Egipto. Bajo las momias, los tanques

La egiptología, que nació con la expedición de Napoleón Bonaparte a Egipto, sigue generando una intensa actividad productiva en todo el mundo. Pero si los egipcios tienen muchas otras preocupaciones en mente que el pasado faraónico, el régimen lo instrumentaliza a gran precio, para exaltar el sentimiento patriótico... y hacer que los turistas vuelvan.

El Cairo, 4 de abril de 2021. Desfile de las 22 momias faraónicas

Mohamed Ahmed es egipcio, tiene 33 años y solo ha estado dos veces en la Gran Pirámide de Giza, la única de las siete maravillas que todavía sigue en pie y uno de los mayores atractivos turísticos de Egipto, que visitan cada año miles de expertos, interesados y aficionados por la egiptología en todo el mundo. Al preguntarle el porqué de esa falta de interés por las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos, ubicadas en la necrópolis de Giza, Ahmed responde que “no le interesan ni la arqueología ni la historia” y que “con verlas una vez es más que suficiente”. Para entender las razones por las que los ciudadanos egipcios no conciben el Egipto Antiguo ni la cultura faraónica como propia y por qué no se interesan por el más allá descrito en el Libro de los Muertos, por las momias faraónicas o las tumbas milenarias del Valle de los Reyes, hay que retroceder hasta la ocupación militar francesa y británica.

La egiptología, una disciplina occidental

Por aquel entonces, alemanes, franceses y británicos se disputaban la gloria y la fama excavando en los mejores yacimientos arqueológicos mientras que los egipcios, excluidos de las misiones científicas occidentales y relegados a meros operarios, luchaban por escribir sus investigaciones en árabe y por acceder a puestos de responsabilidad en las instituciones egiptológicas, vetados por los colonizadores franceses.

Tuvieron que pasar más de 50 años desde la creación del Departamento de Antigüedades en 1859 por el egiptólogo francés Auguste Mariette, el fundador del precursor Museo Egipcio, para que los egipcios pudieran codirigir y dirigir en igualdad de condiciones las misiones científicas occidentales.

Ahmed Kamal Pasha y Selim Hassan, dos de los mejores y primeros pioneros egiptólogos egipcios que obtuvieron reconocimiento —Kamal entró a formar parte del Museo Egipcio como conservador en 1873 y Hassan en 1921 como conservador asistente— quedaron eclipsados por grandes nombres como Jean-François Champollion, Heinrich Karl Brugsch, Gaston Maspero o Howard Carter. Sería ya en los años 30, con el surgimiento del nacionalismo egipcio y la independencia parcial de los británicos en 1922, cuando los egipcios empezarían a reivindicar el Egipto Antiguo como parte de su identidad en un movimiento ideológico, el faraonismo, liderado por intelectuales como Taha Hussein, Mustafa Kamil Pasha y Ahmed Lutfi el-Sayed.

Sin embargo, entre los nacionalistas e islamistas más conservadores surgieron disputas por el papel que debía ocupar la cultura faraónica en la identidad egipcia, puesto que los islamistas defendían que la egiptología era propia de la “edad de la ignorancia” (jahiliyyah) y que, por tanto, no tenía nada que ver con la cultura árabe, cuyas raíces estaban estrechamente conectadas al islam.

Un viejo antecedente de colonialismo

La egiptología es hoy más que nunca una disciplina arraigada, inabarcable e inagotable debido a la alta producción anual de contenidos en todo el mundo: investigaciones, excavaciones, documentales, vídeos divulgativos en plataformas audiovisuales, debates en foros y redes sociales, congresos, seminarios y cursos sobre el Egipto Antiguo, diálogos interuniversitarios y también el turismo egiptológico, que mueve masas y es fundamental para la economía egipcia. “Cada país sabe cuál es su atractivo y, al igual que los rusos utilizan la tumba de Lenin, los egipcios utilizan las tumbas, las pirámides y las momias para ‘demostrar’ que Egipto es un país desarrollado”, explica Rosa Pujol, directora de la Asociación Española de Egiptología, una de las muchas organizaciones repartidas por toda Europa que se encargan de promover la egiptología a través de cursos, seminarios, conferencias, becas y viajes, entre otras actividades.

Frente al expolio y el protagonismo de Occidente, la investigadora española señala que “es verdad que se han llevado mucho patrimonio”, pero que tampoco “los egipcios valoran ni comprenden lo que tienen”, puesto que ella pudo comprobarlo en persona cuando estaba de visita en una mastaba y vio como un hombre vestido con galabeyya, el tradicional vestido egipcio, a falta de una papelera, colocó su botella de agua entre los bloques de piedra del monumento. “De no ser por los occidentales muchos de los monumentos serían basureros”, sentencia la investigadora española.

Esta visión del “salvador blanco” sigue muy presente en la egiptología y, como recuerda el analista político egipcio Maged Mandour, todavía tiene mucha influencia en la actualidad: “La egiptología tiene raíces coloniales muy profundas porque los colonizadores pensaban que tenían que enseñar a esos salvajes a valorar su propia historia”.

Zahi Hawass, el hombre camaleón

La excepción al protagonismo occidental la ha marcado el famoso arqueólogo egipcio Zahi Hawass, un histriónico líder de masas y símbolo mundial de la egiptología moderna que ha sabido camuflarse y pasar desapercibido ante los distintos regímenes dictatoriales mientras coqueteaba con la fama, siempre cerca del poder. Pujol define a Zahi Hawass, desde la distancia, como un “apasionado de su trabajo que ha puesto la egiptología y a Egipto en el mundo” y opina que, pese a su “ego monumental”, ha tenido un papel fundamental en la difusión de la disciplina y en la conservación del patrimonio, ya que “sin sus buenas artes” no se hubieran podido recuperar las piezas arqueológicas saqueadas del Museo Egipcio durante la revolución de 2011.

Para Mandour, escritor en OpenDemocracy y el Fondo Carnegie para la Paz Internacional, Hawass es “extremadamente corrupto”, la personificación del régimen y ha decidido voluntariamente ser parte de la máquina dictatorial. “Seguramente es un buen egiptólogo, pero lleva siendo una herramienta consciente de propaganda desde los años de Mubarak”, señala el analista egipcio.

Más propaganda que cultura e historia

Para impulsar este discurso sentimental y patriótico de la grandeza del Antiguo Egipto, el gobierno de Al Sisi ha propuesto implantar en los colegios a partir del curso que viene una nueva asignatura sobre egiptología para que los escolares aprendan el significado de los jeroglíficos, el valor de los monumentos faraónicos y el respeto a las antigüedades.

“No tiene sentido enseñar jeroglíficos en los colegios si luego el sistema educativo es un fracaso y muchos niños salen a la calle sin saber escribir bien el árabe”, critica Mandour. Según los datos recogidos por el Instituto de Estadística de la UNESCO en 2017, cerca de dos millones de jóvenes egipcios de entre 15 y 24 años no saben leer ni escribir, un dato que se eleva hasta los 18,5 millones en personas de más de 15 años.

Mandour explica que la enseñanza de la asignatura de Historia se hace desde una perspectiva muy acrítica: “En el colegio aprendes la narrativa estatal sobre el pasado, pero no hay diálogo ni discusiones sobre los hechos históricos y por eso todo el mundo glorifica ese pasado imperial”.

Como cualquier régimen dictatorial o partido populista que se precie, el gobierno de Al Sisi utilizan las mismas consignas ideológicas para perpetuarse en el poder y una de las más efectivas es el uso interesado del pasado.

“Hay paralelismos muy fuertes entre el uso del pasado faraónico en Egipto y la forma en que el sha de Irán, Mohammed Reza Pahleví, utilizó la historia iraní en el desfile del aniversario del Imperio Persa celebrado en 1971. Y por supuesto, también, con la forma en la que los fascistas usaban la historia del Imperio Romano”, asegura el analista egipcio.

Lo mismo opina el investigador de Human Rights Watch Amr Magdi, que explica que la instrumentalización de la historia faraónica ha crecido desde los años 80 durante el régimen de Mubarak y se ha mantenido hasta llegar a nuestros días: “Hay un sentimiento generalizado de que el régimen utiliza este orgullo nacional para sacar rédito político y económico cuando hay nuevos descubrimientos en vez de ocuparse de los problemas de la ciudadanía”.

Magdi explica que un tercio de la población egipcia vive en la pobreza y que “si los egipcios no pueden satisfacer sus necesidades básicas tampoco se puede pretender que gasten su dinero en el turismo o en visitar los monumentos antiguos”, porque no es solo el precio de la entrada, sino también el transporte y el alojamiento. Otro factor que aleja a los ciudadanos de a pie de la egiptología es la corrupción: “A lo largo de los años hemos visto corrupción en el Ministerio de Antigüedades y cómo se comerciaban o robaban piezas arqueológicas”. Estas negligencias son, según Magdi, “el testamento del fracaso para promover políticas de protección y restauración del patrimonio”.

Todos estos elementos, unidos a la falta de organizaciones independientes del patrimonio que cuestionen y critiquen las decisiones del gobierno, a la falta de libertad de prensa y a la situación general del país en cuanto a derechos humanos, hacen de la egiptología una herramienta perfecta para “propagar un falso sentimiento de orgullo” y para hacer entender que el renacimiento de la egiptología es producto del actual gobierno.

Al Sisi, el nuevo faraón de Egipto

Esta narrativa de que el régimen es la continuación de una cultura con más de 7.000 años pudo verse personificada en el espectacular desfile de momias celebrado el pasado mes de abril en la famosa plaza Tahrir, escenario de la revolución egipcia que derrocó al dictador Hosni Mubarak. En un ambiente onírico cargado de sentimiento nacional, los cuerpos de los 22 reyes y reinas del Egipto Antiguo, protegidos dentro de unos carruajes militares blindados, recorrieron las calles vacías de El Cairo desde el Museo Egipcio hasta el Museo de la Civilización Egipcia, ubicado a pocos kilómetros de las pirámides de Guiza.

Con miles de luces de colores, antorchas, artillería, policía motorizada y un épico himno a Isis en egipcio antiguo interpretado por una orquesta sinfónica, la comitiva se abrió paso por Tahrir y miles de espectadores a nivel mundial pudieron disfrutar del evento, que fue retransmitido en directo a través de YouTube.

Pero lo que pasó desapercibido fue que, debajo de todo ese maquillaje arqueológico, había tanques blindados que simbolizaban el omnipresente poder del ejército. “Egipto se está convirtiendo cada vez más en un Estado militar”, argumenta Magdi, que señala que incluso en este desfile se podían ver “reminiscencias de un desfile militar”.

“Mucha gente compara la Golden Parade con los desfiles en la Alemania de Hitler y también otro detalle que pudimos ver es cómo vaciaron las calles; hay siempre esta sensación de que la gente es una amenaza y no un componente integral para el desarrollo de la historia”, añade.

Para Mandour, la diferencia con los regímenes fascistas se encuentra en que este tipo de propaganda cultural es sutil y no es “tan agresiva”, puesto que el régimen egipcio no necesita propaganda hacia el exterior porque “está muy conectado con las políticas europeas”. En este sentido, el analista político tiene claro que la exaltación del pasado faraónico por el régimen es un lavado de cara para que los occidentales visiten el país.

Otra de las imágenes que tampoco se podrán olvidar es la del presidente Abdel Fatah Al Sisi recogiendo el legado de las momias faraónicas al final del desfile, siguiendo con la habitual estrategia de glorificación del líder que el régimen mantiene desde el golpe de Estado del mariscal en julio de 2013.

“Hubo una imagen de Sisi recibiendo a las momias de los reyes y reinas del pasado como si él mismo fuera un rey o como si fuera la continuación de ese legado histórico”, explica Mandour.

Como “rey” del Moderno Egipto, Sisi se eleva en su trono implacable e imparte justicia con mano dura utilizando el cayado y el mayal, dos de los símbolos faraónicos que aparecen en el famoso sarcófago de Tutankamón descubierto por Howard Carter en 1922. Mientras juega a ser faraón, la población egipcia sufre en silencio una dictadura que acumula cerca de 65.000 presos políticos en las cárceles y que tiene el dudoso honor de ser uno de los cinco países del mundo que más sentencias a pena de muerte dicta, compitiendo junto a China, Arabia Saudí o Irán.