En la última temporada de la serie de espías Le Bureau des légendes (conocida en el mundo hispanohablante como “Oficina de infiltrados”), el jeque de los Tarabin, una de las tribus más grandes del Sinaí, es contactado por la Dirección General de Seguridad Exterior, la agencia de inteligencia exterior francesa. El jeque acepta cooperar con los servicios secretos y, a cambio de información sobre los islamistas, solicita apoyo militar y trabajo para los jóvenes de su tribu. El jeque también evoca los males que aquejan a la juventud del Sinaí: drogas, delincuencia, desempleo, islamismo. Su hijo no es una excepción: desempleado, colabora con Estado Islámico y termina organizando un atentado en un hotel de El Cairo. Esa intriga resume a grandes rasgos las tensiones en la península: tramoyas entre tribus, juventud islamizada, intereses de los servicios de inteligencia…
En la frontera entre África y Asia, lugar de paso y “zona colchón”, ese territorio estratégico tiene un estatus marcado por los diferentes poderes que lo han administrado: Imperio otomano, administración anglo-egipcia, ocupación israelí y regreso bajo el poder egipcio en 1982. La ocupación israelí fue sobre todo lo que forjó las representaciones sociales de la zona en las mentalidades: el Sinaí encarna una muralla contra “el invasor sionista”, es la patria recuperada. Paradójicamente, el poder central egipcio descuida esa tierra resistente y muy pobre. El poder de El Cairo también se representa el Sinaí como un territorio de beduinos retrógrados, de rebeldes siempre dispuestos a pactar con el extranjero y a convertirse en una “quinta columna” contra la unidad del país. Por su parte, los beduinos perciben al Estado egipcio como una de las numerosas potencias ocupantes (ihtilal masri).
La península del Sinaí está compuesta de desiertos, montañas áridas, valles encajonados y ciudades sobre la costa. Es un espacio donde las tribus mandan: en pocas palabras, un terreno perfecto para llevar adelante una guerrilla. La península estuvo relativamente en paz desde el tratado de reconciliación de 1889 entre los Tiyaha y los Tarabin, que delimitó el territorio de las tribus y distribuyó las rutas de comercio. Pero en 2011, como el Sinaí se negó a someterse al yugo de un Estado central al que consideraba ilegítimo, estalló una sublevación. Esa insurrección tribal se convirtió rápidamente en guerrilla cuando se implantaron grupos criminales y terroristas transnacionales.
La inestabilidad del Sinaí, que se transformó en una zona rebelde, con un Estado defectuoso, puso en riesgo a la región en su totalidad. Aterrorizado por el islamismo, Egipto interviene militarmente en el Sinaí desde 2012 para restablecer la paz y restaurar el orden. Aunque las operaciones militares todavía continúan, esos objetivos distan de alcanzarse: el ejército egipcio no logra ganarse el favor de las tribus y la población local.
El círculo vicioso del vacío legal y la violencia
La Gobernación de Sinaí del Norte, una de las más pobres del país, sufrió de lleno las políticas de liberalización del país bajo la presidencia de Hosni Mubarak. El Estado egipcio, que no reconoce la propiedad común o tribal, despojó a los beduinos de una parte de sus tierras y las transformó en complejos turísticos en el sur y en zonas industriales en el norte. ¿Qué alternativas les quedan entonces? En el sur, pueden obtener algunas migajas de los recursos turísticos. En el norte, la situación es más difícil: más de la mitad de la población está desempleada. Los empleos creados son ocupados por egipcios provenientes del valle del Nilo o por obreros sudaneses o chinos. Además, los beduinos no tienen derecho a incorporarse al ejército, la policía o cualquier servicio público.
Ante esa marginación económica y social, los beduinos recurrieron al contrabando, sobre todo a partir de 2007, cuando comenzó el bloqueo de Gaza por parte de Israel. A través de los túneles, pasan todo lo que los palestinos necesitan (alimentos, cemento, automóviles, electrodoméstricos). Ese negocio les genera entre 500 millones y 2.000 millones de dólares por año y miles de empleos. Así que ese contrabando se volvió vital para la supervivencia de los beduinos como de los gazatíes.
A ese comercio hay que agregarle el tráfico ilegal realizado principalmente por los islamistas. La península es un lugar de tránsito para las armas libias o iraníes, y el centro de un tráfico ruin, el de los migrantes eritreos y sudaneses que buscan huir de sus países, asolados por la guerra. Los migrantes son secuestrados y liberados luego del pago de un rescate (30.000 dólares por persona). Si los traficantes no obtienen el pago del rescate, convierten a los rehenes en esclavos o venden sus órganos. Las tomas de rehenes les habrían generado 600 millones de dólares entre 2009 y 2013 . El nivel de participación de los beduinos en esos tráficos criminales en los que están poco familiarizados sigue siendo una incógnita. Sea como sea, esa dependencia del contrabando los vuelve poco dispuestos a cooperar con el Estado… y los desacredita ante la opinión pública egipcia.
Insurrección tribal y guerrilla islamista
En enero de 2011, la revolución de la plaza Tahrir marcó un cambio y creó un vacío de seguridad. Los beduinos aprovecharon para renegociar el contrato social, es decir, exigir más autonomía política y económica. Pero no están solos. El movimiento es conducido en secreto por clérigos salafistas disidentes que predican la revuelta contra Egipto e Israel. En esa tierra sin ley se encuentran y prosperan grupos radicales locales o transnacionales: Al Qaeda en el Sinaí, Tawhid wal Jihad (Monoteísmo y Yihad), Harakat Hazm (Movimiento de la decisión) e incluso Takfir wal Hijra (Excomunicación y Exilio), nacido de una corriente radical de los Hermanos Musulmanes. El grupo más activo es Ansar Beit al Maqdis (Los Partidarios de Jerusalén), cuyo objetivo es liberar Jerusalén y llevar adelante un yihad contra las tropas egipcias, “guardianas de los judíos” y “soldados del Faraón Al-Sisi”. En noviembre de 2014, el grupo se convirtió en Wilayat Sinai (Provincia del Sinaí), que juró lealtad a Estado Islámico, del que adoptó los métodos del clientelismo y la manipulación de las rivalidades locales.
Beduinos e islamistas descubrieron intereses comunes, sobre todo en el plano económico. Oportunistas, las tribus beduinas controlan las rutas de contrabando, organizan el comercio con Gaza y ofrecen refugio a los islamistas que proveen armas cuando es necesario, y que también comparten los beneficios financieros y buscan mantener el estado de no derecho, favorable para sus negocios. Para ganarse a la sociedad beduina, los yihadistas juegan con el sentimiento de injusticia que experimentan los beduinos y con su voluntad de venganza ante el poder egipcio. Si eso no basta, remuneran el apoyo recibido o emplean medios más brutales para ganarse su afiliación por medio del terror. Sin embargo, para los grupos islamistas se trata simplemente de una alianza circunstancial. En efecto, esos grupos desprecian a las estructuras de comando tribales y las asocian a la Jahiliyya (los tiempos de ignorancia previos a la llegada del islam).
Aunque el Sinaí no escapa a la dinámica de islamización que avanza en el mundo árabe-musulmán desde hace tres décadas, conserva sin embargo fuertes comunidades sufíes. Los beduinos están influidos por el contacto regular con la ideología islamista y con los predicadores salafistas. Pobres y sin perspectivas de empleo, los jóvenes en particular son seducidos por el islam radical. En efecto, esa ideología igualitarista desafía la estructura patrilineal de la sociedad beduina, lo que la vuelve atractiva para los beduinos que carecen de poder en el seno de la tribu. Y lo que termina de debilitar a esa estructura tribal es el descrédito que pesa sobre los jefes de tribus, nombrados por el Estado para aumentar el control sobre ellas. Como una parte de los beduinos olvida el sufismo y se islamiza, la frontera entre tribus y grupos yihadistas se vuelve borrosa.
El fracaso de las sucesivas campañas militares
El aluvión de armas libias que llegaron al Sinaí tras la caída de Gadafi, los prisioneros fugados sin dejar rastros en 2011 y el aumento del islamismo forman un cóctel explosivo que desestabiliza la península y alimenta la insurrección. Luego de una tregua durante la presidencia de Mohamed Morsi en 2012-2013 motivada por una política gubernamental más clemente (proyectos de desarrollo, nuevos derechos de propiedad, diálogo con los grupos armados), los ataques se reanudaron con mayor intensidad. Si bien en un primer momento los ataques eran básicos (atentados suicidas, bombas artesanales, incursiones sobre los gasoductos), se volvieron más sofisticados cuando los yihadistas obtuvieron misiles tierra-aire de fabricación rusa provenientes de Libia y capaces de alcanzar objetivos aéreos. En 2015, Wilayat Sinai utilizó un misil antitanque contra un buque egipcio sobre la costa.
Las fuerzas armadas no son las únicas que son atacadas. En enero de 2017, Wilayat Sinaï subió a internet un video de propaganda en el que prometía que “los infieles y apóstatas de Egipto y otros lugares” pasaban a ser su nuevo blanco. Al video le siguió una sucesión de atentados en iglesias de El Cairo, Alejandría y el delta. En 2017, todos los coptos de El Arish, la ciudad más grande del Norte del Sinaí, huyeron tras sufrir, por ejemplo, amenazas, toma de rehenes y ejecuciones a domicilio. Los musulmanes no estuvieron exentos: fueron sometidos a la ley islámica y les impidieron practicar los ritos sufíes. En 2017, un ataque perpetrado un viernes contra una mezquita sufí en B’īr al-’Abd, en el norte de la península, causó más de 300 muertos.
Ante esa insurrección, el ejército egipcio lanzó su “guerra contra el terrorismo”. Con Morsi eliminado y los Hermanos Musulmanes prohibidos, el poder de Al-Sisi combate el islamismo en todos los frentes. Una serie egipcia difundida durante el ramadán, El Ikhtiyâr (La elección), ensalza al ejército egipcio y pone en la misma bolsa a los islamistas que llegaron al poder por las urnas en 2012 y a los yihadistas de Estado Islámico en el Sinaí. Desde 2012, Egipto realiza sucesivas campañas militares en el Sinaí: lanzó la operación Águila; en 2015 estableció una “zona colchón” con la franja de Gaza –una alternativa de bajo costo a una intervención directa– destinada a cortarles los víveres a la rebelión; ese mismo año puso en marcha la operación “Derecho del Mártir” con el apoyo aéreo extraoficial de Israel; y en 2018, lanzó la Operación Sinaí. Los métodos son importados directamente desde Israel: instauración del toque de queda, vigilancia a través de puestos de control, registros a diestra y siniestra, destrucción de las casas de los “terroristas” o de sus cómplices, incendio de los pueblos sospechosos… Esos castigos colectivos provocaron la antítesis del efecto esperado. Debido a su violencia, el ejército perdió el apoyo de los habitantes y de los beduinos, que entonces tomaron partido por los grupos armados.
En realidad, ante la insurrección el ejército utilizó una doctrina anticuada y métodos convencionales ineficaces. No consiguió tomar el control de una región que conocía mal, a diferencia de los combatientes islamistas, que tenían la ventaja de conocer el terreno y contar con el apoyo pasivo de poblaciones que tomaban al ejército nacional por un ejército de ocupación: la receta perfecta para lograr una guerrilla exitosa, como señala Lawrence de Arabia en Los siete pilares de la sabiduría, donde narra la revuelta árabe de 1917.
Una alianza entre el ejército y dos tribus
El ataque contra la mezquita sufí de B’īr al-’Abd tuvo el efecto de un electroshock para las tribus beduinas. Algunas lo tomaron como una afrenta. En 2015, Wilayat Sinai ejecutó a un jeque de la poderosa tribu Tarabin. La tribu respondió con una declaración de guerra: “nos tomaremos revancha y no estaremos en paz hasta que no venguemos a aquellos cuyas casas o mujeres fueron destruidas; venceremos, vivos o muertos”. Los beduinos consideraron el destino trágico de las tribus en Irak y en Siria, víctimas de las divisiones orquestadas por Estado Islámico, que había manipulado y colocado en una posición dominante a tribus débiles y excluidas para vigilar mejor a las grandes y poderosas.
Por esa razón, en 2017, los Tarabin y los Suwarka, dos poderosas tribus del Norte del Sinaí, anunciaron su intervención junto al ejército egipcio y convocaron a los jóvenes a abandonar a los islamistas. En concreto, ofrecieron inteligencia y apoyo logístico al ejército. A cambio, pidieron que se las tratara con respecto, que se liberara a sus prisioneros y que el Estado ya no interfiriera en la designación de los jefes de tribus. Los Tarabin pagaron caro ese combate contra los islamistas: Wilayat Sinai destruyó la casa del jeque que concibió la declaración, Ibrahim Al Arjani, y desde entonces secuestra y mata todos los meses a miembros de la tribu (500, de los cuales 200 fueron decapitados desde 2017).
Mientras tanto, los enfrentamientos no parecen dar señales de detenerse. Los islamistas se reforzaron durante los años de guerrilla. A comienzos del mes de mayo, Wilayat Sinai reivindicó el ataque de un vehículo que causó la muerte de diez militares en B’īr al-’Abd. Las fuerzas de seguridad egipcias respondieron y mataron a 18 yihadistas. Esa es la prueba de que no basta con tratar la insurrección por medio de las fuerzas de seguridad. Habría que tratar las causas del levantamiento, a saber, la marginación económica, social y cultural sufrida por los beduinos, y llevar a cabo una verdadera política tribal local. En efecto, esa primera alianza entre el Estado y las tribus sigue siendo frágil. En ella solo participan algunas tribus, que a su vez están divididas internamente. Los jóvenes prefieren seguir las órdenes de los predicadores salafistas que las de los jeques tribales. Y los jefes de las grandes tribus siguen su propio programa: la restauración de su autoridad menguante.
Sin una verdadera política tribal, Egipto podría perder el control de esa región. Entonces se correría el riesgo de que las rivalidades entre el poder egipcio y los islamistas polaricen la región, y que dada la ubicación estratégica de la península para el comercio, el tráfico marítimo y la exportación de hidrocarburos, el Sinaí se convierta en un nuevo campo de enfrentamiento por intermediarios (proxys) entre las potencias regionales.