Editorial 11 de septiembre

Guerra contra el terrorismo, el pasado de una ilusión

Puesto de combate 7171, provincia de Helmand, Afganistán, 28 de octubre de 2010. Un soldado del ejército afgano se protege de una tormenta de arena
Basetrack 18/Flickr

“¡Libertad duradera!” Con esta consigna tan pomposa como irrisoria el presidente norteamericano George W. Bush lanzaba en octubre de 2001 su “guerra contra el terrorismo” invadiendo Afganistán. ¿Acaso no había explicado ante el Congreso estadounidense que

Odian lo que ven en esta asamblea, un gobierno elegido democráticamente. Sus dirigentes se designan ellos mismos. Odian nuestras libertades: nuestra libertad religiosa, nuestra libertad de votar y de reunirnos, de estar en desacuerdo unos con otros?

“Ellos” eran “los terroristas”, que el presidente norteamericano se comprometía a perseguir hasta los confines más oscuros del planeta. Bush reconocía que la guerra sería larga y que su campo de batalla sería toda la Tierra, pero en poco tiempo el Bien triunfaría, el Mal sería erradicado y la Libertad –con una enorme letra mayúscula y acento estadounidense– iluminaría a pueblos subyugados y despojados.

La autoproclamada “comunidad internacional”, reducida en realidad a los gobiernos occidentales, no podía dejar de adherir a palabras tan marciales. Aprovechando la estupefacción generada por el 11 de septiembre, muchos políticos, editorialistas, intelectuales y “especialistas” autoproclamados del terrorismo ayudaron a movilizar contra el nuevo enemigo, el terrorismo, muchas veces confundido con el islamismo e incluso con los musulmanes.

Las primeras “victorias” en Kabul movieron al optimismo, por no decir a la ceguera. “Los estadounidenses (…) ganaron esta guerra”, proclamaba en diciembre de 2001 Bernard-Henri Lévy1, que nunca deja pasar la oportunidad de equivocarse, “causando, en total, algunas centenas, tal vez un millar de víctimas civiles… ¿Quién lo hubiera dicho? ¿De cuántas guerras de liberación pasadas puede decirse lo mismo?”

Una “nueva religión”

Otros exaltaban “una resistencia” tan indispensable como la que se había levantado contra el nazismo. “Oh, ya lo sé”, se exaltaba el escritor Philippe Sollers,

Todavía queda mucho trabajo por hacer en Kabul, Ramala, Bagdad. (…) Pero al final, el Mal será derrotado, es la evidencia misma. Por cierto, me parece que nos demoramos mucho. ¿Por qué estos retrasos? ¿Estas frenadas? ¿Estos pseudoescrúpulos? ¿Estas cosas de la ONU que no engañan a nadie? Hay que atacar, una y otra vez. El 11 de septiembre lo exige. El 11 de septiembre es el horizonte infranqueable de nuestra época. Basta de 14 de julio: 11 de septiembre. Esperemos que los franceses, siempre un poco rezagados de la verdadera conciencia histórica, terminen convenciéndose y alineándose con la nueva religión2.

Esa “nueva religión” es “la guerra contra el terrorismo”. ¿Pero de qué se estaba hablando exactamente? El general prusiano Carl Von Clausewitz (1780-1831) explicaba que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. E insistía: “La primera cuestión estratégica, y la más importante, es juzgar correctamente el tipo de guerra que se emprende” y definir los objetivos a lograr para alcanzar la victoria. Pero eliminar el “terrorismo”, esta forma de violencia que ha marcado cada etapa de la historia humana con múltiples rostros y que ha sido utilizada por actores con convicciones a veces antagónicas no tiene, en sentido estricto, ningún sentido. Incluso las Cruzadas, las guerras religiosas libradas contra el islam, tenían un objetivo concreto, “la liberación del sepulcro de Cristo”, y no la conversión del planeta.

Una ojeada a la Global Terrorism Database de la Universidad de Maryland ilustra a su modo el confusionismo imperante. Esa base de datos contiene un listado de los “atentados terroristas” a través del mundo3, con mucha información interesante sobre los principales lugares de inestabilidad, aunque no sorprenda saber que se trata de Yemen, Afganistán e Irak. Pero el informe agrega un atentado de supremacistas blancos en Estados Unidos y un atentado suicida de Estado Islámico en Afganistán y añade una pizca de acciones de restos de guerrilla en Colombia y un atentado antisemita en Europa, lo que da como resultado una mescolanza indigesta.

Esta confusión –multiplicación de enemigos, objetivos imprecisos– contribuyó a los repetidos fracasos de “la guerra contra el terrorismo”, aunque el complejo militar-industrial estadounidense, denunciado en su día por el presidente Dwight D. Eisenhower, haya cosechado importantes beneficios. Como escriben Marc Hecker y Élie Tenenbaum en su libro La Guerre de vingt ans [“La guerra de veinte años”] (editorial Robert Laffont, 2021),

la definición amplia de la amenaza terrorista adoptada por la administración Bush –que incluía no solo a Al Qaeda sino también a gran cantidad de grupos armados y de “Estados delincuentes”, de Hezbolá a Corea del Norte– daría lugar a lo que en retrospectiva puede considerarse como uno de los principales errores de esos primeros años.

¿Pero a qué se debió este “error”? Antes que nada, a la hybris de un Occidente cuyo número de teléfono –como lo formula graciosamente Régis Debray– es el de la Casa Blanca, porque ahí y solamente ahí se toman las “decisiones occidentales”. Aunque Francia emitió algunas protestas en el momento de la invasión de Irak en 2003, sus veleidades pronto quedaron atrás para darle paso al alineamiento. El 7 de noviembre de 2007, el presidente Nicolas Sarkozy, que había asumido el cargo unos meses antes, declaraba ante el Congreso estadounidense:

Francia permanecerá movilizada en Afganistán el tiempo que sea necesario, porque lo que está en juego en ese país es el futuro de nuestros valores y el de la Alianza Atlántica. Lo digo solemnemente ante ustedes: la derrota no es una opción.

«Un alborotador que se cree hacedor de lluvia»

Su sucesor, el socialista François Hollande, extendió el campo de batalla a Mali y el Sahel, retomando las antiguas aventuras coloniales del socialismo francés con la misma falta de éxito.

Porque el mundo, mucho más allá de los terroristas, de los islamistas y de otros diablillos aterradores, cuestiona, como subraya Régis Debray, este Occidente

paternalista y ombliguista, piloto autoproclamado del navío de la humanidad, a cargo, por sí mismo, de enderezar su rumbo; un primer mundo que no dialoga con el tercer mundo, ni con el cuarto mundo, y en cambio soliloquia, humillando a quienes no hablan su lengua; un alborotador que se cree hacedor de lluvia, y en cuanto ve algún interés, se caga en los principios que dice defender para la galería4.

Durante estos últimos veinte años, Occidente también perdió la batalla de la legitimidad y del derecho: desde el centro de detención de Guantánamo hasta la prisión de Abu Ghraib, desde la intervención ilegal en Irak al fraude de las elecciones en Afganistán, desde el apoyo al dictador egipcio hasta el desprecio de los derechos de los palestinos, la pureza de los principios proclamados –derecho internacional, derecho de los pueblos a la autodeterminación, defensa de los derechos humanos– se ha visto corrompida por la prosaica realidad del terreno.

La debacle estadounidense en Afganistán –a la cual pueden asociarse muchos países europeos aunque no hayan tenido voz ni voto en el manejo de la guerra, lo hemos visto durante la evacuación de Kabul– marca el fracaso de una enésima tentativa occidental de restablecer su dominio sobre el mundo negando los cambios que se han producido desde la segunda mitad del siglo XX, y sobre todo el derrumbe del sistema colonial. Atrás quedó la época de la pos Primera Guerra Mundial, cuando Londres y París podían despedazar Oriente Próximo e imponer, sin reparos ni resistencias insuperables, su dominio sobre poblaciones indolentes. El rechazo a la dominación extranjera, adornada incluso con las virtudes de la “democracia” y de los “derechos humanos”, se ha vuelto general.

Y lo sucedido en Afganistán demuestra que se están afirmando otras potencias. Pakistán, China, Rusia, Catar, Turquía o India contribuyen tanto como Estados Unidos y mucho más que la Unión Europea a decidir el futuro de ese país. Estados Unidos es una potencia importante y seguramente lo será durante décadas, pero ya no tiene los recursos para gobernar el mundo, y mucho menos para decidir el destino de países como Afganistán e Irak, aunque tenga la capacidad, como lo hemos visto, de destruirlos.

La guerra contra el terrorismo ha sido la ilusión final de un Occidente que no admite el nuevo estado del mundo y quiere torcer el curso de la historia. Se trata de una tarea quimérica, por supuesto, pero intentar llevarla a cabo solo agrava el desorden mundial, alimenta el “choque de civilizaciones” y desestabiliza a muchas sociedades, incluso las occidentales, al dividirlas en función de criterios religiosos.

1Le Monde, 21 de diciembre de 2001, citado por Le Monde diplomatique, septiembre de 2002.

2Le Journal du dimanche, 29 de septiembre de 2002, citado par Le Monde diplomatique, noviembre de 2002.

4Régis Debray, Que reste-t-il de l’Occident ?, Grasset, 2014.