“Hemos jurado defender la Constitución”, clama Samira Chaouachi, vicepresidenta de la Asamblea tunecina. “Hemos jurado defender la patria”, le contesta un joven soldado. Este diálogo frente a las puertas cerradas del Parlamento, en la madrugada del 22 de julio de 2021, resume la paradoja de un país que durante mucho tiempo fue considerado como el único éxito de las “Primaveras Árabes”. Unas horas antes, el presidente Kais Said había decidido destituir al gobierno y suspender la Asamblea de Representantes del Pueblo, lo que provocó la furia de su presidente islamista y de su vicepresidenta, que intentaban entrar en el edificio, custodiado por tropas armadas.
La decisión presidencial sorprendió a numerosos diplomáticos extranjeros, visiblemente poco al corriente de la situación. Pero no a los tunecinos. Miles de personas se precipitaron a las calles de cada ciudad y pueblo para expresar su alivio frente a una clase política que estimaban corrupta e incompetente.
El 17 de abril de 2023, fue arrestado Rached Ghanuchi, líder supremo de Ennahda desde su fundación en la década de 19801. Doce años antes, había hecho su regreso triunfal a la ciudad de Túnez, el 20 de enero de 2011, tras la caída del presidente Zine El Abidine Ben Ali, que había gobernado durante veinticuatro años. Ahora el círculo se cerró. En Túnez, la contrarrevolución tardó más tiempo en llegar que en cualquier otro país árabe.
El Consenso de Washington, enterrado
Es demasiado pronto para escribir la necrológica de los levantamientos que, en dos oleadas (2011 y 2019), barrieron la mayor parte de los países árabes. En Túnez, en lugar de producir una nueva generación de dirigentes políticos, la rebelión de 2011 “trajo de vuelta a las élites marginadas de la era Ben Ali”2.
A pesar de todo, en la región está en marcha un proceso revolucionario a largo plazo. Los gobiernos occidentales, en particular en Europa, se hacen ilusiones si piensan que van a lograr la estabilidad de los países de la orilla sur del Mediterráneo con los caudillos. Se necesitan cambios políticos y económicos que, por definición, son imprevisibles. Las desigualdades sociales y la falta de empleo de los recursos humanos siguen generando una enorme frustración social que los jóvenes no podrán soportar. Los dirigentes de la Unión Europea están obsesionados con las oleadas de inmigrantes provenientes del sur y por el aumento del populismo que ellas alimentaban, pero siguen negando las causas subyacentes.
¿Por qué la Unión Europea y Estados Unidos no comprendieron que la contrarrevolución comenzó inmediatamente después de las “revoluciones” en Túnez y en Egipto, que terminaron con el poder de Ben Alí y de Hosni Mubarak respectivamente? ¿Por qué no entendieron que, luego de haber fracasado a la hora de lanzar reformas audaces en la gestión del aparato de seguridad y la economía del país, los responsables políticos y sindicales tunecinos llevaron al país a un callejón sin salida? La respuesta reside antes que nada en la naturaleza misma del Estado. En 2011, para los observadores experimentados no había duda de que el marco de política económica liberal favorecido por Occidente —el famoso “consenso de Washington”, que puede resumirse así: el Estado debe quedar reducido al mínimo para cederle el lugar a las inversiones privadas— no llegaría a producir los resultados económicos esperados. Entre esa fecha y la elección del presidente Kais Said, en 2019, todos los indicadores económicos titilaban en rojo.
Ahora el “consenso de Washington” está muerto y enterrado, ¿pero el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la Unión Europea van a revisar sus recomendaciones políticas, que, para tener una chance de ser exitosas, deben basarse en la reconstrucción del Estado, la utilización de la inversión pública como herramienta clave y la lucha contra la corrupción engendrada por el capitalismo clientelista? Esa es la única condición para que regrese una parte de los centenares de miles de dólares que se fugaron al exterior. El Estado ya demostró que es incapaz de detener la fuga de capitales, que en su mayoría son ilegales. Así que podemos preguntarnos por qué, mientras reconocen que se equivocaron, los sucesivos gobiernos tunecinos, el FMI, el Banco Mundial y Europa siguen luchando para detener la fuga de fondos mientras aplican la misma receta que ya fracasó.
No hubo una revolución
La mayoría de los políticos y de los grupos de reflexión occidentales recibieron la noticia de las revueltas árabes con incredulidad. Esto resulta sorprendente, porque múltiples informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en 2003, 2005 y 2009, ya demostraban la explosión de la tasa de desempleo y la tendencia a la baja, durante el último cuarto de siglo, de la parte del Producto Interior Bruto (PIB) dedicada a las inversiones. Una prueba del “fracaso de las élites árabes para invertir local o regionalmente, que es el mayor obstáculo al crecimiento económico sostenido”3. En 2011, la directora general del FMI, Christine Lagarde, declaró: “Seamos sinceros: no le prestamos suficiente atención a la forma en que se reparten los frutos del crecimiento económico”4.
En un informe publicado en 2014, el Banco Mundial terminó admitiendo que se había equivocado con Túnez antes de 2011. Tanta humildad es algo inhabitual, por no decir inédito. Pero elude la pregunta sobre los motivos que hacen que los dirigentes políticos y los expertos occidentales se equivoquen con tanta frecuencia, mientras que algunos observadores son capaces de establecer un análisis justo.
A medida que se extendían las revueltas, las capitales occidentales, en un principio incrédulas, le dieron lugar al entusiasmo. Pero duró poco. Ante el deseo de cambio, los dirigentes ejercieron una fuerza brutal, y los levantamientos se transformaron al poco tiempo en baños de sangre en Egipto, en Libia, en Baréin, en Yemen y en Siria. Los poderosos grupos de interés nacionales, sobre todo las fuerzas de seguridad, con un fuerte apoyo exterior —sobre todo, de los países del Golfo—, no estaban dispuestos a autorizar reformas capaces de poner en cuestión el statu quo. Otros, como Catar, estaban dispuestos a cambiarlo por completo, aunque en beneficio de sus “clientes” islamistas. Los “amigos” extranjeros no tuvieron tiempo de influir seriamente sobre los acontecimientos que ocurrían en Túnez, un país cuya importancia estratégica para los grandes actores internacionales es inferior a la de Egipto o Siria. El hecho de que Túnez haya sido el primer país árabe en rebelarse también puede explicar la ausencia de injerencia externa.
Sea como sea, la utilización misma de la expresión “revolución del jazmín”5 sugiere un malentendido. En Túnez no hubo ninguna revolución en 2011. Una rebelión violenta obligó a los aparatos dirigentes a distanciarse del jefe de Estado, a quien acompañaron hasta la puerta de salida para salvar sus privilegios. Por eso no hubo redistribución de la riqueza o del poder entre las clases sociales o las regiones.
También quedaron al descubierto malentendidos obvios luego de que Estados Unidos interviniera militarmente en Libia en nombre de una emergencia humanitaria, sin tener en cuenta lo que podía pasar cuando un pequeño grupo de islamistas muy organizados y fuertemente armados (a quienes habían ayudado durante los últimos años de Muamar Gadafi) se opusiera a una mayoría no islamista mal organizada, que en gran parte era joven y desempleada. Su partida tras el ataque del 11 de septiembre de 2012 contra la misión norteamericana en Bengasi transformó el este de Libia en retaguardia de Al Qaeda y de Estado Islámico (EI). Eso aceleró la exportación del terrorismo y de los refugiados hacia Europa, desestabilizando aún más gran parte de África del Norte y del Sahel. Y de Túnez, desde luego, donde muchos yihadistas se entrenaban en campos libios cerca de la frontera.
En el país, los amigos políticos de los principales partidos obtuvieron empleos en la función pública, saturada al extremo, con puestos que solo existían en los papeles, pero por los que recibían un salario. Resultado: la destrucción de toda eficacia pública, el aumento considerable de la masa salarial y de los créditos. El alza de la deuda (y por lo tanto de los intereses a pagar) terminó con las inversiones públicas en salud, educación e infraestructura. Se sucedieron presidentes y gobiernos que les pidieron préstamos al FMI, el Banco Mundial y el Banco Europeo de Inversiones (BEI). Todos se contentaron con mencionar las condiciones de esos créditos, pero nunca tuvieron la intención de implementarlas. El FMI y Europa siguieron predicando el evangelio del liberalismo y fingieron creer que se habían implementado reformas. ¿Por qué fue tan fácil equivocarse por segunda vez, cuando la situación y la receta eran idénticas?
Pura ideología
Durante este tiempo, disminuyeron las inversiones privadas, tanto nacionales como extranjeras. La producción en sectores claves como los fosfatos y los fertilizantes se desplomó, mientras que el turismo también se derrumbó, víctima del terrorismo y de la pandemia de covid-19. El interior profundo y más pobre del país, donde se inician todas las rebeliones en Túnez, siguió siendo explotado por la región costera, más rica, mientras suministraba la mayor parte del agua, del trigo y de los fosfatos necesarios para el país. Para los occidentales,
la democracia es una idea tan bella que parece escaparse de la realidad. Para la élite norteamericana, los países en desarrollo que resultan exitosos son aquellos que organizan elecciones, y los que no lo hacen, son los que fracasan. No es una lógica, ni una creencia basada en la historia o siquiera en la ciencia política. Es pura ideología: ideología misionera, encima. ¡Observen el fracaso de la primavera árabe! Desde luego, las poblaciones de esas naciones aspiran a la democracia, pero eso no significa que esta generará automáticamente buenos resultados frente a la pobreza, las fracturas étnicas y sectarias, etc. Funcionó en Corea (del Sur) y en Taiwán, por ejemplo, porque llegó después de la industrialización y de la creación de clases medias6.
Las élites europeas y norteamericanas se equivocaron después de 2011, cuando se convencieron de que elecciones libres y justas anunciaban un futuro prometedor para Túnez. Los jóvenes estaban menos convencidos y la gente empezó a desistir de las urnas, y muchos ni siquiera se tomaban el trabajo de inscribirse para votar. Los movimientos islamistas, por su parte, nunca mostraron interés en enfrentar los desafíos de una economía moderna. El partido Ennahda no fue la excepción. Las élites tunecinas, bien educadas, no pudieron ponerse de acuerdo sobre un plan de reforma económica. Abandonaron a su país.
La teoría de Lenin
Doce años después de la caída de Ben Alí, Kais Said representa la quintaesencia del ayer, sobre todo en las fuerzas de seguridad. Ghanuchi, el potente dirigente de Ennahda que dirigía el partido islamista “como la organización clandestina que había sido en la década de 1990”7, estaba en prisión, incapaz de reunir al ejército. Este último se acercó a Said, que “defiende la patria”. Según algunos observadores atentos,
el levantamiento árabe alcanzó su apogeo el 11 de febrero de 2011, cuando el presidente egipcio Hosni Moubarak se vio obligado a renunciar. Según la teoría de Lenin, una revolución victoriosa requiere un partido político estructurado y disciplinado, un liderazgo robusto y un programa claro. La revolución egipcia, como su precursora tunecina y contrariamente a la revolución iraní de 1979, no tenía organización, ni dirigente identificable, ni agenda clara8.
Mientras las manifestaciones se volvían violentas en varios países, las fuerzas se dividieron. Los antiguos partidos políticos y los dirigentes económicos se disputaron el poder, “dejando en muchos manifestantes la sensación de que la historia que hacía poco tiempo ellos mismos estaban escribiendo empezaba a dejarlos atrás”9. Quienes efectuaron la rebelión en Túnez no tenían ni los recursos ni el tiempo de organizarse. Las fuerzas establecidas pudieron entonces desviar su agenda y bloquear el cambio.
Eso no impidió que algunos universitarios, como Safwan Masri, hablaran de “anomalía árabe”10, y que algunos periódicos clamaran que Túnez es el único país de las revueltas árabes que le dio nacimiento a una verdadera democracia. La ilusión típica de varias actitudes occidentales. Antes de la caída de Ben Ali, el Banco Mundial y los observadores celebraban el desempeño económico del país. Después, celebraban su éxito como democracia. Entendemos por qué los dirigentes europeos no tienen un pensamiento estratégico sobre Túnez…
La naturaleza del Estado obstruye las reformas
En realidad, los analistas occidentales suelen proyectar su propia visión del mundo a países cuya historia es diferente. Así, las ideas de John Maynard Keynes (1883-1946) sobre la intervención de la potencia pública en la economía generan un debate intelectual y político sin igual en la región. En parte porque la diplomacia de cañonero y el colonialismo interrumpieron los debates que se desarrollaban en el sur, sobre todo en Túnez. En el momento de la independencia, los nuevos regímenes comprendieron que el Estado debía ser parte interesada para crear una economía nacional, estuviera vinculada o no con el Norte. Pero los dirigentes casi nunca se concentran en aumentar la riqueza del país, sino en mantenerse en el poder, controlando sobre todo a los recién llegados dentro de la clase privilegiada, los majzén.
A partir de la década de 1980, el FMI y el Banco Mundial aplicaron un conjunto de principios ideológicos contenidos en el “Consenso de Washington”. Esa doxa neoliberal ya había fracasado en Túnez en el cambio de siglo, pero no impidió que el Banco Mundial la presentara como modelo a seguir de “buena gobernanza económica” para África y Oriente Medio. Europa hizo lo mismo y se encontró en un callejón sin salida. A pesar de la emancipación de las mujeres y las actitudes tolerantes hacia los extranjeros, en Túnez las riquezas están controladas por algunas familias, cuyo poder se fortalece por un sistema corporativista que les permite vigilar el Estado. Lejos de aportar nuevas ideas y de contribuir a la creación de un partido de izquierda amplio luego de 2011, el poderoso sindicato de la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT) dejó que el poder llenara el Estado de empleados públicos (y por lo tanto tuvo más afiliados), lo que llevó al país a la ruina. En lugar de promover un debate abierto sobre lo que había que hacer, los dirigentes tunecinos actuaron como sepultureros de las reformas. Antes, Zine El Abidine Ben Ali había administrado la economía sin pretender reformarla, imponiendo cada vez más rentas para su familia.
¿Se puede cambiar el escenario neoliberal?
En una región rica en hidrocarburos, las instituciones internacionales podrían sugerir que “las monarquías petroleras dejen de invertir su capital en las economías occidentales, en particular en Estados Unidos, y en cambio lo transfieran a los gobiernos árabes, usando como modelo la ayuda que Estados Unidos les brindó a sus aliados europeos de 1948 a 1951, el Plan Marshall”11. Hay pocas chances de que eso suceda porque los bancos occidentales perderían enormes oportunidades de ganar dinero, y las monarquías del Golfo, mucha influencia en París, Londres y Washington. Entretanto, el capital desaparece de la región para refugiarse en bancos y empresas occidentales. África del Norte sola dispone de centenas de miles de millones de dólares de fondos “privados” en entidades financieras extranjeras.
Actualmente, los jóvenes de las clases favorecidas y formadas pueden salvarse, para beneficio inmediato del Golfo, de Canadá, de Francia y de sus vecinos, y para perjuicio de la estabilidad a largo plazo en el Mediterráneo. En África del Norte, los flujos comerciales y de inversión están en su nivel más bajo debido a la “guerra fría” entre Argelia y Marruecos. Esta situación es especialmente absurda porque el petróleo, el gas, el azufre y el amoniaco argelinos podrían, junto con los fosfatos marroquíes, generar gran cantidad de empleos y grandes exportaciones. Hace décadas que a Occidente le convienen las tensiones entre ambos países, pero la presión de los nuevos inmigrantes en Europa alimenta a los partidos populistas y aumenta el riesgo de turbulencias interiores en países como Italia y Francia.
Otra ironía de este escenario neoliberal: China y Turquía fortalecen sus relaciones comerciales con África del Norte (China se convirtió en su segundo proveedor extranjero después de Italia, y Turquía es el cuarto) sin aumentar sus inversiones. En Argelia, Marruecos y Túnez, el capital privado occidental sigue jugando un papel clave.
Hoy en día, la Unión Europea y Estados Unidos descubren, para su disgusto, que los dirigentes norafricanos, como en otros países del sur, no comparten su lectura de la guerra en Ucrania. Los norafricanos señalan que Occidente considera sus problemas como los problemas del mundo, y no están de acuerdo. El mundo multipolar en el que nos encontramos hace que el antiguo tercermundismo argelino se vuelva más familiar. Las élites desconfían de la antigua potencia colonial y expresan públicamente su crítica del comportamiento francés, pasado y presente, como nunca antes.
Cuanto antes perciba Europa que los países del otro lado de sus costas meridionales merecen una política ambiciosa, un nuevo Proceso de Barcelona12 más audaz, mejor será. Cuanto antes comprenda que el islamismo no es la inclinación natural de la región, como muchos creyeron después de 2011, especialmente en Estados Unidos y Reino Unido, y cuanto antes abandone su orientalismo de pacotilla, mejor será. Terminar con el Estado patrimonial o neopatrimonial, donde algunas familias controlan todo, representa un desafío histórico para la región y para Europa.
Como lo demuestra la reacción moderada de Occidente al derrocamiento del presidente egipcio Morsi un año después de las elecciones libres de 2012, Occidente no parece otorgarle al voto democrático toda la importancia que dice que tiene. Lo confirma su actitud frente al desdén de Kais Said por las reglas fundamentales de la democracia. Para alcanzar una estabilidad a largo plazo en Túnez y en la región, se necesita una reforma completa del Estado –condición previa para un crecimiento más rápido– y también mayor inclusión social. Mientras no acepte este principio, la Comisión Europea tendrá que hacerse a la idea de que sus interminables posicionamientos orientados a “mejorar” las políticas de buena vecindad dan la impresión de que juegan con los pueblos.
1Rached Ghanuchi jugó un papel central en el movimiento islámico tunecino desde la fundación de Ennahda, a comienzos de la década de 1980. Tras dos décadas de exilio en Londres, regresó a Túnez en 2011 y empezó a desempeñar un papel clave, y a veces controvertido, en la política tunecina.
2Tom Stevenson, “The Revolutionary Decade: Tunisia since the Coup”, London Review of Books, 17 noviembre 2022.
3Bush Ray, “Marginality or Abjection? The Political Economy of Poverty Production in Egypt”, in Bush Ray et Habib Ayeb, Marginality and Exclusion in Egypt, Zed, Londres, 2012.
4Christine Lagarde, “The Arab Spring, One Year On”, Fondo Monetario Internacional, Washington DC, 6 de diciembre de 2011.
5NDLR. Esta designación mediática francoparlante es por otra parte rechazada por los tunecinos, que prefieren hablar de “revolución de la dignidad”.
6Robert D. Kaplan, “Anarchy unbound: the new scramble for Africa”, The New Statesman, Londres, 16 de agosto de 2023.
7Tom Stevenson, “The Revolutionary Decade: Tunisia since the Coup”, The London Review of Books, 17 de noviembre de 2022.
8Hossein Agha y Robert Malley, “The Arab Counterrevolution”, The New York Review of Books, 29 de septiembre de 2011.
9Hossein Agha y Robert Malley, op.cit.
10Safwan Masri, Tunisia: an Arab Anomaly, Columbia University Press, 2017.
11Gilbert Achcar, The People Want: A Radical Exploration of the Arab Uprising, Saqi Books, Londres, 2013 (reeditado con una introducción nueva en 2023).
12Asociación Euromediterránea para el desarrollo y la seguridad lanzada en 1995 y actualmente suspendida.