La ilusión de una oposición democrática en Israel

En Francia, el cambio de tono sobre la guerra de Israel en Gaza va de la mano de un discurso que ensalza las iniciativas de los opositores al gobierno de extrema derecha de Benjamín Netanyahu. Pero, al observar con mayor detenimiento, esas divergencias, al no cuestionar los fundamentos colonialistas de la política israelí, expresan más bien una diferencia de grado que de naturaleza.

Multitud en una protesta con pancartas, algunos encendiendo fuego en el suelo. Energía intensa y decidida.
Tel Aviv, 31 de mayo de 2025. Una manifestación antigubernamental frente al Ministerio de Defensa llama a actuar para obtener la liberación de los rehenes israelíes. “Salven a los rehenes, terminen la guerra”, dice la pancarta que encabeza el cortejo.
Jack GUEZ / AFP

Es una escena conocida, casi automática. Basta que una voz se eleve contra el primer ministro Benjamín Netanyahu y su gobierno, que aparezca un gesto de disidencia en el espacio político o público israelí, para que los medios franceses reactiven un relato viejo y tranquilizador: el de una oposición democrática, liberal, progresista, que se levanta frente a un gobierno de extrema derecha que, en el fondo, solo sería un paréntesis autoritario en la historia del Estado democrático y ejemplar que es Israel.

Hoy en día, esa dinámica se revela con una claridad particular. Cuando centenas de miles de personas salen a la calle para oponerse al proyecto de Netanyahu de mantener un control militar permanente en Gaza, los medios presentan esas movilizaciones como llamados pacifistas, liberales o humanistas contra la guerra. Sin embargo, esa lectura oculta el verdadero objetivo de la manifestación, que es antes que nada la liberación de los rehenes. El fin del conflicto no aparece como una reivindicación en sí misma, sino como un costo necesario, la única manera de liberar a los rehenes. El genocidio en curso en Gaza y la catástrofe humanitaria que afecta a los palestinos están ampliamente ausente de esos discursos.

Lo confirman las encuestas: en junio de 2025, según el Instituto para la Democracia de Israel, el 76,5 % de los israelíes estimaban que no hay que tener en cuenta el sufrimiento de los palestinos en “la planificación de la continuación de las operaciones militares”. Solo una minoría marginal lo tuvo en cuenta en la movilización: por un lado, un grupo representado por Standing Together, que denuncia los crímenes cometidos en Gaza pero no habla de genocidio, y afirma que el problema viene del gobierno de extrema derecha y que la sociedad israelí merece dirigentes mejores; por el otro, un grupo anticolonial –integrado de manera informal, entre otros, por miembros de organizaciones de izquierda radical, pero también por militantes no afiliados– que denuncia el genocidio y lo vincula directamente con la política colonial adoptada por Israel desde la fundación del Estado.

La misma reacción se vio el 10 de abril de 2025, cuando se publicó un llamado de reservistas que pedían terminar con la guerra en Gaza: la cobertura mediática habló de un “despertar” del “ejército más moral del mundo”. Nadie mencionó el carácter tardío de esa intervención de quienes participaron activamente en la guerra contra Gaza. Ni de sus motivaciones individualistas y, en su mayoría, en absoluto políticas. Peor aún, la cobertura no señaló que esos llamados no mencionan a las víctimas palestinas: presentan el fin del conflicto como un “precio a pagar” para liberar a los rehenes, y nada más. En el mejor de los casos, dos textos firmados por pilotos de la fuerza aérea y miembros de los servicios de inteligencia del ejército mencionan –ya consumado el hecho– la muerte de “civiles inocentes”, sin detallar en ningún momento a qué civiles refiere.

¿El despertar del ejército?

Después está la siguiente declaración del oficial militar y mayor general de reserva Yair Golan, de mayo de 2025: “Israel mata niños como un hobby”. La frase recorrió todos los medios franceses, que la erigieron enseguida como la expresión de una conciencia moral, la ilustración de una izquierda recobrada. Pero se deja de lado que ese mismo Golan llamó, en octubre de 2023, a hambrear Gaza, y en septiembre de 2024, a rechazar cualquier alto el fuego en Líbano. Y, sobre todo, apenas unos días después de su salida, el oficial volvió a reflexionar sobre su declaración y afirmó en Canal 12, el más visto del país: “Israel no comete crímenes de guerra en Gaza”.

Esa obsesión mediática en torno a estas figuras de la oposición es fruto, en parte, de un desconocimiento de los hechos, del juego político y, más ampliamente, del sionismo. También responde a una necesidad política y simbólica, para Francia y para muchos países occidentales, de preservar la imagen de un islote democrático en el corazón de un Próximo Oriente percibido como oscuro y autoritario. Por último, contribuye a la construcción de una “inocencia” de Israel, porque los crímenes cometidos casi nunca son descritos como lo que son, sino que son presentados como una traición de sus supuestos principios, como si los actos fueran extranjeros al ADN mismo del Estado.

Una matriz ideológica común

Uno de los principales argumentos planteados para defender la existencia de una verdadera oposición al gobierno de extrema derecha de Benjamín Netanyahu se basa en una concepción profundamente errónea de lo que es la izquierda sionista. Desde hace unos veinte años, y con el surgimiento de una política de centro, la centroizquierda sionista es presentada como una alternativa creíble. Esta corriente es descrita con frecuencia como la antítesis de la derecha israelí, sobre todo en lo relativo a su agenda respecto de los palestinos bajo control israelí, entre el Mar Mediterráneo y el río Jordán. ¿Pero es posible calificarla de ese modo, incluso cuando se define como sionista y comparte por lo tanto elementos ideológicos fundamentales con lo que presuntamente debería oponerse?

Todas las corrientes sionistas, desde la izquierda más crítica hasta la extrema derecha, adhieren a un conjunto de principios fundamentales que no se cuestionan. En el centro de esos principios se encuentra en primer lugar la convicción de que el Estado debe ser un Estado judío, y que su fundación en Palestina es legítima –justificada, exclusiva o esencialmente, por la Biblia, considerada como un certificado de propiedad–. Por lo tanto, algunos derechos deben estar reservados exclusivamente para los judíos. También se admite que la mayoría de los ciudadanos del Estado deben ser judíos, y que el Estado debe trabajar activamente para mantener ese equilibrio demográfico.

Esa base ideológica común se apoya en tres pilares principales. En primer lugar, la dimensión nacional: el Estado es concebido como el Estado-nación del pueblo judío, y esa es la única nación que está llamada a expresarse a través de sus instituciones. Aquí es necesario señalar que la idea misma de una “nación israelí” –una entidad cívica que incluya al conjunto de los ciudadanos, judíos y no judíos– no existe. En hebreo, la palabra “nación” se piensa en términos exclusivamente étnicos. Cada ciudadano pertenece a una “nacionalidad” étnica, distinta de la ciudadanía israelí. Está inscrita en los registros del Estado y es creada artificialmente por él: judía, “árabe” (el término “palestino” está excluido), drusa, circasiana, etc.

Luego viene la dimensión religiosa, indisociable del proyecto sionista: la legitimidad del Estado de Israel se basa en el relato bíblico. Hasta los grupos más críticos aceptan, más o menos, una forma de vínculo entre religión y Estado. Finalmente, la dimensión colonial se impone como una constante, aunque rara vez se la nombre. La colonización de Palestina, iniciada incluso antes de la creación del Estado, es presentada como un proceso legítimo, o al menos necesario. Esa justificación atraviesa el conjunto del espectro sionista y se expresa de manera más o menos explícita en función del posicionamiento ideológico del grupo o de la figura pertinente.

Así, la centro izquierda sionista no puede ser considerada como una verdadera oposición o como una alternativa a la derecha israelí, porque se inscribe en el mismo espectro ideológico: el espectro sionista. Lo que distingue a los diferentes grupos no son los principios de fondo, sino el grado de visibilidad y de intensidad de su nacionalismo, de su religiosidad y de su adhesión a la lógica colonial. A mayor deslizamiento hacia la derecha, esos elementos se vuelven más explícitos, reivindicados y patentes. Pero la matriz ideológica sigue siendo la misma.

Consolidar la supremacía judía

Posicionar al conjunto de las corrientes sionistas en un mismo espectro ideológico también permite comprender mejor su concepto compartido respecto de la democracia. Más allá de los desacuerdos que oponen a la centroizquierda con la derecha –ya sea en torno al rol y los poderes de la Corte Suprema, la influencia de la religión judía sobre las libertades individuales o incluso en relación a consideraciones socioeconómicas–, comparten su visión de la democracia, que se fundamenta sobre todo en la dimensión nacional y en la colonial.

La definición nacional de la democracia se basa en su utilidad para el pueblo judío, entendido como mayoritario dentro del Estado y, por ese motivo, garante del control “democrático”. La democracia es percibida entonces no como una finalidad, sino como un instrumento al servicio de un grupo étnico específico, que se fusiona deliberadamente con la mayoría. Esta idea fue validada explícitamente por David Ben Gurión, el premier israelí y figura central de la izquierda sionista, durante una sesión parlamentaria en 1950:

No es posible una mayoría antisionista mientras en el país haya un régimen democrático, un régimen de libertad que siga las reglas de la mayoría. Un régimen antisionista solo será posible si la minoría antisionista toma el poder por la fuerza […] y cierra las puertas del país a la inmigración judía. La única manera de impedir la instalación de un régimen antisionista es proteger la democracia.

Según esa lógica, cada acción orientada a fortalecer la presencia judía en el Estado se considera profundamente democrática, porque contribuye a mantener la mayoría judía, percibida como garante del régimen.

Esta idea se asocia con una segunda lectura de la democracia: la lectura colonial. La creciente implantación del pueblo judío en Oriente Próximo es una condición indispensable para la expresión de sus aspiraciones nacionales –posibilitada por la conformación de una mayoría demográfica– y también sirve como vector de valores occidentales llamados “liberales”. En otras palabras, en esa región, la democracia dependería de la perennidad de un Estado judío, dirigido por el pueblo judío, que presuntamente encarna y representa los valores de Occidente.

La villa y la selva

Una de las expresiones más emblemáticas de esa visión de la centroizquierda se remonta a los años 1990, con el ex primer ministro y figura central de la izquierda sionista Ehud Barak, que forjó una imagen de Israel como bastión occidental de moralidad dentro de un entorno percibido como salvaje, autoritario y totalmente incompatible con la democracia liberal: la célebre “villa en la selva”. Una imagen que Barak sigue empleando, como en esta entrevista que le realicé en abril de 2024: “En tu villa, puedes escuchar música clásica o antiguas canciones francesas, y divertirte en el jacuzzi. Pero apenas sales, lo primero es tener el arma lista; si no, es imposible sobrevivir”. Desde esta perspectiva, la democracia solo puede existir y prosperar si está protegida –o incluso es impuesta– por la dominación colonial de Israel, que, desde luego, nunca es descrita con esos términos. Esa representación justifica no solo la colonización de las tierras, sino también el dominio colonial permanente ejercido sobre el pueblo autóctono, los palestinos, y se presenta como una condición indispensable para la supervivencia del régimen democrático –y, por lo tanto, del apartheid.

Esas visiones, compartidas por todas las corrientes sionistas –incluso por aquellas que califican al gobierno de Netanyahu como “peligroso para la democracia”– permiten comprender mejor el comportamiento de la oposición civil y política en tiempos de genocidio. El 20 de mayo de 2024, por ejemplo, más de cuarenta miembros de la oposición firmaron una petición para condenar como antisemitismo la demanda del fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) y afirmaron que “el ejército israelí es el más moral del mundo” y que “nuestros heroicos soldados combaten con valentía y una moralidad sin igual, en conformidad con el derecho internacional”. También muchos israelíes vinculados con la oposición se manifiestan contra la no inscripción de los ultraortodoxos en el ejército en nombre de la igualdad; en cambio, no reaccionan ante las restricciones a los palestinos ciudadanos del Estado a manifestar su solidaridad con Gaza. Otro ejemplo, de fines de junio de 2025: miembros del partido de centro Yesh Atid (“Hay un futuro”) de Yair Lapid, también de oposición, votaron la suspensión del diputado palestino de Israel Ayman Odeh simplemente porque se atrevió a alegrarse por la liberación de prisioneros palestinos. La lista de estas aparentes “contradicciones” es larga.

“El puesto de avanzada de la civilización”

Considerar al conjunto de los grupos sionistas como pertenecientes a un mismo espectro ideológico –con fundamentos comunes y una concepción parecida de la democracia– lleva a una conclusión ineludible: de ese terreno político es imposible que surja alguna alternativa real a Netanyahu. Más aún, ninguna oposición es verdaderamente “democrática” o “liberal” mientras se reivindique como sionista. En este marco, la democracia queda subordinada al proyecto nacionalista y colonial, y no puede encarnar la democracia tal como es idealizada en los términos occidentales.

Más allá de la ignorancia –voluntaria o no–, hay que subrayar que los países occidentales necesitan esa imagen democrática de Israel para justificar su apoyo incondicional a ese Estado. Perciben al sionismo, y más precisamente, al Estado judío, como el puesto de avanzada de los intereses europeos en Oriente Próximo, como describió en 1896 el padre del sionismo político, Theodor Herzl, al formular el proyecto de un Estado judío en Palestina: “Para Europa, conformaremos un muro contra Asia, así como un puesto de avanzada de la civilización contra la barbarie. Nos trasladamos a la Tierra de Israel para sobrepasar los límites morales de Europa hasta el Éufrates” . En otras palabras, Israel se encarga de mantener el orden y de contener lo que las potencias consideran como fuerzas bárbaras en Oriente Próximo. Esa visión se inscribe en una lógica colonialista muy conocida en Europa, donde la presunta misión civilizadora sirve para justificar o perdonar una serie de crímenes de masa.

Si no, ¿cómo explicar el envío de Francia de equipamiento para ametralladoras a un país acusado de genocidio por una creciente cantidad de actores? ¿Cómo justificar los sobrevuelos en el territorio europeo de Benjamín Netanyahu, sobre quien pesa un pedido de captura de la CPI? ¿Cómo explicar la falta de sanciones reales frente a los crímenes perpetrados?

Si Francia y otros países occidentales reconocieran que es imposible que exista una oposición verdaderamente democrática mientras siga ligada al sionismo, se verían obligados no solo a poner en cuestión decenios de apoyo ciego a Israel, sino, sobre todo, a abrir un debate sobre el sionismo como proyecto colonial. Pero es un proceso que en esos mismos países se ha vuelto tabú, y en algunos casos, ilegal, al asimilarlo deliberadamente al antisemitismo.