Pocas veces un acontecimiento deportivo internacional habrá generado tantas controversias, en este caso, relativas a los derechos humanos, los desafíos climáticos, la cuestión LGBT+ y la corrupción. Antes y durante la competencia deportiva fuimos testigos de una “disonancia de relatos”, como señala el especialista del golfo Árabe-Pérsico Kristian Coates Ulrichsen en su balance publicado por el Arab Center de Washington DC.
Desde el comienzo, la competencia fue percibida como una prueba para Catar. El emirato no escatimó en gastos para construir nuevas infraestructuras (insuficientes, por cierto, en el rubro hotelero) y recibir aficionados, periodistas y deportistas. Pero poseía una experiencia muy limitada en cuanto a la gestión de flujos masivos de turistas, que en este caso incluían algunos simpatizantes considerados indóciles, si no violentos. Encima, la Copa del Mundo había estado antecedida por algunas fallas, por ejemplo durante el Campeonato Mundial de Atletismo, que se desarrolló en Doha a fines de 2019. Pero apenas empezó a rodar el balón, rápidamente se disiparon las dudas respecto a la calidad de la organización. Y entonces comenzó el incesante ida y vuelta de los chárteres que, para perjuicio del medio ambiente, transportaban los días de partido a los aficionados desde los hoteles de Dubái hacia los estadios de Doha.
Un desafío para la región
Entre las fuertes críticas formuladas antes de la ceremonia de apertura del 20 de noviembre de 2022, con frecuencia se cuestionaba si el evento no podía resultar costoso en materia de imagen para Catar . Así, siguiendo el famoso refrán “para vivir felices vivamos escondidos”, las polémicas en torno a las libertades sexuales y las condiciones de los trabajadores extranjeros podían llegar a convertirse en una mala publicidad para el pequeño emirato de una riqueza casi infinita. En cualquier caso, varios medios de comunicación aprovecharon la oportunidad, con más o menos sinceridad y habilidad, para transmitir un discurso crítico que a veces parecía un “Qatar bashing”.
Con el paso de los partidos, las victorias conmovedoras de algunas selecciones nacionales —Argentina, Francia y Marruecos en particular— fueron generando poco a poco una despolitización de los análisis, y en la balanza empezó a primar el aspecto deportivo sobre todo el resto. Poco a poco se esfumaron los llamados al boycott que habían resonado en Europa, sobre todo en las grandes ciudades francesas que se habían negado a instalar fan zones y en algunas redacciones periodísticas que probablemente hubieran preferido una eliminación rápida de Francia, para no tener que hablar demasiado de la competencia y, al hacerlo, desdecirse.
El hecho es que mientras llovían las críticas, la relativa discreción de Arabia Saudita, de los Emiratos Árabes Unidos e incluso de Kuwait podía parecer una estrategia alternativa más redituable. Catar se convertía entonces, en el espacio mediático y para el público occidental, en la encarnación de la arrogancia, la intolerancia, el “ecocidio” y la corrupción. Esa crítica, formulada por algunos valientes caballeros andantes más o menos conscientes de la posible instrumentalización de sus declaraciones en un contexto regional altamente polarizado, quedaba circunscrita a Catar. Pero en cualquier caso, les daba argumentos a quienes, como el emir de Catar, consideraban las críticas como un ejemplo de racismo e incluso islamofobia. Lo mismo pensaban muchos ciudadanos del Golfo, que expresaron sus puntos de vista en conversaciones y en las redes sociales.
¿Un desprecio a los árabes?
Para esas personas, los llamados al boycott se basaban fundamentalmente en el desprecio a los árabes y veían en ellos una nueva versión de la doble vara de medir. Oportunamente, y a veces intencionadamente, los discursos contra Catar obviaban que la paupérrima situación de los derechos de los trabajadores, las absurdidades medioambientales o las restricciones a las libertades sexuales constituyen realidades persistentes de las monarquías del Golfo a escala regional. En este sentido, Catar no se diferencia del resto, y la Copa del Mundo habría permitido en cambio, según algunas ONG de derechos humanos, hacer un avance, desde luego de una forma insuficiente, en algunas prácticas y en leyes vinculadas principalmente con el sistema kafala.
Además, la cuestión de los derechos de las minorías sexuales es un asunto sensible en las sociedades del Sur en general y ni por asomo algo específico de Catar, ni siquiera de los países árabes o musulmanes… Hasta sabemos que el incumplimiento de los derechos elementales de los obreros extranjeros también existe en las construcciones de los barrios más acomodados de Europa, ¡así que todos deberían hacerse cargo de sus trapos sucios! En el plano más diplomático, la lógica de concentrar el ataque exclusivamente en Catar también contribuyó a hacer olvidar la muy condenable política exterior saudí y emiratí. Esos dos Estados fueron, de hecho, la punta de lanza de la contrarrevolución árabe desde 2011. También son los principales responsables de la destrucción de Yemen y de los crímenes de guerra que allí se cometen desde 2015.
“Ya no estamos solos en el mundo”
Pero el cuestionamiento respecto a los efectos del Mundial sobre la imagen de Catar en realidad es tendencioso, porque pasa por alto el hecho de que las percepciones de Catar, y por lo tanto su imagen, son diversas a escala mundial. Así que el éxito o el fracaso de la organización de la Copa del Mundo no puede medirse solamente a la luz de las controversias mediáticas y políticas que tuvieron lugar en Europa y en América del Norte.
El evento deportivo pone en evidencia que “ya no estamos solos en el mundo”, como diría Bertrand Badie con palabras atinadas. Considerar que el objetivo principal buscado por los organizadores era satisfacer las expectativas del público o, más exactamente, de las élites de París, Londres y Nueva York, es adoptar una lógica centrada en Occidente y, por lo tanto, ciega a los grandes cambios internacionales. Por el contrario, las autoridades del emirato y sus agentes –por ejemplo el canal de televisión BeIn y su periodista estrella, el tunecino Raouf Khelif, con sus comentarios en árabe repletos de grandilocuencia– apuntaban a otra cosa cuando reforzaban ciertas solidaridades e insistían en la dimensión árabe de la organización del evento.
El desarrollo de la competencia y el emocionante desempeño de Marruecos le permitieron a Catar seguir presentándose como el defensor simbólico del Sur, de la arabidad, del islam y de Palestina. Podemos adivinar que las percepciones del evento en América Latina, en África y en Asia, incluida la clase media de trabajadores expatriados que viven en Doha y que participaron en celebraciones o en festejos anexos fuera de los estadios, fueron altamente positivas y contribuyeron a consolidar la influencia de Catar incluso en el marco de la competencia regional.
En el mundo árabe y entre los vecinos, por ejemplo, en Omán, la operación de comunicación fue un éxito indiscutible que difundió entre las poblaciones un sentimiento de orgullo recuperado. Asombrados frente a las imágenes de los estadios de Doha, en Mascate algunos se preguntaban si algún día construirían en su país infraestructuras deportivas semejantes. En los medios emiratíes, como en el diario en inglés The National, el entusiasmo suscitado por la victoria de Arabia Saudita contra Argentina durante la fase de grupos produjo, al igual que en Argelia luego de las victorias sucesivas de Marruecos, un renunciamiento al boycott. Ante semejante evento deportivo, el silencio parecía absurdo, si no lisa y llanamente ridículo. La victoria simbólica de Catar se volvió entonces manifiesta.
El carácter festivo durante la Copa del Mundo lo encarnó principalmente la personalidad efusiva del comediante omaní Majumba (alias Muhammad Al-Hajiri), que estuvo presente en Doha. Majumba le había llevado mala suerte a nueve seleccionados de los cuales había vestido la camiseta en los estadios y se convirtió en un fenómeno mediático en Instagram y Twitter. Hábilmente, un diplomático francés arabohablante en funciones en Mascate difundió un video humorístico en el que, para la semifinal entre Francia y Marruecos, le rogaba terminar con las hostilidades y vestir ropa neutra, “blanca como [s]u corazón”, lo que generó miles de comentarios entretenidos. Con buen manejo del suspenso, el humorista finalmente apareció durante el partido con la camiseta de Francia, dando a entender implícitamente que deseaba ver avanzar a la final al último equipo árabe que quedaba en competencia.
Transigir con sociedades conservadoras
Si bien se aceptaron algunos acomodamientos dentro de la sociedad catarí –por ejemplo, el consumo encuadrado de alcohol en los partidos y la vestimenta a veces exuberante de las aficionadas–, el evento también estuvo acompañado de puestas en escena que permitían reforzar algunos aspectos conservadores, como la conversión de extranjeros al islam –en particular una familia brasileña– y el proselitismo del Ministerio de Asuntos Islámicos, que entregaba kits explicativos en cercanías de las mezquitas. Entre cosmopolitismo, universalismo, nacionalismo y exacerbación de las diferencias se materializa la ambivalencia de los procesos identitarios que operan durante los grandes eventos deportivos.
Los numerosos videos de los extranjeros, en particular africanos o latinoamericanos, que insistían en la apertura mental catarí y que descubrían admirados “la realidad concreta del islam” en Catar demuestran cómo, para esos grupos, la Copa del Mundo funcionó como un potencial corrector de las críticas y los prejuicios difundidos en los medios occidentales. Uno de los videos llevaba el siguiente título: “el ganador de la Copa del Mundo de fútbol es el islam”. Este tipo de discursos, con frecuencia teñido de fascinación así como de ingenuidad tranquilizadora, constituye un género en sí mismo en la producción en Internet y dio lugar a formas de expresión a veces sorprendentes, como aquellos europeos pasmados por los beneficios higiénicos de los bidés adaptables cerca de los inodoros como remplazo del papel higiénico. La larga explicación de Saber Mashhour, un geopolitólogo egipcio cercano a los Hermanos Musulmanes, que se explayó sobre la causa de la curiosidad de los extranjeros frente a los baños de los musulmanes en Catar, cosechó rápidamente más de 500.000 reproducciones en YouTube.
Lo más discutido en torno a la competencia fue sin duda el debate sobre la cuestión LGBT+. Revela un creciente malentendido. Catar, más o menos explícitamente, se levantó como una muralla contra la difusión de una norma que pretende defender las identidades sexuales minoritarias y que convierte este asunto en un indicador de tolerancia, una forma de termómetro universalista. El emirato pudo desempeñar ese rol a través de los medios que controla –por ejemplo, cuando los comentaristas de BeIn se burlaron de la eliminación exprés del equipo alemán, cuyos jugadores se presentaron en el estadio con la mano en la boca como protesta para denunciar la censura contra la prohibición de portar un brazalete pro derechos de las minorías sexuales (llamado “One love”)– y orquestando la guerra contra las banderas arcoíris durante las inspecciones de seguridad de los espectadores antes del ingreso a los estadios.
En Europa y América del Norte, con toda razón, el principio de reconocimiento de los derechos LGBT+ poco a poco se fue volviendo dominante. Está acompañado por la difusión de un discurso militante con aspiración universalista. Así, el evento deportivo, organizado en una sociedad en muchos aspectos conservadora y donde la legislación condena la homosexualidad, permitió una estigmatización de Catar y también, en un sentido más amplio, de las sociedades musulmanas. En las sociedades del Golfo, esa situación genera una sensación de humillación y podría ser contraproducente para Occidente. Como nos revela un intelectual omaní, “Catar aceptó respetar los derechos de los gays durante la competencia, pero los occidentales, al insistir en los derechos y pedir siempre más, les faltan el respeto a nuestra cultura y a nuestra religión”.
En efecto, es un asunto sensible y las expectativas occidentales, defendidas por diversos militantes antes y durante la competencia, podrían no llegar a ser satisfechas. Incluso cabe pensar que la mecánica que se puso en marcha durante la Copa del Mundo acentúa las incomprensiones. El gran muftí de Omán, Ahmed al-Khalili, lo entendió perfectamente cuando a comienzos de diciembre de 2022 decidió publicar una obra traducida en diez lenguas que condena la homosexualidad y convierte el tema en un indicador de identidad.
Por obra de discursos religiosos locales, pero también debido a las torpes presiones ejercidas por algunos militantes o gobiernos europeos o de Canadá, los derechos LGBT están cada vez más asociados con los valores occidentales y por lo tanto extranjeros. Dado el recelo existente entre Occidente y las sociedades árabes o musulmanas, es probable que, en estas últimas, los derechos de los homosexuales no salgan fortalecidos tras la secuencia encarnada por la Copa del Mundo.