Irak o la Resistencia “fuera de eje”

Veinte años después de la caída de Sadam Huseín, el colapso en Siria del otro gran régimen baazista suscitó reacciones diversas en Irak. No salieron a su rescate ni el gobierno ni las facciones chiíes iraquíes, que sin embargo apoyaban desde hacía un decenio al régimen de Bashar al-Ásad. Entre el temor al regreso de la amenaza yihadista y el debilitamiento del “eje de la resistencia”, la prudencia de Bagdad también refleja preocupaciones políticas internas.

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Monir Shahroudy Farmanfarmaian, Sin título, 2005

El 3 de diciembre de 2024, mientras la oposición armada siria liderada por la Organización para la Liberación del Levante Hayat Tahrir al-Sham (HTS), que ya controlaba Alepo, se preparaba para la toma de Hama, el primer ministro iraquí, Mohammed Shia’ al-Sudani, llamó al presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, considerado como cercano al grupo HTS, para advertirle: “Irak no será un simple espectador de las graves repercusiones de los hechos acaecidos en Siria”. Dos semanas después, con la caída del régimen sirio y la partida al exilio de Bashar al-Ásad, lo cierto es que Irak se ha mantenido como espectador de este cambio sustancial en la región y abandonó a su suerte a uno de los integrantes históricos del “eje de la resistencia”. Más allá de las consideraciones geopolíticas, la prudencia de Bagdad también podría explicarse por dinámicas propias a la escena política iraquí que revelan la precariedad de la alianza estratégica tendida en torno a Irán.

Relación con altibajos

La solidaridad entre Bagdad y Damasco no es para nada una característica estructural. De hecho, la historia contemporánea de las relaciones entre ambos países está marcada por la rivalidad, e incluso la hostilidad declarada. En 2003, el derrocamiento de Sadam Huseín terminó con el acercamiento diplomático que el joven Bashar al-Ásad había propiciado desde su llegada al poder, tres años antes. Al-Ásad facilitaba el paso de yihadistas a Irak para combatir a las fuerzas de ocupación norteamericanas. Las relaciones entre ambos países recién se normalizaron en 2006.

Sin embargo, Bagdad comparte con Damasco algunas preocupaciones, y ha dado muestras de colaboración ante peligros comunes. El momento revolucionario de 2011 en Siria inquietó al poder iraquí, preocupado por el surgimiento de movimientos contestatarios en sus gobernaciones de mayoría suní y, en particular, por el ascenso de la amenaza “terrorista”, que llegó a su punto culminante en 2014, con la proclamación de la organización Estado Islámico (EI). La guerra civil siria vino a sellar el destino en común de ambos vecinos, cuya frontera era el sitio de incubación y de circulación de la ideología y las actividades del grupo yihadista.

Bagdad se convirtió entonces en una de las pocas capitales árabes que conservó su embajada en Damasco, no apoyó la solicitud de suspensión del régimen sirio en la Liga Árabe y rechazó la imposición de sanciones. Más allá de ese canal diplomático, la relación era discreta. Recién en julio de 2023, tras la reintegración del dictador sirio a la Liga Árabe, Mohammed Shia’ al-Sudani visitó Damasco por primera vez luego del estallido de la revolución. En nombre de la cooperación en seguridad y la lucha contra el “terrorismo” y los narcotraficantesi, llamó a los Estados árabes a terminar con el aislamiento de Siria.

Así que la inscripción de Irak en el “eje de la resistencia” se materializaba no tanto en la postura de su gobierno, que se atenía a brindar un apoyo diplomático sin intervención en la guerra en sí, sino más bien en una dinámica paralela, efectuada por otro tipo de actores: el envío al territorio sirio, a partir de 2012-2013, de grupos paramilitares iraquíes que recibían un importante apoyo de Irán. En Siria combatieron muchos grupos armados chiíes iraquíes en coordinación con la Guardia Revolucionaria Islámica y el Hezbolá libanés. Algunas de esas facciones cercanas al modelo ideológico iraní ya existían, como la organización Badr y la agrupación Kataeb Hezbolá; otras fueron creadas para la ocasión, como Kata’ib Sayyid al-Shuhada y las Fuerzas de Abu al-Fadl al-Abba, o nacieron por escisión de otros grupos. Más de uno surgió de un cisma del movimiento del líder chií Muqtada al-Sadr, como los Batallones Imam Ali y las milicias Asa’ib Ahl al-Haq.

Fuerzas de Movilización Popular contra Estado Islámico

En 2014, cuando la caída de Mosul dejó a Irak estupefacto, esos grupos se reorganizaron en parte en su territorio de origen, mientras mantenían su presencia en Siria. Aprovechando la convocatoria de las autoridades religiosas para la defensa de la nación, recibieron a decenas de miles de voluntarios y poco a poco se institucionalizaron bajo la denominación colectiva de Fuerzas de Movilización Popular. Su legalización como fuerza armada regular en 2016 les dio un acceso sin precedentes a los recursos materiales y simbólicos del Estado iraquí. A medida que avanzaba la integración al Estado, se fue estableciendo una distinción, al menos formal, entre las “brigadas”, registradas en la Movilización y bajo el mando del primer ministro, y las “facciones”, que no se ajustaban a ese marco, aunque brigadas y facciones pertenecían al mismo grupo armado.

Con el paso del tiempo y, en particular, tras el asesinato con un dron norteamericano en enero de 2020 de Abu Mahdi al-Muhandis, fundador de Kataeb Hezbolá y jefe operativo de la Movilización, los grupos armados reivindicaron esa distinción para eximirse de algunas operaciones, sobre todo en Siria. De hecho, esas operaciones son desaprobadas por una parte de la clase política así como de la población iraquí, porque el combate armado transnacional es objeto de cuestionamientos, incluso de parte de las más altas autoridades clericales chiíes iraquíes. Entonces se crearon facciones “de fachada”, que reivindican sus atentados, sin una paternidad claramente establecida, y al mismo tiempo se dicen miembros de las Fuerzas de Movilización Popular, que les garantiza los salarios y el carácter oficial. La Movilización no está desplegada oficialmente en el exterior de Irak; los combatientes de las facciones en Siria la integran como miembros de la “Resistencia”. Una parte de estos grupos, desde Irak o Siria, lanzan regularmente, pero sin representar una amenaza seria, ataques contra los intereses estadounidenses o israelíes, en nombre de la “Resistencia islámica en Irak”, en particular en el marco de la guerra de Israel en Gaza y en Líbano.

Declaraciones de guerra y actitud expectante

A fines de noviembre de 2024, en vísperas de la ofensiva rebelde contra Alepo, las facciones iraquíes seguían presentes en el territorio sirio, en particular en la gobernación oriental de Deir ez-Zor. Mientras se perfilaba la conquista de Damasco a manos de los rebeldes, las facciones brindaban su apoyo al régimen movilizando a combatientes que ya estaban en el lugar, fortaleciendo a varios centenares de hombres desde Irak y lanzando campañas de reclutamiento. Además, le pidieron al gobierno iraquí el envío de tropas regulares. Pero nunca llegaron. El primer ministro iraquí expresó su preocupación pero se negó a hacerlo, argumentando ante los diputados que no tenía intenciones de arrastrar a la población iraquí a una nueva guerra. El jefe de las Fuerzas de Movilización Popular también descartó cualquier tipo de intervención. Lo que se reforzó, en cambio, fue la seguridad en la frontera con Siria.

La toma de Damasco y la huida de los dirigentes del régimen baazista convencieron a las facciones de la Resistencia: sus combatientes empezaron a ser repatriados desde antes de la caída del régimen. A partir del 7 de diciembre de 2024, más de 2000 soldados sirios cruzaron la frontera y se refugiaron en la gobernación iraquí de Ambar. El líder de Hayat Tahrir al-Sham (HTS), Ahmed Hussein al-Charaa (que abandonó su nombre de guerra Mohamed al-Golani), grabó un video dirigido al primer ministro iraquí en el que le aseguraba su voluntad de renovar las relaciones políticas y económicas con Irak y su determinación de impedir que los acontecimientos de Siria desestabilizaran al país. Si bien en las redes sociales iraquíes circulaban videos de humillaciones e incluso de crímenes contra los partidarios de la “Resistencia” en Siria, la promesa de no violentar los santuarios chiíes parece mantenerse. Al mismo tiempo, Teherán abrió un canal de comunicación con el HTS. Algunas facciones iraquíes invocaron su pertenencia a las Fuerzas de Movilización Popular para justificar su abandono del combate.

Todo hace pensar que, en los días previos a la caída del régimen, el primer ministro iraquí eligió no involucrar a las fuerzas oficiales y delegar el apoyo armado en las facciones de la Resistencia. Pero esas facciones también renunciaron a combatir, seguramente por temor a los ataques aéreos israelíes. ¿Estas decisiones fueron tomadas por los propios actores? ¿El primer ministro iraquí se mantuvo firme ante la presión iraní? ¿O su posicionamiento coincidía, al contrario, con el análisis de Teherán, que había decidido, tal vez incluso desde antes de la ofensiva contra Alepo, abandonar a su aliado sirio, ineficaz en su país, inexistente en la guerra contra Israel, y cada vez más desleal? La respuesta tal vez quede clara cuando se conozca el contenido de las negociaciones entre varias potencias regionales, principalmente en Bagdad y luego en Doha. Hasta entonces, podemos aventurar un análisis de la transformación de las relaciones de fuerza política en Bagdad.

Cambios en Bagdad

Mohammed Shia’ al-Sudani, proveniente del partido islamista chií Dawa, no dispone de una base electoral. Discípulo del ex primer ministro Nuri al-Maliki, fue nombrado en el cargo en 2022 principalmente porque lo consideraban con el control suficiente para sacar al país del atolladero político, y su antiguo mentor esperaba apoyarse en su mandato para sucederlo. Contra todos los pronósticos, al-Sudani ganó popularidad. Es el primer funcionario con el cargo de primer ministro que no goza de una segunda nacionalidad y que creció y estudió en Irak. Su mandato se basa en una política de grandes obras públicas, un distanciamiento de los grupos con los que Irán mantiene su clientelismo y la negociación de la partida de las últimas tropas norteamericanas presentes en el país. Al-Sudani ahora acaricia la esperanza de ser relecto en las próximas elecciones legislativas, previstas para el otoño boreal de 2025.

Para lograrlo, tiene dos opciones. O se impone como el candidato de la alianza que lo llevó al poder, el Marco de Coordinación Chií, integrado en especial por los brazos políticos de los grupos de las Fuerzas de Movilización Popular y de las facciones armadas. O construye una nueva coalición. La primera opción parece comprometida, sobre todo por el escándalo que embarra a al-Sudani desde el verano boreal de 2023. Se trata de escuchas a varios líderes del Marco de Coordinación y a miembros de sus familias, orquestadas, como mínimo, por colaboradores muy cercanos al primer ministro. Le queda la segunda opción, que le permitiría acercarse a Muqtada al-Sadr, uno de los pocos responsables chiíes iraquíes que apoyaron lo que considera desde el comienzo una auténtica dinámica revolucionaria en Siria.

Desde este punto de vista, la crisis siria parece representar una oportunidad política para al-Sudani. Le permite hacer valer la soberanía de Irak, evitar llevar al país a la guerra y mantener una posición de neutralidad útil ante la perspectiva de una nueva administración en Washington. Además, le permite mostrar la lealtad de las Fuerzas de Movilización Popular al Estado iraquí, obligar a las facciones a seguir su decisión y preservar la relación turco-iraquí, en pleno auge. Las maniobras internas del Marco de Coordinación, sobre todo las de Nuri al Maliki, para hacerlo remplazar, perdieron impulso.

¿Una alianza difunta?

Aunque estas negociaciones den lugar a una nueva vía política en Irak o, más probablemente, a la continuación de las disputas partidarias típicas del país, que jamás pusieron en discusión la estructura profunda de los disfuncionamientos del Estado, es indudable que hay una nueva dinámica en curso. Tras los golpes recibidos por el Hezbolá libanés, las facciones iraquíes representan el único actor armado de peso, incondicional ideológicamente a la República Islámica de Irán, que conservan su capacidad de acción. También están los hutíes en Yemen, pero son actores periféricos de las dinámicas regionales, dotados de su propio sistema de legitimación política y religiosa.

La soltura con la que el primer ministro reafirmó la posición de no injerencia, y la reticencia declarada de muchos combatientes de las facciones de la resistencia a salir al rescate del régimen sirio revelan este cambio. Además, la rapidez con que la mayoría de la clase política chií se alineó finalmente con la posición del primer ministro demuestra que, en realidad, el bastión iraquí del Eje ya había dado un paso al costado desde hacía un tiempo.

Las presiones externas seguramente fueron determinantes para generar ese cambio, sobre todo, los asesinatos en 2020 de Abu Mahdi al-Muhandis y de Qasem Soleimani, jefe de la fuerza exterior de la Guardia Revolucionaria. Pero sería equivocado ignorar las dinámicas sociales, políticas y económicas de los diferentes integrantes del Eje. Porque también contribuyeron a ese cambio las aspiraciones de la sociedad al fin de la violencia permanente, el ingreso a la política y la notoriedad de numerosos dirigentes de los grupos armados, y el ascenso de la referencia al Estado nacional en el debate público y en el interior de las facciones. De igual modo que la exasperación de Teherán contra el presidente sirio derrotado por generar un cambio en el “eje de la resistencia”. El frente ideológico ayer soñado ahora forma una alianza táctica que, si no está difunta, al menos ha sido superada por la trayectoria de sus propios creadores.