámica.
Peor aún, sus protagonistas se atrevieron a atacar el símbolo de la superpotencia y se apoderaron de su embajada. Tras el fracaso en Vietnam y los conflictos internos del escándalo Watergate, para la opinión pública estadounidense la crisis iraní marcó el punto culminante del descenso al infierno. Como respuesta, y con el objetivo de contrarrestar esas fuerzas revolucionarias, Estados Unidos elaboró una política de contención progresiva que reproducía la que se había implementado contra la Unión Soviética desde 1945.
Ese cuestionamiento de la política estadounidense comenzó sin que llegaran a asegurarse los objetivos esenciales de protección de los recursos energéticos de la región y de mantenimiento de un apoyo indefectible a Israel. Estados Unidos debía oponerse a la influencia iraní en todos lados.
Un primer terreno de enfrentamiento resultó ser Líbano. Hundido en la guerra civil desde 1975 y sumido en una ocupación militar de parte de sus vecinos Israel y Siria, el país de los cedros se convirtió en el teatro de la «guerra para los otros»1. En ese contexto, Estados Unidos sufrió su más áspera derrota con el atentado del 23 de octubre de 1983, que ocasionó la muerte de 220 marines norteamericanos. La Yihad islámica, una nueva fuerza terrorista en ascenso, empezó a distinguirse por su capacidad para dañar al primer ejército del mundo. Inmediatamente, el presidente Ronald Reagan ordenó el repliegue de las tropas estadounidenses.
Acercamiento con Saddam Hussein
Este cambio de política condujo a otro reordenamiento regional. Si bien desde 1967 Irak y Estados Unidos habían roto relaciones diplomáticas tras la Guerra de los Seis Días, el presidente Saddam Hussein, que en el verano boreal de 1979 acaparaba todos los poderes en Irak, se acercó a Washington. En septiembre de 1980, cuando los ejércitos iraquíes se lanzaron al asalto de Irán, Irak recibió el apoyo implícito de Estados Unidos. Empezó entonces una nueva relación triangular: en nombre de su hostilidad a Irán, Estados Unidos armó, apoyó e informó a las fuerzas iraquíes en su combate contra Irán. Más aún, en 1985, tras largas discusiones mientras el conflicto con Teherán llegaba a su paroxismo, Washington restableció los lazos diplomáticos con Bagdad.
¿Esta relación triangular que llevó al saqueo de Irak y de Irán terminó con el fin de la guerra? Khomeini, heraldo de la lucha contra Estados Unidos, murió en 1988. Dos años más tarde, Saddam Hussein lanzó sus tropas al asalto de Kuwait, obligando a Washington a reunir una vasta coalición para expulsarlo del emirato. Esa vez, Estados Unidos e Irán se encontraron tácitamente (Irán no participó en la coalición militar anti iraquí) en el mismo bando contra Saddam Hussein, pero eso no bastó para reconciliar a los enemigos, como quedaría demostrado a partir de 1990.
El terreno iraquí se impuso como teatro de ese enfrentamiento indirecto. Irán recibió a los refugiados de las revueltas en Irak de 1991, el enorme levantamiento popular reprimido sin piedad por Saddam Hussein bajo la mirada indiferente de la coalición internacional. El acuerdo de paz tras la liberación de Kuwait y las revueltas llevó a Estados Unidos a poner Irak bajo tutela imponiendo un drástico embargo sobre la población, así como zonas de prohibición de sobrevuelo al norte y al sur del territorio. Estados Unidos también presionó por un cambio de régimen. A su vez, el régimen iraquí aprovechó la situación para encontrar nuevos recursos necesarios para su supervivencia. Irak se volvió entonces el blanco de campañas de bombardeo, pero parecía que no había solución: para los estadounidenses y para los iraníes, que se mantenían más que reservados respecto a su vecino, Saddam Hussein pasó a personalizar el centro del problema de la región del Golfo.
Una nueva «cuestión de Oriente»
En 2003, como respuesta a los atentados del 11 de septiembre de 2001, la administración de Bush decidió finalmente efectuar un cambio de régimen. Entonces comenzó una nueva página de esa relación. Como recordó recientemente Jean-Pierre Filiu, todos los repliegues norteamericanos en el caos generado por la brutal invasión beneficiaron a Irán. Teherán se benefició con las contradicciones estadounidenses tras la destitución de Saddam Hussein, cuya partida hizo que desapareciera una figura mayor que le disputaba su influencia. Así, el gobierno iraní fue una de las pocas autoridades que en 2006 celebraron el ahorcamiento del exdictador. Y la recomposición interna de Irak siguiendo los estándares estadounidenses de democratización le abriría a Irán varias ocasiones para filtrarse y sacar ventaja. En Irak se formó una nueva «cuestión de Oriente»2, es decir la búsqueda de apoyos extranjeros de parte de las organizaciones locales para reforzar la base de su poder interno. En ese marco, Irán y Estados Unidos se enfrentaron por medio de actores interpuestos.
Irán se benefició plenamente con el nuevo orden político. Las consignas en torno a una democratización de Irak condujeron rápidamente a una creciente confesionalización de la escena política. Así, los grandes vencedores del nuevo orden fueron los nuevos «emprendedores identitarios»3 , o políticos que presentaban una pertenencia ética o confesional (chií, suní, kurda, etc.). Para romper con la opresión del pasado y no hostigar a nadie, Washington respaldó esas expresiones, especialmente durante las elecciones legislativas, sin darse cuenta de que la escena parlamentaria se escindía en función de pertenencias primarias (confesionales y étnicas).
Por otra parte, los excluidos del juego político —principalmente los representantes de la región suní, como por ejemplo Ambar, cuyos habitantes se negaron a participar en las elecciones de 2005— asumieron ellos mismos un discurso confesional: representaban a los suníes expulsados del poder por un extranjero que instalaba en Irak a extranjeros (los chiíes eran percibidos como representantes de Irán). Además, los grupos parlamentarios que buscaban el apoyo de Irán distaban de ser aliados de Estados Unidos.
Todos contra todos
El principal vencedor de las elecciones de 2005 en Irak se convirtió también en el promotor de una violencia confesional que ensangrentó el país. Empezaron entonces múltiples enfrentamientos que hicieron que los estadounidenses perdieran el control. Suníes contra chiíes, chiíes contra chiíes, miembros de Al Qaeda contra estadounidenses, insurrectos iraquíes contra estadounidenses: los frentes de batalla se multiplicaron, forzando a la potencia tutelar a repensar su dispositivo de seguridad y poco después, su visión del pos Saddam4 .
La llegada del general David Petraeus en enero de 2007 modificó la política estadounidense: para estabilizar las ciudades, desde entonces prevaleció la división del plano urbano en sectores que seguían el modelo de las contrainsurrecciones coloniales, y los jefes de las tribus fueron invitados a unirse en la lucha contra Al Qaeda —el único enemigo identificado a partir de 2008— a cambio de una remuneración financiera (la sahwa). En los combates de las milicias entre 2004 y 2009, Estados Unidos tuvo problemas con los aliados políticos de Irán, que extendía su influencia sobre los bastiones chiíes, mientras la potencia invasora se veía consumida con las operaciones de policía. Y hasta los partidos del poder, cercanos a Irán, retomaron las prácticas autoritarias… en nombre del antiterrorismo. Ante el caos, Washington siempre hizo la vista gorda.
En 2010, el nuevo gobierno en Irak de Nuri al-Maliki, proveniente del partido Dawa, que reivindica una identidad chií, siguió esa política de afiliación regional y de restauración autoritaria. Aprovechando el retiro programado de las fuerzas estadounidenses en 2011 y apoyándose en un discurso antiterrorista, el gobierno empezó a amenazar a las otras fuerzas del país. A los jefes de las tribus les suspendieron brutalmente la sahwa que los beneficiaba, así que tuvieron que partir hacia el Golfo, donde pudieron disfrutar de su nueva fortuna. Pero los miembros de sus tribus tuvieron que enfrentar las vejaciones y las amenazas de las fuerzas antiterroristas iraquíes. En ese contexto, un núcleo de militantes islamistas pudo encontrar apoyos para darle nacimiento al Estado Islámico de Irak (EII). El grupo creció rápidamente y se apoderó de numerosos territorios.
La amenaza de Estado Islámico
En la primavera boreal de 2014, cuando el gobierno iraquí tuvo que enfrentar el rápido avance de la organización del Estado Islámico (EI), se abrió una nueva página. EI derrotó a las fuerzas gubernamentales debilitadas por las políticas represivas y las divisiones, primero en Faluya y luego en Mosul. La extensión del territorio controlado por EI —especialmente en Siria— y el comienzo de asesinatos espectaculares de occidentales impulsaron el regreso de Estados Unidos y de sus socios occidentales. La «cuestión de Oriente» en su versión iraquí tomó un giro particular. Irán y Estados Unidos, en desacuerdo sobre todos los otros asuntos de Oriente Próximo, terminaron apoyando a los mismos actores iraquíes, en nombre de una causa común: el antiterrorismo.
Sin embargo, solo los unía el discurso, y en el terreno no había una colaboración real. Asimismo, las negociaciones paralelas sobre el programa de energía nuclear demostraron en cambio la disociación efectuada por la administración de Obama entre la política iraní en Oriente Próximo y el programa de energía nuclear. En efecto, se constituyeron dos equipos distintos en el Departamento de Estado estadounidense para seguir los dos asuntos. Por medio de una enorme movilización de recursos técnicos occidentales y de recursos humanos iraquíes, EI fue expulsado del territorio iraquí, aunque conserva una presencia clandestina activa.
La elección de Donald Trump cambió la situación. Trump se distinguió rápidamente de su predecesor por un nuevo discurso. Sin embargo, no siguió necesariamente una doctrina de acción con objetivos políticos claros. Por razones de política interior, la nueva administración dio muestras de un fuerte vínculo con el gobierno de Benjamín Netanyahu, hacia el que multiplicó los gestos de apoyo, como el freno de la influencia iraní. Eso se tradujo como una autorización para que Israel multiplicara los ataques contra Hezbollah o las instalaciones iraníes en Siria. Pero la escalada se vio limitada por el peso de Rusia, también socia de Israel.
En Irak, al contrario, el vacío dejado por la victoria contra EI constituyó un terreno propicio para los enfrentamientos. A fines de 2017, las tropas iraquíes victoriosas desfilaron en Bagdad. Entonces se abrieron luchas entre los vencedores, mientras que el presidente Trump comunicó su voluntad de retirarse de la región. En el interior del bando chií emergieron dos grandes fuerzas, una a favor de una alianza reforzada con Irán, las Fuerzas de Movilización Popular, la otra apoyada por el principal jefe religioso, el ayatolá Ali Husaini Sistani, que reclamaba la defensa de Irak. Esa oposición tuvo lugar mientras los problemas sociales nacidos de los desórdenes pos 2003 alimentaron una enorme cólera social en Irak. Entonces Basora se sublevó, y al poco tiempo un vasto movimiento social se apoderó del espacio público en las grandes ciudades para denunciar los fracasos de los vencedores de EI.
En ese contexto, los asuntos en Siria desbordaron una vez más hacia el territorio iraquí. Estados Unidos ordenó el bombardeo de la milicia Kataeb Hezbollah, en la frontera entre Siria e Irak. Durante los funerales en Bagdad, en la zona verde, la situación derrapó, y la embajada estadounidense fue atacada. En reacción, el presidente Trump ordenó el bombardeo de los vehículos que transportaban a Qasem Soleimani y Abu Mahdi al-Muhandis, dirigente de las Fuerzas de Movilización Popular. Unos días más tarde cayeron cohetes sobre las bases estadounidenses en Irak… Una vez más, Irak se convirtió en el campo de batalla entre Irán y Estados Unidos. Mientras Irak es el escenario de importantes protestas callejeras que convocan al pueblo a retomar el manejo de su destino, en la actualidad vuelven a salir a flote los últimos cuarenta años de historia. Desde 1979, Estados Unidos e Irán utilizan plenamente Irak para hacer ajustes de fuerzas y de influencias regionales. Ahora el ruido de las botas lo escucha toda la población iraquí, que sufre la pesada herencia de un autoritarismo descomunal nacido en 1979 y de una situación geopolítica altamente problemática.
1Según la expresión del periodista libanés Ghassan Tueni.
2Según la definición que propone Henry Laurens, La Question d’Orient, Fayard, 2017.
3Fanar Haddad, Sectarianism in Iraq : Antagonistic Visions of Unity, Hurst, Londres, 2011.
4Loulouwa Al-Rachid, Édouard Méténier, « À propos de la violence “irakienne”, quelques éléments de réflexion sur un lieu commun », A Contrario, 2008/1, vol. 5, pp. 114-133.