Urbanismo

Egipto. Alejandría, «antes de que todo desaparezca»

El gobierno egipcio avanza con sus proyectos de transformación urbana en las grandes ciudades del país. Este desarrollo urbano genera no solo gentrificación, sino que también alimenta, para la clase media alta, el deseo de abandonar el país. Tal es el caso de Dina, de 37 años, que ya no se siente más en casa en su ciudad natal, Alejandría.

Alejandría, la cornisa
© Sophie Pommier

“Quisiera huir antes de que desaparezcan los principales barrios y todo lo que conozco aquí.” Así describe Dina su deseo de irse de su país, Egipto, y de su ciudad, tras la desaparición de algunos de sus edificios, espacios públicos… y parte de su playa. Todos esos cambios son la consecuencia de la política de modernización que atraviesa el país, y que provoca en la joven una pérdida total del sentimiento de pertenencia. En marzo de 2022, el gobierno anunció el lanzamiento del Plan General Estratégico para la Ciudad de Alejandría 2032, que incluye proyectos de desarrollo urbano, como la construcción de una ciudad de la salud, un complejo residencial, un pueblo turístico y un palacio de exposiciones que será sede de salones y congresos. El proyecto le da prioridad a la inversión turística e industrial, y está dedicado al suministro de servicios. Las inversiones son en su mayoría privadas y en particular extranjeras.

Alejandría no es la única ciudad que es objeto de estas estrategias de desarrollo urbano. Pero siempre aparece el mismo discurso vendedor que promete centros comerciales, espacios de entretenimiento y oportunidades de inversión en todos los sectores, incluso la salud y la educación (aunque se trate de derechos constitucionales esenciales para todos los ciudadanos). Pero mientras se recalca la cantidad de empleos que crearán esos proyectos, el acceso a todos esos servicios sigue estando condicionado por su costo. “Desarrollo” es el subtítulo con el que se presentan esas inversiones, que se vuelven más voluminosas a medida que se acercan a las grandes ciudades y centros económicos. Eso es lo que sucede, sobre todo, en Alejandría y El Cairo, a la que el Estado le otorgó el título de “capital del patrimonio y del comercio”, mientras moviliza todos los recursos necesarios para estrenar la nueva capital administrativa.

“Nuestros recuerdos han desaparecido”

Mientras tanto, muchos habitantes quedaron ausentes del proyecto. No solo porque no se piensa en sus necesidades y en su capacidad de seguir el ritmo de todos estos proyectos nuevos, sino también porque nadie les pide su opinión respecto a la transformación de sus ciudades. Sin embargo, la psicología ambiental ha teorizado sobre los lazos entre el ambiente urbano de los habitantes y su sentimiento de pertenencia. Varios estudios demuestran que los individuos aceptan más su entorno cuando se los consulta respecto a los proyectos de construcción o de restauración. Eso les genera un sentimiento de orgullo y de pertenencia a su entorno. Los sentimientos de Dina están en las antípodas de eso. Al contrario, se siente agobiada y triste por el destino que le espera a Alejandría: “Tengo un sentimiento de impotencia y de injusticia. Nadie puede hacer nada. Nos toman todo a nosotros, los habitantes, y nadie nos pide nuestra opinión”.

Acompaño a Dina a dar una vuelta a pie por la ciudad. A veces miramos una casa antigua e intentamos imaginar el futuro que le espera, considerando las construcciones que la rodean: “También será destruida, y en su lugar construirán una gran torre.” Otras veces, Dina se queda estupefacta ante la cantidad de restaurantes y de espacios infantiles que bordean la playa: “¡Una carpa y un circo en una playa! ¿Qué es esta mierda?”. Y continúa, vencida: “Todo esto nos quita el sentimiento de pertenecer a Alejandría. ¿Cómo pertenecer a una ciudad donde todos los sitios conocidos han sido desfigurados, donde todos nuestros recuerdos han desaparecido con esas destrucciones?”

Por supuesto, para Dina no todo ha perdido su encanto en Egipto. Pero se siente forzada a irse: “Si me voy, será a regañadientes”. Dina ya no soporta ver todos esos paisajes feos, no solo en su ciudad, sino en todo Egipto. No se salva ningún espacio verde ni la playa. Todo está invadido por edificios feos, por cafés y restaurantes.

Del malecón a Glim Bay

Una investigación de 2020 de la ONG The Human and the City for Social Research titulada “La cornisa de Alejandría, entre la privatización y el derecho a observar” señala el año 1997 como la fecha del comienzo de la edificación indiscriminada sobre las playas de la ciudad. En ese entonces, el argumento era el crecimiento demográfico y el aumento de la cantidad de residentes en la ciudad, sobre todo durante la temporada estival. Durante el mandato del general Adel Labib a la cabeza de la gobernación de Alejandría (2006-2011), la edificación indiscriminada se aceleró, al punto que el mar ya no era visible desde la ciudad. Las playas también fueron divididas en varias categorías –privilegiadas, turísticas, gratuitas–, y una misma playa podía contener varias de esas zonas para aumentar su capacidad de explotación. Hasta algunas playas que hasta entonces eran gratuitas fueron subastadas. Esta tendencia aumentó durante la década de 2010, para terminar en grandes proyectos de inversiones que beneficiaron a hombres de negocios, pero a veces también al ejército, como el proyecto del puente de Sidi Gaber. Este proyecto no formaba parte de los proyectos presentados por las instituciones del Estado (ya sea la gobernación o el Alto Consejo de Planificación Urbana), pero eso no impidió ni su realización ni los excesos que propició, como la posibilidad de construir edificios de tres pisos sobre la cornisa, algo que por lo general está prohibido.

La destrucción o el reemplazo de esos lugares marcó el final de la relación que unía a Dina con Alejandría. Ella solía sentarse en el café Al-Negma (la estrella) en el barrio de Glim, donde observaba el mar y la gente que se paseaba sobre “la lengua de Glim”, nombre dado al malecón que volvió célebre al barrio, y que desde entonces se ha convertido en el complejo Glim Bay: “De golpe tomaron el malecón y nos prohibieron el acceso. Cuando reabrió, el lugar se convirtió en un proyecto de inversiones”. Lo mismo sucedió con el complejo de Al Mahrousa: “Se llegaba por la avenida Iqbal, frente al mar, que se encontraba al final de la calle. Se podía ver la playa remontando hacia la cornisa. Hoy solo se ve The Bridge, un edificio sin alma que ocupó el lugar del mar”. Así se fueron destruyendo, uno tras otro, todos los lazos que Dina había tejido con la ciudad. Intenta acordarse de otros lugares: “Por supuesto, también tomaron el jardín del comandante Ibrahim para construir restaurantes y cafés. Son tan feos…”

El cambio radical de 2011

Dina es muy consciente de que estos cambios no son de ayer, pero hoy en día su ritmo se ha acelerado. “Con Mubarak también hicieron construcciones ilegales, edificios demasiado altos que a veces tenían entre 20 y 30 pisos. Hasta destruyeron edificios históricos, eso me hizo muy mal”, dice entre suspiros. La joven califica su vida de entonces como de “encierro”. “No tenía ningún sentimiento por la ciudad. Mi infancia y mi vida antes de la revolución no me permitieron construir recuerdos verdaderos en la ciudad. Eso ocurrió más tarde, cuando crecí, pero sobre todo luego de la revolución, que marcó un cambio radical en mi vida”.

Muchas cosas habían cambiado. En primer lugar, el lanzamiento de campañas y de iniciativas para salvar el patrimonio, una movilización que se volvió posible gracias a la revolución. En segundo lugar, existía un margen de maniobra más amplio, como la posibilidad de iniciar un juicio contra el Estado o los inversores, o presentar una denuncia por destrucción de edificios patrimoniales y hasta defender el derecho del ciudadano al espacio público. Aparecieron nuevas categorías de personas que se apropiaron del espacio público. Comenzaron a participar en actividades, a descubrir la ciudad y todos los asuntos urbanos afines, que hasta entonces les resultaban desconocidos o nunca les habían interesado. Dina formaba parte de esas personas.

Ese cambio generado por la revolución tuvo un efecto sobre sus ganas de partir: “Mi existencia en esta ciudad y en Egipto en general había pasado a estar relacionada con cosas que me gustaban, con nuevas conquistas, como el hecho de sentarme en cafés, salir de noche y también viajar mucho por el interior del país. Estaba segura de que en Egipto había muchas cosas, muchos lugares que no se encontraban en el extranjero”. ¿Como por ejemplo? Los cafés populares, la simplicidad, una vida poco costosa, una vida social diferente, salir hasta tarde a la noche sin tener miedo… Todo eso le permitió reconciliarse con la ciudad y con la idea de permanecer en Egipto y valorar su vida en el país. Fue su “revolución personal”.

Dina creció en el barrio de Glim hasta la edad de 12 años. Su familia luego se mudó al barrio –en ese entonces nuevo– de Smouha, una de las extensiones urbanas de la ciudad en las décadas de 1980 y 1990. Esa mudanza fue un cambio radical para la familia de Dina: “El lugar donde vivíamos en Glim no era lindo. Estábamos en el 7º piso de un edificio sin ascensor. Smouha, en cambio, era un lugar nuevo, en construcción”.

Hasta la primera mitad del siglo XX, Smouha apenas era un pantano. En la década de 1920, un empresario iraquí rico que le daría nombre al barrio, Joseph Smouha, emprendió la desecación del pantano. Gracias a su peso económico y sus numerosas relaciones, sobre todo en el entorno del rey, el Ministerio egipcio para las estructuras religiosas (waqf) le cedió centenares de hectáreas para explotarlas. Smouha imaginó un barrio residencial “para las familias aristocráticas” y los extranjeros. Pero con la llegada de la república (1953) y la partida de los extranjeros en la década de 1960, el empresario iraquí abandonó Egipto. El gobierno egipcio pagó una indemnización a la corona británica y recuperó el barrio.

Con el comienzo del período de la Infitah (la apertura) promovido por Anwar el-Sadat en la década de 1970, los proyectos de los emprendedores se multiplicaron. Surgió toda una categoría de la población que trabajaba en la construcción y la compra y venta de terrenos. Las zonas nuevas como Smouha fueron teatro de numerosos proyectos. El padre de Dina formaba parte de los emprendedores. Obtuvo un terreno de construcción en el barrio a un precio bajo y eso le permitió a la familia cambiar de vida. Era una oportunidad de ascender en la escala social, algo que no les permitía el barrio popular donde vivían. Dina califica a sus vecinos de entonces como “personas que no eran dignas de respeto, que tenían una mala reputación”.

En esa época, Dina no tenía ningún lazo con los barrios de Alejandría, ni con su primera casa. Afirma que su relación con la ciudad se construyó en dos etapas. En primer lugar, su casamiento y su trabajo le permitieron salir y experimentar la ciudad a diario. Luego la revolución fortaleció ese lazo con Alejandría, como ya explicó más arriba. Antes de eso, se sentía aislada socialmente: “Mi mamá me decía que los barrios populares no eran el lugar indicado para nosotros”.

Vivir en una burbuja

Ese lazo con la ciudad se construyó gracias al patrimonio urbano, aunque Dina nunca se propuso ir a vivir a los barrios más antiguos: “No quiero dejar el barrio de Smouha, aquí soy feliz”. De hecho, además de su cercanía con el centro histórico, allí encuentra todo lo que necesita. Tampoco le gusta ir a la zona que se encuentra frente a Smouha, como el barrio de Sidi Gaber: “Para mí, la zona de enfrente no existe. Sidi Gaber, Rochdi, San Stefano, Sidi Bechr… Todos esos barrios no existen, odio esos lugares”. La joven sostiene que son lugares que sin historia y siempre están repletos de gente.

En esa zona que Dina detesta se encuentran grandes asociaciones profesionales, como la de los jueces, los ingenieros o los docentes. Todos esos edificios impiden ver el mar. Allí no se puede alcanzar el mar, a diferencia de los barrios más antiguos. Es cierto que las playas de los barrios antiguos también fueron privatizadas y que ahora la entrada es paga, pero algunas siguen siendo igualmente accesibles.

Dina todavía asocia su sensación de seguridad con su vida en Smouha. Luego de un momento de reflexión, afirma: “Creo que todavía puedo soportar vivir en Egipto, siempre y cuando me encuentre en mi safe zone”. Así, evita todo lo que pueda arruinarle la vida cotidiana, como las aglomeraciones y los problemas que conlleva. “No voy a ningún lado fuera de mi barrio”. Entonces le pregunto si no tiene la sensación de vivir en una burbuja. Me responde: “Claro que sí, pero qué me importa”. Para ella, esa burbuja es necesaria para adaptarse a la vida en Egipto. Así, Smouha se ha convertido en una especie de barrio residencial privado en comparación con Alejandría, aunque no está rodeado por ninguna barrera. Allí también vive el exmarido de Dina y el padre de su hija, y también su madre. Y también allí tiene su abono a un club de deportes. La joven afirma que no boicotea los otros lugares de la ciudad, pero ella sola pasa por ahí cuando sale de paseo. De todas formas, toda su vida –en la ciudad, en el país– hoy está en duda porque ya no tiene la sensación de tener un impacto sobre su entorno.

La gentrificación en marcha

Durante los últimos años, Dine participa en una iniciativa destinada a salvar la identidad de Alejandría. La describe como un intento de detener la hemorragia de destrucción y de cambio visual y urbano que sufre la ciudad, pero enseguida agrega: “No pudimos hacer nada. No cambió nada. Eso me afectó mucho”. Dina intentó sin embargo limitar el impacto psicológico de ese sentimiento de impotencia, relativizando la situación, negándose a ver las cosas de una manera maniquea en esa batalla que libraba en defensa de la ciudad. Recuerda: “Me decía: ‘Bueno, qué lástima lo de los edificios. Pero todavía queda el mar y la posibilidad de pasear todos los días por la cornisa. Los lugares históricos todavía siguen en su lugar’. Pero hoy en día, ni siquiera es posible darse ese consuelo”. Suspira y continúa: “Me quitaron Alejandría. Hoy solo falta que me vaya de la ciudad”.

Estos cambios que experimenta la ciudad no permiten llevar una vida simple. Todo se ha vuelto costoso y lujoso, algo que Dina detesta: “No quiero que todos los lugares se vuelvan lindos y limpios, que lo único que haya sean cafés y restaurantes caros. Hasta los espacios públicos se volvieron escasos, y cuantos menos hay, más me ahogo en esta ciudad, y también en otros lugares como Siwa (oeste) o Dahab (este)”. El cemento que devora la naturaleza solo la empuja a vivir en un lugar donde los espacios verdes sean protagonistas del paisaje cotidiano. Y entonces, la necesidad de irse se vuelve cada vez más apremiante. Para el arquitecto Ahmed Barham, el objetivo de esta modernización realizada por las autoridades es “volver a diseñar la ciudad de tal forma que solo permanezcan quienes tengan los recursos para solventar el costo de la nueva vida”. Una ciudad para las poblaciones más ricas, donde todos los servicios sean temporarios, como las exposiciones, las actividades propuestas, los locales efímeros que cambian permanentemente. Una elección que no deja de tener consecuencias sociales. Como han demostrado dos investigadoras de la Facultad de Planificación Urbana y Regional de la Universidad de El Cairo en un estudio de marzo de 2019, hoy sabemos que cuanto más se aplica una política de exclusividad que le impida a una franja de la población acceder a algunas zonas, más aumenta la criminalidad.

Irse también es un privilegio

Otra razón personal le impedía a Dina irse de su país: la negativa de su exmarido a que su hija se vaya con ella. Eso fortaleció durante los últimos años su voluntad de adaptarse a la vida en Alejandría y aferrarse a las cosas que le gustan. Pero como cada vez se siente más atraída por la naturaleza, su paciencia está colmada. Piensa en Australia como lugar para emigrar, porque sus dos hermanos están instalados allí, lo que podría facilitarle las cosas y aligerar la sensación de exilio. Dina ya tuvo la oportunidad de visitar ese país en varias ocasiones. Aunque seguir viviendo en la ciudad después de todos los desarrollos urbanos que ha sufrido es un privilegio económico y de clase al cual pocas personas tienen acceso, lo mismo puede decirse de la inmigración. Las autoridades egipcias se jactan desde hace algunos años de no contar con “ninguna barca de inmigración clandestina partiendo desde nuestras costas”, como declaró el presidente Abdel Fattah al-Sisi en la cumbre de Visegrad, en octubre de 2021. Se puede dudar de la exactitud de semejante declaración. El hecho es que la cuestión migratoria sigue siendo primordial, sobre todo para los europeos, y Egipto la utiliza como una herramienta de presión, así que el cruce se ha vuelto cada vez más peligroso para los candidatos a la inmigración.

Pero emigrar legalmente requiere pasar por largos procedimientos y contar con los recursos económicos. El resultado nunca está garantizado. Así, a pesar de sus privilegios relativos (su manejo del inglés, su pertenencia a la clase media alta), Dina no pudo aprobar los exámenes profesionales que le hubieran permitido encontrar un trabajo en Australia. Las pruebas exigieron una inversión de tiempo y dinero. Y es solo uno de los tantos procedimientos obligatorios que tendrá que volver a tramitar si quiere obtener los papeles para emigrar. Dina no es la única de su clase que decidió irse. Muchos ya lo han hecho, por diferentes motivos. Si bien con frecuencia se mencionan las razones económicas, la violencia evidente de la vida cotidiana no debe hacer olvidar otras motivaciones –a veces más ocultas, más complejas– que llevan a tomar el camino del exilio.