La raíz de la palabra falasha significa “emigrado” en ge’ez, la lengua litúrgica de la Iglesia etíope. El término ha ido cayendo en desuso y designa a los judíos de Etiopía, que siempre se hicieron llamar los Beta Israel, “la familia de Israel” (la familia de Jacob) en hebreo.
Una judeidad cuestionada
La historia de los judíos de Etiopía está marcada por las discriminaciones. Las autoridades religiosas de Israel les cuestionan su judaísmo porque solo respetan la ley escrita de la Torá en detrimento de la ley oral, el Talmud. Pero el racismo también juega un papel importante. Esta comunidad negra es acusada de haberse mezclado con no judíos y de ser portadora de enfermedades. Su judeidad recién fue reconocida en 1975 por el gobierno de Isaac Rabin, tras la aprobación rabínica.
Un año después, el ministro de Interior, Shlomo Hillel, los volvió elegibles para la Ley del Retorno, que permite que cualquier persona que tenga por lo menos un abuelo judío emigre a Israel. En ese entonces, Etiopía estaba en plena guerra civil (1974-1991), y la hambruna desplazó hacia el país vecino de Sudán a una parte de la población, incluidos los falashas, que también huían del apoyo que la Unión Soviética le brindaba al régimen.
De 1983 a 1985, con ayuda de la diplomacia estadounidense, el Mossad puso en marcha la Operación Moisés, un puente aéreo desde el desierto de Sudán hasta Tel Aviv. Por su parte, la Operación Salomón, de 1991, se implementó desde Adís Abeba, la capital etíope, luego de un acuerdo con el régimen etíope, que estaba en plena decadencia. En total, entre 1983 y 1991 emigraron más de 40.000 judíos etíopes.
Al margen de la sociedad
Al llegar a Israel, los falashas fueron asistidos por la Agencia Judía y el Ministerio de Absorción e Inmigración, pero al poco tiempo se volvieron víctimas de la estigmatización. Fueron distribuidos en cerca de 70 centros construidos para facilitar su integración, y allí debían pasar un año –a diferencia de los seis meses requeridos para otras nacionalidades–, y aprendían hebreo y a adaptarse a la vida en Israel.
Pero los falashas padecieron sobre todo una rigurosa conversión obligatoria recomendada por las más altas autoridades religiosas que consistía en la circuncisión (o en el mejor caso, una sangría), la sumersión en la mikve (baño) y la aceptación de las leyes religiosas. Los falashas más jóvenes se negaron a someterse a ese ritual. En la década de 2010, Israel lanzó una tercera operación llamada “Alas de águila” para llevar a su tierra a 6.700 etíopes.
Los falashas siguen marginados: dependen en gran parte de la ayuda social, padecen una tasa de desempleo elevada y viven en los barrios populares, con frecuencia en viviendas vetustas.
Entre racismo estructural e integración
En 2013, el Ministerio de Salud reconoció haber practicado, a principios de la década de 2000, anticoncepciones forzadas en las mujeres de origen etíope, lo cual provocó una caída del 50% de la tasa de natalidad en la comunidad. Además, a los niños también pueden negarles el acceso a las escuelas debido a su color de piel. Para intentar ganarse un lugar dentro de la sociedad israelí, los falashas se volcaron en masa hacia el ejército. Ese mismo año, Pnina Tamano-Shata se convirtió en la primera “beta Israel” en ser elegida diputada, y desde el 1º de mayo de 2020 es ministra de Aliá y de Integración.
Los etíopes de Israel hoy representan el 1,7% de la población. Siguen siendo víctimas de la violencia policial, justificada en 2016 por el jefe de la Policía, a quien le parecía “natural” que se sospeche más de ellos que del resto de la población. En 2019, la muerte de dos etíopes a manos de las fuerzas del orden provocó una ola de manifestaciones en el país. Según un informe de la Unidad Nacional Antirracismo, el 37% de las denuncias provenían de miembros de la comunidad etíope.